Andrew respiraba todavía en entrecortados jadeos al tiempo que sus pulmones funcionaban como fuelles. Cerró con fuerza los ojos e intentó recuperar el control de sus emociones. De hecho, estaba físicamente debilitado. Sentía débiles las rodillas y estaba furioso.
Avanzó hasta el borde del manantial con una furiosa zancada y le lanzó una mirada enojada.
– Más apropiada sería la pregunta: «¿Qué demonios está usted haciendo aquí?».
Catherine se quedó boquiabierta y sólo alcanzó a clavar en él la mirada. Andrew no supo si estaba conmocionada por la clara amenaza implícita en su postura y en su voz o por su empleo de la obscenidad que había salpicado su pregunta, aunque en ese momento, poco le importó.
– ¿Es que se ha vuelto usted loca viniendo aquí sola? -bufó de cólera-. ¿Y de noche? ¿Para nadar a solas? ¿Acaso sabe alguien que está aquí? ¿Y si le hubiera ocurrido algo? Por el amor de Dios, ¿en qué estaba usted pensando?
Catherine parpadeó varias veces y apretó los labios con firmeza. Mascullando algo que sonó sospechosamente a «qué hombre tan irritante e insoportable», se agarró al borde del estanque. Antes de que Andrew se diera cuenta de lo que ella pretendía, Catherine se impulsó fuera del manantial para subir al borde rocoso de la orilla. Entonces, con el agua cayéndole por el cuerpo, se acercó a él a grandes zancadas.
Cualquier pensamiento que Andrew pudiera haber albergado, y unos cuantos que todavía no se le habían ocurrido, desaparecieron de su cabeza al instante y cayeron al suelo, junto a sus pies, reuniéndose allí con su mandíbula.
Catherine parecía una pálida ninfa marina, con el pelo oscuro mojado echado hacia atrás, los oscuros rizos alisados por el agua y tapizándole la espalda hasta la cintura. Su cuerpo estaba cubierto, o, hablando con propiedad, descubierto, por una camisa mojada que se adaptaba a su cuerpo como pintada sobre él con pintura transparente. La mirada estupefacta de Andrew se deslizó hacia abajo, recorriendo su delicada clavícula hasta la generosa inflamación de sus pechos, coronados por unos pezones oscuros y endurecidos. La hendidura de su cintura. El ensanchamiento de las caderas. La sombra del oscuro triángulo anidado entre sus torneados muslos. Descendió hasta las pantorrillas, y de allí hasta sus esbeltos tobillos y sus delicados pies.
Catherine se detuvo a menos de un metro delante de él y Andrew volvió a clavar los ojos en su rostro. El hielo que emanaba de su gélida mirada sin duda pretendía dejarlo helado donde estaba.
– No, señor Stanton -dijo ella con la voz palpitando de ira-. No he perdido el juicio. A menudo visito este manantial de agua caliente, sola y de noche, y disfruto de esta soledad. No estaba nadando, simplemente me remojaba. No corría el menor riesgo pues no sólo soy una excelente nadadora, sino que el agua del manantial no llega a cubrirme los hombros. Nadie sabe de mi presencia aquí, pero le aseguro que estoy perfectamente a salvo. Little Longstone no es Londres, ni, salvo usted, tenemos personas peligrosas merodeando por los arbustos. Y ahora que he respondido a todas sus preguntas, quizá pueda aclararme qué demonios está usted haciendo aquí.
A pesar de que quiso responderle, Dios mío, no se encontró la voz. Verla allí mojada, hermosa y enojada le había dejado totalmente desprovisto de su capacidad de habla. Maldición, pero si casi había perdido hasta la capacidad de respirar.
Catherine se plantó los puños en las caderas.
– ¿Me espiaba? ¿Intentaba acaso asustarme?
Andrew frunció el ceño, negó con la cabeza y tragó saliva.
– No. -Su voz sonó ronca, como si llevara una o dos décadas sin utilizarla-. No podía dormir. Necesitaba tomar un poco el aire. Oí un chapoteo… y ahí estaba usted. Todavía no me había recuperado de mi sorpresa cuando la vi sumergirse en el agua. Me pareció que estaba demasiado tiempo sin aparecer. Creí que se estaba ahogando. -Apenas logró empujar la última palabra entre sus labios.
Incapaz de detenerse, alargó la mano y pasó unos vacilantes dedos por su mejilla. Su piel era suave, cálida y mojada bajo sus yemas. Catherine abrió aún más los ojos ante aquel gesto, pero no apartó la cara.
– Siento haberle gritado. Creí que se estaba ahogando… -Los dedos de Andrew se retiraron de su mejilla y le pareció ver una sombra de decepción en los ojos de Catherine. Bajó las manos y tomó las de ella, llevándolas a continuación al punto exacto de su pecho donde su corazón todavía palpitaba acelerado-. ¿Nota usted lo mucho que me he asustado? -preguntó, deleitándose al sentir las manos de ella sobre su cuerpo, deseando que su camisa desapareciera como por arte de magia.
La cabeza de Catherine dibujó una leve inclinación.
– Yo… yo también lo siento. Sólo me estaba mojando el pelo.
Andrew inspiró y el delicioso aroma del cuerpo cálido, mojado y casi desnudo de Catherine le colmó por completo los sentidos, embriagándole. Su repentino arranque de ira se desvaneció tan rápido como había estallado, reemplazado ahora por un rugido de deseo que amenazaba con hacerle caer de rodillas. Todos los sentimientos que había contenido durante tanto tiempo afloraron a la superficie, desbaratando su contención como una pluma a lomos de un mar revuelto. La deseaba tanto…
Le soltó las manos, rodeó con las palmas su rostro y, despacio, bajó la cabeza.
Al sentir el primer suave roce de sus labios contra los de ella, Andrew se detuvo, asumiendo la increíble realidad de que estaba ciertamente besándola, memorizando la sensación. De nuevo rozó con sus labios los de ella y Catherine no pudo reprimir un jadeo casi imperceptible. Sus dedos se cerraron contra el pecho de él, sus labios se separaron ligeramente y el deseo que él había contenido durante tanto tiempo estalló en un torrente.
Con un gemido, Andrew borró el espacio que se abría entre los dos con un sólo paso. Rodeándole la cintura con un brazo, la atrajo con fuerza hacia él. Le enredó los dedos entre el pelo mojado y entonces intensificó la fuerza del beso.
Catherine quedó de pie en el fuerte círculo de los brazos de Andrew y simplemente permitió que la violencia de sensaciones que la martilleaban se adueñaran por completo de ella. Cálido. Andrew era tan cálido… Se sentía como si la hubieran envuelto en una manta de terciopelo.
Sólida. La sensación de su cuerpo pegado al de él desde el pecho a la rodilla le arrebató el aliento. Sus dedos se cerraron para volver a abrirse contra su pecho, y sintió entonces la dureza de los músculos de aquel hombre bajo la finura del lino. El corazón de Andrew palpitaba contra sus palmas y absorbió entonces cada latido, consciente de que su corazón palpitaba a un ritmo de idéntico frenesí.
Despegó los labios y fue recompensada con el erótico y delicioso contacto de su lengua con la de ella. Andrew tenía un sabor oscuro y exótico, con un leve rastro de brandy.
Más. Quería más de aquella embriagadora maravilla, más de aquellas sensuales delicias. Se pegó aún más contra él, deleitándose al sentir su dureza contra su vientre. Un gemido sordo vibró en la garganta de Andrew y Catherine deslizó una mano hasta ella para tocar el sonido. Él no llevaba corbata y sus dedos rozaron la suave hendidura de la base de su cuello para introducirse bajo el tejido y tocar su cálida y firme piel antes de subir deslizándose y abrirse paso entre su abundante pelo.
El señor Stanton la agarró con más fuerza y ella se pegó más a él, retorciéndose contra su cuerpo. «Más, por favor, más…»
Andrew respondió a su silenciosa súplica, inclinando su boca sobre la de ella con un largo, lento y profundo beso de lengua contra lengua con el que a Catherine le disolvió los huesos. Sus grandes manos recorrieron sus cabellos y se deslizaron poco a poco por su espalda, como intentando memorizar cada centímetro de ella.
Cuando sus palmas llegaron a su cintura, Andrew separó sus labios de los de ella y deslizó su boca a lo largo de su mandíbula, bajando por su cuello con una serie de besos y pequeños mordiscos ardientes. Escalofríos de placer la sacudieron y echó hacia atrás la cabeza para facilitarle el acceso.
Andrew trazó un pequeño sendero de regreso, ascendiendo de nuevo por su cuello hasta el reencuentro con sus labios, destruyéndola con otro beso abrasador y lujurioso de bocas abiertas con el que le hizo sentir que era un puñado de dinamita a punto de estallar. Un largo gemido preñado de anhelo ascendió entre rugidos desde las inmediaciones de los dedos de los pies de Catherine. Andrew suavizó el beso, levantó la cabeza y el gemido de ella se transformó en una clara muestra de protesta.
Catherine se obligó a abrir los ojos y se quedó quieta. Un femenino estremecimiento en nada parecido a lo que hubiera podido sentir hasta entonces la cubrió al ver el fuego que ardía en la mirada de Andrew. Nunca un hombre la había mirado así. Con tanto ardor. Tanta pasión. Tanta reverencia. Con un hambre tan pura. Sintió que un temblor recorría al señor Stanton y vio cómo luchaba por dominar sus impulsos… una lucha que una parte de ella anhelaba ver perdida. La parte femenina que anhelaba volver a sentir su beso. Sus manos sobre su cuerpo. Piel contra piel.
El fuerte brazo la soltó y Andrew le llevó la mano al rostro. Despacio, las yemas de sus dedos le rozaron la frente. Las mejillas, los labios… todo ello mientras con su otro brazo la sostenía fuertemente abrazada contra su cuerpo… elección de lo más conveniente, pues Catherine sospechaba que de lo contrario se deslizaría al suelo en un amasijo acalorado y deshuesado. Andrew tragó saliva y luego susurró una palabra.
– Catherine.
Sonó como una sensual caricia. Ronca y profunda, con un leve deje de asombro. El sonido de su voz hormigueó sobre la piel de Catherine, haciéndola sentir malvada y decadente. Más femeninamente viva de lo que lo había estado en años. Sólo había una palabra que pudiera dar como respuesta.
– Andrew.
Una lenta sonrisa se dibujó en los labios de él.
– Me gusta cómo suena mi nombre cuando usted lo pronuncia.
– Es todo lo que se me ha ocurrido decir, excepto «Oh, Dios».
– Estoy totalmente de acuerdo con usted.
– Pero ¿es posible eso? ¿Que volvamos a estar de acuerdo esta noche?
– Asombroso, pero cierto. Sin embargo, parece usted sorprendida de que se le haya ocurrido decir «Oh, Dios» cuando la he besado.
– Confieso que, hasta cierto punto, lo estoy. ¿Usted no?
Andrew negó con la cabeza.
– En ningún momento he dudado que sería así. Lo único que me ha sorprendido es haber sido capaz de reunir la fortaleza suficiente para detenerme.
– ¿Había pensado en besarme? -Catherine bendijo la capa de oscuridad que impedía que Andrew viera el rubor que le tiñó las mejillas ante su pregunta directa, pero quería saberlo. Necesitaba saberlo.
– Sí. ¿Eso… la molesta?
«No. Me excita. Casi insoportablemente.»
– No. -Los ojos de Catherine buscaron los de él y, tras un rápido debate, confesó la verdad sin ambages-. Nunca me habían besado así.
Andrew cubrió su mejilla con la palma de la mano y le frotó levemente los labios con el pulgar.
– Bien. Me gusta ser el primero.
Una docena de sensuales imágenes colisionaron en la mente de Catherine, quien se dio cuenta de que aquel hombre podía representar una gran cantidad de «primeras veces» para ella, «primeras veces» que su cuerpo estaba deseoso por experimentar. La excitación que seguía presionándole el vientre y el intenso y acelerado latir del corazón de Andrew bajo sus palmas indicaban que él no se mostraría en ningún modo reacio a la idea.
Pero Catherine no podía tomar una decisión tan importante como la de tomarle o no como amante mientras seguía entre sus brazos. Necesitaba pensar. Y, para ello, tenía que poner espacio entre ambos.
Despacio, retrocedió hasta que entre los dos medió una distancia prudencial. Vio descender por su cuerpo la mirada de Andrew. El camisón mojado se le pegaba a la piel, revelando todo ante sus ávidos ojos. Sin embargo, en vez de sentirse tímida, Catherine se recreó en el intenso deseo y necesidad grabados en su rostro.
– Es hermosa, Catherine. La mujer más hermosa del mundo.
El deseo que su voz despertó en ella la dejó temblorosa y asustada. Con la esperanza de enfriar el fuego que la recorría y disipar la tensión sensual que existía entre los dos, intentó reírse.
– ¿Cómo puede decir algo semejante? No ha conocido a todas las mujeres del mundo.
– No necesito tocar el fuego para saber que quema. No necesito golpearme el dedo con un martillo para saber que dolerá. Ni comerme un dulce de la confitería para saber que desearé otro. Hay cosas, Catherine, que uno sabe. -Alargó la mano y tomó la suya con suavidad, entrelazando sus dedos-. También sé que nuestro próximo beso será incluso más «Oh, Dios» que el que acabamos de compartir. Y el siguiente… -Alzó sus manos unidas, llevándoselas a los labios y depositando un cálido beso en la cara interna de la muñeca de Catherine-, indescriptible.
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