Mientras sus labios y su lengua exploraban las aterciopeladas delicias de la boca de Catherine, posó una mano en su seno mientras deslizaba la otra por su espalda hasta abarcar con ella su redondeado trasero. Catherine jadeó y dejó caer atrás la cabeza, presentándole la delicada y vulnerable curva de su cuello, una delicadeza de la que él no dudó en disfrutar de forma instantánea.

Catherine se pegó más a él, deseosa por sentir su cuerpo duro y excitado. Cerró los ojos y se agarró a sus anchos hombros en un esfuerzo por no ceder a la tormenta de sensaciones que la golpeaban. Los labios y la lengua de Andrew trazaron un sendero de fuego por su cuello, avivando las llamas que ya la consumían. Una mano fuerte palpó su seno por encima de la tela del vestido, apretándole el pezón y lanzando calambres de afilado deseo hasta su entrepierna mientras que con la otra le masajeaba las nalgas con un movimiento lento e hipnótico que arrancó un prolongado y ardiente gemido de su garganta. Sintió inflamada, pesada y húmeda la femenina carne que abrigaban sus piernas, y una desesperación cada vez mayor la recorrió.

Andrew levantó la cabeza y un gemido de protesta vibró en la garganta de Catherine.

– Aquí no -susurró él con la respiración tan entrecortada como la de ella-. Así no.

El corazón de Catherine tropezó consigo mismo al ver la desnuda avidez en los ojos de él. Ante las oleadas de deseo que emanaban de aquel hombre. Andrew parecía querer devorarla y todo lo que en ella había de femenino se estremeció ante la idea.

– Mereces más que un simple revolcón contra un árbol, Catherine.

Que Dios la asistiera, pero un rápido revolcón contra un árbol -de hecho cualquier cosa con la que poder aliviar el dulce dolor que la aprisionaba- le sonaba a promesa celestial. Aunque él tenía razón. No era el lugar apropiado.

Cuando estaba a punto de tomarle de la mano y llevarle al belvedere fue él quien la cogió de la mano y la condujo en esa dirección.

– Ven -dijo con la voz convertida en un excitado rugido. Catherine echó a caminar a su lado mientras la excitación y la anticipación la recorrían por entero.

– ¿Adonde vamos?

– Al belvedere. Está más cerca que la casa. Y es más íntimo.

– ¿Cómo conoces el belvedere?

– Lo encontré mientras montaba a Afrodita.

Catherine se alegró de que la oscuridad ocultara la sonrisa de satisfacción que asomó a sus labios. No sólo terminarían en el belvedere, sino que él pensaría que terminar allí había sido fruto de su inteligente idea. ¿No se sentiría satisfecho al descubrir en cuanto llegaran que el belvedere no estaba totalmente vacío, sino que contenía las provisiones que ella había sacado a hurtadillas de la casa y que había dejado allí horas antes, esa misma tarde? Lo cierto era que habría deseado llevar aún más provisiones y convertir el espacio en un refugio acogedor, pero no quería arriesgarse a que alguien la descubriera saliendo de la casa cargada con algo más que con una simple cesta. Eso habría llevado a preguntas que no deseaba responder. Al fin y al cabo, no podía simplemente decir que estaba preparando el belvedere para una cita. Y, aunque el marco era claramente rústico, según la Guía femenina, contaba con todo lo necesario para una noche memorable: una confortable manta, una botella de vino, un trozo de queso, y… Andrew y ella.

Giraron una esquina en el sendero y el belvedere apareció a la vista. Arrellanado en un pequeño claro, la blanca estructura octogonal con su techo abovedado brillaba a la luz de la luna de modo que la vieja y desconchada pintura no se apreciaba desde la distancia. Catherine siempre había deseado restaurar el belvedere, pero nunca había encontrado el momento.

Los pasos de Andrew aminoraron el ritmo al acercarse a la estructura y Catherine dio gracias por las firmes persianas de madera que cubrían los altos ventanales del belvedere, pues les proporcionarían un íntimo refugio de intimidad.

Una nube oscureció la luna y Catherine bajó la mirada, concentrándola en sus pies para no tropezar con alguna rama o piedra. La mano de Andrew apretó la suya, una promesa silenciosa de que no la dejaría caer.

Cuando llegaron a la puerta, él hizo girar el pomo de bronce y empujó lentamente el pesado panel de roble hacia dentro.

– La puerta rechina espantosamente… -empezó ella, pero sus palabras se apagaron hasta fundirse en la nada misma. La puerta no rechinó en absoluto mientras se abría de par en par para revelar el interior del belvedere.

Catherine soltó un jadeo y, llevándose las manos al pecho, se quedó boquiabierta y absolutamente perpleja. El acogedor interior del belvedere estaba suavemente iluminado por la parpadeante luz de media docena de lámparas huracán colocadas en semicírculo alrededor del perímetro del suelo. Inspiró, percibiendo la delicada esencia a flores, y vio que una manta de pétalos de rosa cubría el suelo de madera, prestando belleza y fragancia a la pequeña habitación.

La manta de viaje que ella había sacado de la casa a hurtadillas estaba dispuesta en el centro de una sala que de otro modo habría estado completamente desnuda. Dos enormes almohadas, una marrón y la otra de color azul oscuro, estaban colocadas en un extremo de la manta. A un lado había una bandeja de plata, y sobre ella una botella de vino, dos copas, un cuenco con fresas y el pedazo de queso que ella había robado de la cocina.

Como presa de un trance, entró en la habitación y giró lentamente sobre sus talones. Un suave chasquido resonó a su espalda, en el que reconoció el sonido de la puerta al cerrarse. Luego oyó a Andrew acercarse tras ella. Unos brazos fuertes le rodearon la cintura desde atrás, pegando su cuerpo al suyo con suavidad. Ella posó sus manos sobre las de él e inspiró la seductora sensación de tenerlo pegado a ella, cautivada y conmovida por el romántico escondite que él había creado.

– ¿Cuándo has hecho esto? -preguntó en un susurro, temerosa de alzar demasiado la voz y romper así la magia del ambiente.

– Justo antes de la cena. -Los labios de Andrew le rozaron la sien al hablar mientras su cálido aliento le acariciaba la oreja, provocándole un delicioso hormigueo columna abajo-. Me quedé muy sorprendido, y encantado, cuando encontré la cesta con las cosas que obviamente tú habías dejado aquí. ¿Y tú? ¿Estás satisfecha?

Los ojos de Catherine se cerraron y soltó un prolongado y femenino suspiro. Luego se volvió, todavía entre sus brazos, y acunó las mejillas suavemente afeitadas de Andrew entre las palmas de las manos.

– Has dedicado mucho tiempo, esfuerzo y dinero para plantar mis flores favoritas y crear un lugar íntimo y romántico para los dos. Sí, Andrew. Estoy encantada. Y conmovida. Y halagada. Esta noche tenía la intención de ser yo quien te sedujera ti y, heme aquí, totalmente seducida.

– He empezado la noche esperando cortejarte y, heme aquí, totalmente seducido.

El calor la recorrió hasta los dedos de los pies.

– Encaramos la noche con objetivos distintos y henos aquí, con los mismos resultados. Aunque me pregunto cómo es posible algo así, pues todavía tengo que intentar seducirte.

Andrew volvió la cabeza y depositó un beso abrasador en la palma de su mano.

– Si eso es cierto, que Dios me ayude cuando hagas el menor esfuerzo por lograrlo. Pero no temas. Lo has conseguido plenamente sin el menor esfuerzo.

– ¿En serio? ¿Qué es lo que he hecho?

Dios era testigo de que si deseaba saberlo era para volver a hacerlo.

Con la mirada firmemente clavada en la de ella, Andrew la tomó de la mano, le dio otro beso en la palma y luego con la lengua le rozó la piel. Catherine contuvo el aliento y sus ojos se abrieron como platos.

– Eso -susurró Andrew-. La forma en que reaccionas cuando te toco. Tu forma de contener el aliento y el calor que parpadea en tus ojos. Muy seductor. Y esto… -La estrechó entre sus brazos, se inclinó hacia delante y le acarició el lóbulo de la oreja con la lengua. La recorrió un escalofrío-. Tu forma de temblar cuando algo te resulta placentero. Y esto… -Sus labios se deslizaron por su mandíbula antes de que su boca se posara en la de ella y le diera un suave beso burlón que la dejó con la cara levantada, pidiendo más-. La sensación de tu boca contra la mía. Tu forma de querer más, como yo.

Andrew levantó la mano y, muy despacio, fue quitándole las horquillas del cabello.

– La sensación de tener tu pelo entre mis dedos. -Catherine sintió deshacerse el moño que le recogía el cabello, que le cayó sobre la espalda y le cubrió los hombros. Tras coger un puñado de largos y sueltos rizos en la mano, Andrew hundió la cara en ellos-. El aroma a flores que desprenden tu pelo y tu piel. Ah, sí, y también está tu piel…

Le apartó los cabellos del hombro y deslizó lentamente las yemas de los dedos por el cuello de Catherine.

– La pálida perfección. La aterciopelada textura. La seductora fragancia… ese embriagador atisbo de esencia floral que me lleva a desear no alejarme a más de un centímetro de ti para no tomar una sola bocanada de aire que no contenga tu aroma. -Bajó la cabeza y rozó con su boca el sensible punto de encuentro entre su hombro y su cuello-. Seducción en estado puro.

Los dedos de Catherine se cerraron contra la chaqueta de él y un sordo rugido de placer tembló en su garganta.

– El sonido que sale de ti cuando estás excitada -dijo Andrew, cuyas palabras vibraron contra la piel de ella- es una de las cosas más seductoras que he oído en mi vida.

– ¿«Una de»? -preguntó Catherine con una voz desprovista de aliento que apenas reconoció-. ¿Qué es lo más seductor que has oído en tu vida?

Andrew levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos.

– Tu voz. Pidiéndome que te haga el amor.

El calor colmó las mejillas de Catherine.

– Nunca antes había pronunciado esas palabras.

– Una entre tus innumerables formas de seducirme, Catherine. Ya sabes cuánto me gusta ser el primero.

– En ese caso será mejor que te prepares, porque tengo la sensación de que esta noche voy a experimentar muchas cosas por primera vez.

– También yo.

Los ojos de Catherine se dilataron ligeramente.

– ¿Te refieres a que nunca has…?

– No, no estoy diciendo que nunca he estado con una mujer, aunque hace… un tiempo. Pero nunca he estado con ninguna mujer a la que deseara tanto, ni con ninguna a la que deseara satisfacer de este modo. Ni tampoco con ninguna que me complaciera tanto.

Catherine tragó saliva, segura de que sus manos agarradas a los hombros de Andrew eran lo único que le impedían deslizarse al suelo y quedar hecha un tembloroso amasijo.

– Espero complacerte, Andrew. Lo deseo, aunque…

Él la hizo callar poniéndole los dedos en los labios.

– Lo harás, Catherine. No lo dudes ni por un segundo.

Su expresión dejaba bien claro que estaba convencido de ello, aunque de pronto la asaltó una chispa de inseguridad y de duda en sí misma y, antes de poder contenerse, dio voz a la dolorosa verdad.

– Me temo que no puedo evitarlo. Mi marido me encontraba… menos que atractiva. Nunca me tocó después del nacimiento de Spencer. A pesar de haber estado casada durante diez años y de haber tenido un hijo, me temo que soy lamentablemente inexperta. -Su mirada buscó los ojos de Andrew-. ¿Cómo puedes estar tan seguro de que te complaceré?

– Como te he dicho, hay cosas que simplemente sé, Catherine. Tú y yo vamos a hacer el amor maravillosamente juntos. En cuanto a tu inexperiencia… -Dio un paso atrás y abrió los brazos-. Practica todo lo que quieras. Estoy a tu disposición.

El corazón de Catherine le golpeó en el pecho al oír la invitación de voz ronca, tan preñada de posibilidades sexuales.

– No seas tímida -dijo Andrew con suavidad-. Ni vergonzosa. Estamos solos tú y yo, Catherine. La única persona que hay en esta habitación además de ti es un hombre que no desea nada más que complacer todos tus deseos y hacerte feliz. Dime cómo hacerlo. Dime lo que quieres.

A la mente de Catherine asomaron las palabras de la Guía femenina: «En caso de que la mujer moderna actual sea tan afortunada de ser blanco de la pregunta "¿Qué deseas", esperemos que responda sinceramente». Se humedeció los labios y a continuación dejó descender lentamente su mirada, para volver a subirla por su largo y musculoso cuerpo. Cuando los ojos de ambos volvieron a encontrarse, dijo simplemente la verdad.

– Haces que desee tantas cosas que no estoy segura de por dónde empezar.

– ¿Por qué no empiezas por quitarme la chaqueta?

Catherine le vio sacudirse la tela azul marino de los hombros y de pronto supo exactamente por dónde empezar. Dando un paso adelante, le cogió del puño.

– Quiero hacerlo.

Andrew se quedó inmóvil, observándola, y por primera vez en su vida, Catherine le quitó una prenda de ropa a un hombre. El simple hecho de deslizar despacio la tela por sus brazos la embriagó. Cuando terminó, se quedó con la prenda, que todavía conservaba el calor del cuerpo de Andrew, contra su pecho. Sus párpados se cerraron y agachó la cabeza para aspirar su olor.