Catherine le miró sin salir de su asombro.
– ¿Me está diciendo que fue a casa de gente a la que no conoce a preguntar si podía comprarles las plantas de su jardín?
– Eso lo resume a la perfección. Todos se mostraron encantados de dejar que Spencer y yo nos lleváramos sus plantas para la «sorpresa de lady Catherine».
Cielos, al menos había tres docenas de plantas alrededor de los olmos.
– Se ha tomado muchas molestias.
– No llamaría molestia a hacer algo por usted.
Catherine volvió a bajar los ojos y, al ver lo que Andrew había hecho por ella, un torrente de ternura la embargó, inflamándole la garganta de emoción y haciendo asomar un velo de húmedo calor tras sus ojos. Volviendo a posar en él la mirada, le apretó la mano y pronunció la pura verdad:
– Ningún hombre ha hecho jamás por mí nada tan precioso y tan considerado.
«Ni romántico», canturreó su voz interior con un femenino suspiro. «Has olvidado añadir romántico.»
Andrew se llevó a los labios las manos entrelazadas de ambos y depositó un beso en la sensible piel de la cara interna de la muñeca de Catherine.
– Ya le he dicho que me gusta ser siempre el primero.
El contacto de su boca en su piel, las suaves palabras exhalando aliento, enviaron diminutas lenguas de fuego por su brazo. Andrew bajó entonces la mano de Catherine hasta pegarla contra su pecho, donde su corazón palpitó deprisa y con fuerza contra su palma. Casi tan deprisa y con tanta potencia como el de ella. Por la forma en que él la miraba. Por lo cerca que estaban el uno del otro. Y no sólo por lo que él había hecho, sino también por cómo lo había hecho.
– Las flores son aún más especiales porque ha incluido a Spencer en su sorpresa -dijo con voz queda-. Gracias.
– De nada.
Para mortificación de Catherine, la humedad que había asomado a sus ojos se desbordó y un par de lágrimas se deslizaron de sus ojos.
Los ojos de Andrew se abrieron con una expresión que sólo podría haber sido descrita como de pánico masculino.
– Llora usted.
Sus palabras sonaron tan horrorizadas y acusatorias que el sollozo contenido en la garganta de Catherine estalló en una carcajada.
– No es cierto.
– ¿Y cómo llama usted a esto? -Andrew atrapó una lágrima en la yema del dedo mientras su otra mano palpaba frenéticamente sus bolsillos, presumiblemente en busca de un pañuelo.
Ya más tranquila, gracias a Dios, Catherine hizo aparecer su propio pañuelo de encaje de su larga manga y se secó con él los ojos.
– ¿Sigue llorando?
– No estaba llorando.
– De nuevo necesitamos recurrir al diccionario. -Andrew alargó la mano y le cogió el pañuelo, secándole con suavidad las mejillas. Cuando terminó, ladeó la cabeza primero a la izquierda y luego a la derecha, mirándola atentamente-. Al parecer, ha dejado de llorar.
– No había empezado. Simplemente… he sufrido una inesperada erupción líquida de las pupilas. La mujer moderna actual no llora cuando un hombre le regala flores. Cielos, si fuera ese el caso, habría estado sumida en un estado de histerismo constante durante las últimas dos semanas.
Pronunció las palabras a modo de burla, pero en cuanto se oyó decirlas, fue consciente de que las que tenía ante sus ojos no eran unas flores cualquiera. Además, estaba empezando a resultar alarmantemente claro que el hombre que estaba de pie delante de ella no era un hombre cualquiera.
Andrew le devolvió el pañuelo, que ella volvió a meterse en la manga.
– Bien, considéreme entonces aliviado de que la… ejem… inesperada erupción de sus pupilas se haya corregido.
Ciertamente parecía aliviado, y Catherine tuvo que reprimir una sonrisa. Incluso en los momentos posteriores al disparo, él se había mostrado sereno y sosegado. Aún así, el espectáculo de unas lágrimas femeninas habían desarmado visiblemente a ese hombre, rasgo que a Catherine se le antojó absolutamente enternecedor.
Dios santo. Si es que ella no deseaba ni por asomo encontrar en él nada que resultara enternecedor. Ya era bastante malo que le pareciera un hombre dolorosamente atractivo. «Por cierto -intervino su voz interior-, ya va siendo hora de que pongas en acción tu plan.»
La Sonrisa del Ángel era tan perfecto como el belvedere, y Catherine no deseaba esperar más para que él la estrechara entre sus brazos. Para que la besara. Lo que, por algún motivo que ella desconocía, él todavía no había hecho. Deseó agarrarle de los hombros, sacudirlo y preguntarle qué demonios estaba esperando. En fin, había llegado la hora de pasar a la acción.
Dedicando a Andrew lo que, según esperaba, pasara por una sonrisa despreocupada, aunque no exenta de una ligera sombra seductora, dijo:
– Su generosidad y su consideración me hacen sentir aún más culpable por la apuesta que hicimos.
– ¿La apuesta?
– En relación a su lectura de la Guía femenina.
La expresión confusa de Andrew se disipó.
– Ah, sí, la apuesta. ¿Qué la hace sentirse culpable?
– Cuando hicimos la apuesta, acordamos un plazo de tres semanas. Desde entonces, hemos acordado los dos que usted estará en Little Longstone sólo una semana. Me temo que, dados los imperativos temporales y el hecho de que resultaría prácticamente imposible que se agencie un ejemplar de la Guía aquí, debemos renegociar los términos de la apuesta.
La expresión de Andrew se tornó pensativa y, retrocediendo dos pasos, apoyó la espalda contra el grueso tronco del olmo que tenía tras él y la observó atentamente.
– Si ya me es prácticamente imposible conseguir un ejemplar de la Guía aquí, en Little Longstone, en el plazo de una semana, no veo cómo podría haber podido cumplir con la tarea en tres semanas. Ni siquiera en tres meses. Lo cual me lleva a preguntarme si quizá me he dejado embaucar.
– En absoluto. Disponiendo de tres semanas, habría tenido tiempo suficiente para enviar un pedido a alguna librería de Londres para que le enviaran aquí un ejemplar. Eso en caso de que hubiera tenido realmente ganas de leerlo.
– Ah. Pero ahora sólo dispongo de una semana…
– Me temo que ha dejado de ser una opción viable -dijo Catherine, inyectando la nota justa de pesar a su voz. Sin embargo, su conciencia la llevó a preguntar-: Si aún dispusiera de tres semanas, ¿habría hecho un pedido a Londres?
– No.
Catherine logró hacer a duras penas que sus labios esbozaran una sonrisa triunfal. Perfecto. Andrew había mordido su anzuelo sin parpadear. Ahora, ya sólo tenía que recoger el hilo.
– Eso imaginaba -dijo, conservando una expresión seria-. Lo cual significa que…
– Nuestra apuesta queda cancelada. -Andrew asintió-. Sí, supongo que tiene usted razón.
Catherine clavó en él la mirada.
– ¿Cancelada? Eso no es lo que iba a decir.
– ¿Ah? ¿Y qué iba a decir entonces?
– Que he ganado yo.
Las cejas de Andrew se dispararon hacia arriba y se cruzó de brazos.
– ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión?
– Acaba de reconocer que no habría movido un sólo dedo para hacerse con un ejemplar de la Guía femenina en Londres, independientemente de la duración de su estancia en Little Longstone. Recordará que para que usted ganara la apuesta tenía que leer la Guía y entrar en una discusión sobre ella, algo que no puede hacer si no cuenta con un ejemplar, lo cual, según acaba de reconocer, no tiene intención de hacer, lo que, aunque estuviera en sus planes, ya no tiene tiempo de llevar a cabo. -Concluyó su discurso con un florido ademán y tomó una bocanada de aire que necesitaba desesperadamente. Luego ofreció a Andrew la más dulce de sus sonrisas-. Así pues, eso significa que la ganadora soy yo.
Andrew se quedó varios segundos en silencio, observándola con una expresión ligeramente divertida que hizo las delicias de Catherine. Excelente. Era evidente que lo había desconcertado. Su estrategia estaba funcionando a las mil maravillas. Y ahora, a por el último paso…
– ¿Admite usted su derrota? -preguntó.
– Diría que tengo poca elección.
El corazón de Catherine le dio un vuelco de anticipación.
– Como sin duda recordará, el ganador tiene derecho a cobrarse la deuda exigiendo un favor de su elección.
– Ah, sí. Ahora que lo menciona, lo recuerdo -reconoció, riéndose entre dientes-. Así que por eso quería oírme aceptar mi derrota en vez de dar por zanjada la apuesta. Supongo que me pasaré todo el día de mañana sacándole brillo a la plata.
Catherine dio un paso hacia él.
– No.
– ¿Desbrozando los rosales?
Otro paso.
– No.
– ¿Limpiando los establos?
Un paso más. Ahora apenas les separaba la distancia de un brazo. El corazón de Catherine palpitaba con tanta fuerza que sintió los latidos en los oídos.
– No.
La observadora mirada de Andrew se mantuvo firme en la de ella durante lo que pareció una eternidad, aunque sin duda no fueron más de diez segundos. Por fin, dijo con voz ronca:
– En ese caso, quizá deba decirme qué es lo que quiere, Catherine.
«Carpe Diem», la apremió su voz interior. Haciendo acopio de todo su valor, dio un paso más hacia delante. Su cuerpo rozó el de Andrew, cuya masculina esencia llenó su cabeza. Animada al verle tomar aliento con gesto brusco, posó las palmas de las manos sobre su pecho y le miró directamente a los ojos.
– Quiero que me haga el amor.
Capítulo 14
La mujer moderna actual debería procurar adquirir cierto nivel de experiencia sexual. La mujer versada en las delicias de la alcoba puede confiar en que su amante no perderá interés en ella y buscará así compañía en otra parte.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Andrew se quedó totalmente inmóvil, dejando que su mente y su cuerpo asimilaran del todo el asombroso impacto que las palabras y actos de Catherine le habían producido. Catherine de pie ante él con los ojos brillantes de deseo, las manos posadas sobre su pecho y su lujurioso cuerpo pegado al suyo. El nebuloso timbre de su voz al susurrar aquella sentencia con la que a punto había estado de detenerle el corazón. «Quiero que me haga el amor.»
Y es que, a pesar de las innumerables veces que había fantaseado con oírla pronunciar esas palabras, nada le había preparado para la realidad. El corazón le latía con tanta fuerza contra las costillas que no le habría sorprendido si ella hubiera dicho: «¿Qué demonios es ese fragor de tambores?».
Aun así, bajo las capas de alegría, deseo y necesidad, parpadeaba una única y diminuta vela de descontento. Sí, Andrew deseaba desesperadamente hacer el amor con Catherine, pero quería mucho más que eso. Dada la manifiesta aversión de ella hacia el matrimonio y su fe en los preceptos expresados en la Guía femenina, uno de los cuales animaba a «las mujeres de cierta edad» a no mantenerse célibes, estaba claro que ella sólo deseaba una aventura. Si él la rechazaba, ¿recurriría ella a otro? Imaginarla pidiendo a otro hombre que le hiciera el amor hizo que se le tensara la mandíbula.
Y no es que tuviera la menor intención de rechazarla.
Catherine se movió contra él y el cuerpo de Andrew se tensó por entero. Sí, quería mucho más de ella, pero por el momento eso sería suficiente.
La incertidumbre asomó a los ojos de Catherine y Andrew fue consciente de que había guardado silencio durante demasiado tiempo y de que ella creía que su silencio apuntaba a un rechazo. Las palabras y las emociones que había reprimido durante lo que se le antojaba una eternidad se inflamaron de pronto, atragantándolo y haciéndole imposible hablar. Aunque eso apenas importaba, pues era incapaz de pronunciar una frase coherente. Sólo una palabra reverberaba en su cabeza, un mantra de lo único que deseaba, de lo único que había deseado desde el momento en que había puesto sus ojos en ella. «Catherine. Catherine. Catherine.»
Ella leyó claramente el infierno de deseo que él sabía que ardía en sus ojos porque la incertidumbre se desvaneció de la mirada de Catherine y sus labios se despegaron. Pasándole un brazo por la cintura, Andrew la atrajo hacia él mientras le acariciaba la espalda con la otra mano hasta que sus dedos alcanzaron su suave y recogida melena. Bajó la cabeza al tiempo que ella se ponía de puntillas.
En cuanto los labios de ambos se encontraron, Andrew se perdió. En el dulce y seductor sabor de ella. En la increíble sensación del cuerpo de ella pegado al suyo. En su delicado aroma a flores. En la deliciosa fricción de su lengua contra la de él. En el erótico sonido de su gemido de placer.
Las necesidades y deseos hasta entonces no respondidos, durante tanto tiempo insatisfechos, le azuzaron como afiladas espuelas. Separando las piernas, la atrajo aún más hacia él, pegándola contra la V que dibujaban sus muslos. Su erección tensó la tela de sus ceñidos pantalones y maldijo la barrera de ropa que les separaba. Otro suave gemido rugió en la garganta de Catherine, que se frotó contra él, deshaciéndose de una capa más de un control que desaparecería rápidamente.
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