– ¿Nuestro próximo beso, señor Stanton? ¿Qué le hace pensar que habrá un próximo beso?
– Como ya le he dicho, hay cosas que uno simplemente sabe.
Otra oleada de calor la arrasó. Dios santo. Había llegado el momento de poner fin a aquel interludio antes de que el próximo beso se hiciera realidad. Catherine se volvió de espaldas y se dirigió con paso firme a la roca donde había dejado su ropa. Tras meter los brazos en las mangas, tensó la banda alrededor de su cintura. Cuando se volvió de nuevo, Andrew estaba a menos de un metro de ella. Catherine inspiró hondo y su cabeza se llenó con la deliciosa esencia a almizcle de él.
– Andrew -dijo él con voz queda.
– ¿Perdón?
– Acaba de llamarme señor Stanton. Preferiría que me llamara Andrew. Del mismo modo que preferiría llamarla Catherine.
Catherine le había llamado así para poner un poco de distancia emocional entre los dos, aunque dudaba de su capacidad de volver a pensar en él empleando esos formales términos. Sobre todo ahora que conocía la textura de su piel. El sedoso tacto de sus cabellos. La sensación de su lengua acariciando la suya. Y no podía negar que le gustaba el sonido de su nombre pronunciado desde los labios de él. Resultaba increíble cómo la simple elisión de la palabra «lady» lo cambiaba… todo.
– Supongo que a partir de ahora podemos llamarnos por nuestros nombres de pila. De acuerdo… Andrew. -Su nombre le dejó en la lengua un sabor decadente y voluptuoso.
Andrew alargó el brazo y la tomó de las manos, envolviéndolas con su calidez.
– ¿Se arrepiente de lo que ha ocurrido entre nosotros, Catherine?
Ella negó con la cabeza.
– No, no me arrepiento. Aunque sí… -Su voz se apagó, incapaz de encontrar la palabra exacta con la que describir el torbellino de emociones que se abrían paso en su interior.
– ¿La atemoriza? -adivinó-. ¿La confunde?
Maldición. ¿Cuándo se había vuelto tan transparente?
– ¿Tiene usted dotes de clarividente, Andrew?
– En absoluto. -Andrew levantó las manos, una tras otra, para llevárselas a la boca sin apartar en ningún momento su mirada de la de ella-. Sólo sugiero esas posibilidades porque son algunas de las cosas que yo siento.
– ¿Asustado? ¿Usted? -Catherine quiso reírse, pero el sonido que salió de sus labios pareció más un jadeante suspiro cuando la lengua de Andrew acarició el centro de la palma de su mano.
– De hecho, aterrorizado sería un término más fiel a la verdad.
El hecho de que ese hombre fuerte y viril admitiera tal cosa la conmovió de un modo que se vio incapaz de describir.
– ¿Por qué?
– Diría que por las mismas razones que usted.
– Porque, por muy agradable que haya sido nuestro beso, ¿no está seguro de que fuera una buena idea?
– No. Me parece que ha sido una buena idea. Y Catherine, nuestro beso ha sido mucho más que «agradable».
– ¿Tiene usted que estar en desacuerdo con todo lo que digo?
– Sólo cuando se equivoca. Y se equivoca al describir lo ocurrido entre nosotros empleando una palabra tan suave como «agradable».
Bien, sin duda no podía discutirle eso.
– ¿De qué tiene usted miedo?
Andrew no dijo nada durante varios largos segundos, ponderando cómo responder a la pregunta. Por fin, dijo:
– Me da miedo el mañana. Me da miedo que, cuando nos marchemos de aquí, separándonos para pasar a solas el resto de la noche, mañana, cuando vuelva a verla, haya usted olvidado lo que hemos compartido. O, que si no lo ha olvidado, haya decidido ignorarlo. Tengo miedo a que me mire con frialdad y no con calor en sus ojos. Tengo miedo a que ponga fin a lo que podríamos compartir juntos antes de que haya tenido la posibilidad de empezar.
Catherine se aclaró la garganta.
– Me temo que en este momento no hay nada que pueda decir para acallar sus temores. Pero puedo asegurarle que nunca olvidaré lo que hemos compartido esta noche.
El fantasma de una sonrisa asomó a los labios de Andrew.
– Algo más en lo que estamos de acuerdo, pues tampoco yo lo olvidaré. Ni aunque viva cien años. Y ahora, dígame… ¿qué la tiene tan confundida?
Catherine consideró recurrir a la mentira. También estuvo tentada de marcharse. Sin embargo, lo mejor sin duda era sincerarse.
– La cabeza y el sentido común me dicen que me vaya sin volver la vista atrás. Sin embargo, el resto de mi ser no quiere hacerlo. No soy ninguna doncella inocente y virginal, y sé adonde este… flirteo podría conducirnos. Aun así, no sólo puedo pensar en mí y en mis deseos. Por lo tanto, tengo mucho en lo que pensar. Y decisiones que tomar.
– También yo.
– ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de decisiones tiene usted que tomar?
Una sombra de malicia destelló en los ojos de Andrew.
– Debo decidir cuál es la mejor manera de convencerla para que tome la decisión que quiero que tome.
En un tono igualmente malicioso, Catherine dijo:
– Se da usted cuenta, naturalmente, de que la arrogancia es un irritante rasgo de su carácter que en ningún caso le hará ganar enteros a su favor en mi toma de decisiones.
– No es arrogancia de lo que bebe mi discurso, sino sinceridad… un rasgo que mucha gente aprecia y que considera admirable.
– ¿Está diciendo que pretende seducirme?
– Estoy diciendo que pretendo cortejarla.
A Catherine se le detuvo el corazón. Una ridícula reacción a una ridícula declaración.
– No sea ridículo.
Andrew arqueó las cejas.
– ¿Preferiría entonces no ser cortejada?
– No hay razón alguna para que lo haga.
– Entonces preferiría simplemente que la sedujera.
– Sí. ¡Quiero decir no! Lo que quiero decir es que… ¡oh! -Se apartó de él y se apretó más el albornoz alrededor de cuerpo-. Es usted tan…
– ¿Incontenible? ¿Irresistible?
Un regocijo que Catherine no pudo negar la recorrió por entero y sus labios se arrugaron.
– Iba a decir irritante.
– Debo confesar que prefiero con mucho mis elecciones.
– Sí, estoy segura.
– ¿Por qué no tiene sentido que la corteje?
– El cortejo es el precursor del matrimonio y, como no tengo intención de volver a casarme, sus esfuerzos serían en vano.
– ¿Es que un hombre no puede cortejar a una mujer simplemente porque disfruta del placer de su compañía?
– ¿Disfruta usted de mi compañía, señor Stanton?
– Andrew. Y sí, así es. Cuando no se muestra usted quisquillosa. Aunque debo reconocer que disfruto de su compañía incluso cuando está quisquillosa. Simplemente la disfruto más cuando no lo está.
– No soy quisquillosa.
– Si no lo cree así es porque obviamente desconoce la definición de la palabra. Entre eso y no saber lo que es una sorpresa, creo que se impone tener siempre un diccionario al alcance de la mano.
– ¿Y a esto le llama usted cortejarme? ¿Irritarme hasta provocarme jaqueca?
– No. Sin embargo, no creo que importe demasiado puesto que acababa de decir que no desea ser cortejada.
Catherine se mordió los labios, sin saber a ciencia cierta si estaba más divertida o enojada. Dedicándole un ceño exagerado, preguntó:
– ¿Sabe quién es más irritante que usted?
Un evidente regocijo chispeó en los ojos de Andrew.
– No, pero no me cabe duda de que está a punto de decírmelo.
– Nadie, señor Stanton. No he conocido a nadie más irritante que usted.
– Andrew. Y qué afortunado me siento de ocupar la primera plaza.
Sonrió. Fue una sonrisa plena y hermosa, completa con aquellos seductores hoyuelos que la obligaron a apretar con fuerza los labios para evitar así responderle con idéntico gesto. Maldición, ¿dónde había ido a parar su irritación? No tendría que haber tenido ganas de sonreír. Se suponía que tenía que estar molesta. Fastidiada.
¿Por qué, entonces, estaba tan absolutamente… encantada?
Sin duda había llegado el momento de despedirse de él.
Dio un paso adelante, pero él la detuvo tomándola con suavidad del brazo. Todo vestigio de humor había desaparecido de su mirada y alargó la mano para pasarle la yema del dedo por la mejilla.
– Creo que hemos compartido algo bueno esta noche, Catherine.
Un hormigueo le recorrió la columna. ¿Cómo podía aquel hombre provocar en ella una reacción física tan fuerte simplemente con el roce de su tacto? A pesar de que habría deseado desesperadamente lo contrario, ya no podía seguir mintiéndose y negarse que aquel hombre le parecía irresistiblemente atractivo.
Ahora la única pregunta pendiente de respuesta era: ¿qué pensaba hacer al respecto?
Capítulo 12
La mujer moderna actual debe ser consciente de que no es ningún crimen ser egoísta cuando la ocasión lo requiere. En muchos aspectos de la vida, se espera de las mujeres, y en ocasiones se las fuerza a ello, que antepongan las necesidades y deseos de los demás a los propios. En muchos casos, tales sacrificios son admirables. En otros, sin embargo, son una temeridad. La mujer moderna actual debería tomarse el tiempo de mirarse al espejo y decirse: «Quiero esto, lo merezco, voy a tenerlo».
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
– ¿Hemos terminado ya, señor Stanton? -preguntó Spencer por tercera vez en el último cuarto de hora.
Agachado sobre el tosco suelo de madera de una parte poco utilizada de los establos, Andrew sonrió por encima del hombro. Spencer estaba de pie junto a una bala de heno con una escoba en la mano… por primera vez en su vida. Cuando, media hora antes, Andrew le había dado la herramienta, Spencer había mirado el mango de madera durante varios segundos como si fuera una serpiente, pero no tardó en imbuirse del espíritu de la tarea. La pátina de trabajo duro brillaba en el rostro del joven, como también el claro testimonio de su satisfacción por los frutos de sus esfuerzos.
– El suelo tiene buen aspecto -dijo Andrew-. Sólo tengo que clavar unos cuantos clavos más. Luego podremos empezar.
Mientras Andrew colocaba otro clavo en su sitio, Spencer se aclaró la garganta.
– Quiero darle las gracias por haber cuidado de mi madre como lo hizo después del disparo.
Andrew se volvió, concentrando en el niño toda su atención.
– Fue un placer, Spencer.
– Le habría dado antes las gracias, pero ella no me lo contó hasta ayer. -Bajó la mirada y arrancó una brizna de heno de la bala-. Cuando me lo contó, no sólo me enfadé con ella, sino también con usted por no habérmelo contado.
– No me tocaba a mí contártelo, Spencer. Y las intenciones de tu madre eran buenas. Todos intentamos proteger a nuestros seres queridos.
– Lo sé. Mamá y yo hablamos de ello. Ya no estoy enfadado. Me prometió no ocultarme ningún otro secreto.
– Bien. -Andrew se adelantó hasta la bala de heno y tendió la mano-. Espero que todavía seamos amigos.
Spencer levantó la cabeza con gesto brusco y su mirada seria encontró la de Andrew. Tendiendo él también la mano, estrechó la de Andrew con fuerza y asintió.
– Amigos. Pero… no más secretos.
La culpa sacudió a Andrew como una bofetada y se limitó a ofrecer una leve inclinación de cabeza como respuesta, resistiéndose a dar voz a tamaña falsedad. Toda su vida estaba basada en secretos. Y mentiras.
Soltó la mano del chiquillo y retrocedió para volver a coger el martillo.
– Terminaré esto para que podamos empezar -dijo. Enterrando el pesar que provocaba en él su falta de honradez ante la confianza de Spencer, puso un clavo en la madera y lo golpeó con toda la fuerza de sus frustraciones.
Diez minutos más tarde, Andrew completó la tarea y se levantó para supervisar su obra. Mientras Spencer había quitado el polvo y las telarañas, Andrew había clavado al suelo tres docenas de rectángulos de madera, de aproximadamente el tamaño de un ladrillo, formando un amplio círculo. Sí, funcionaría a la perfección.
– ¿Preparado? -preguntó.
– Sí. Y ansioso. -Señaló los bloques de madera con la barbilla-. Y ahora ¿quiere decirme qué son?
– Los hemos puesto para ayudarte a conservar el equilibrio durante nuestras lecciones pugilísticas. En cuanto te encuentres firmemente plantado sobre tus pies, no veo razón alguna para que no te desenvuelvas bien. Permíteme que te lo demuestre. Apoya el lado de tu pie débil a lo largo del madero y da un paso adelante con tu pie fuerte, manteniendo casi todo tu peso en la pierna adelantada.
En cuanto Spencer siguió sus indicaciones, Andrew dijo:
– Siempre que mantengas el peso hacia delante, la madera impedirá que tu pie izquierdo resbale, impidiéndote así caer hacia atrás.
Spencer flexionó despacio las rodillas varias veces y entonces una amplia sonrisa le iluminó la cara.
– Muy ingenioso, señor Stanton.
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