– Gracias. El viaje será más rápido si viajo a caballo que si lo hago en coche. Haré todo lo posible por regresar a primera hora de la noche, pero quizá tarde más.

– Entiendo. ¿Vendrás a encontrarte conmigo… mañana por la noche?

– ¿Dónde y cuándo?

Catherine lo pensó durante un instante.

– A medianoche. En los manantiales. Quiero…

Acunó su rostro entre las manos al tiempo que sus ojos buscaron los de ella.

– Dime lo que quieres.

– Quiero que me hagas el amor en las aguas calientes.

Algo parecido al miedo, aunque sin duda nada tenía que ver con él, parpadeó en los ojos de Andrew, pero se desvaneció tan rápido que Catherine decidió que debía haberse equivocado. Él le acarició la boca con un suave beso.

– Será para mí un gran placer satisfacer tu deseo, Catherine.

Las palabras de Andrew le acariciaron los labios de ella, disparando el deseo a sus entrañas.

– Mañana por la noche, en los manantiales, a medianoche -murmuró con un jadeante susurro. Se sintió bañada en una oleada de pasión, de deseo y de lujuria… todo ello tan nuevo, todo tan largamente negado-. Andrew… no quiero esperar a mañana por la noche.

Él levantó la cabeza y el infierno que ardía en sus ojos la redujo a cenizas.

– Ten cuidado con lo que deseas, Catherine, porque estás a tan sólo segundos de distancia de…

– ¿De que me lleven por el mal camino? -Retrocediendo y retirándose así de su abrazo, desató el lazo que ataba su camisón y se sacudió el satén de los hombros, que fue a formar un suave montón a sus pies.

Andrew observó deslizarse el camisón sobre su cuerpo, dejándola desnuda. Tensó entonces el cuerpo, colmándola de una embriagadora sensación de poder y satisfacción femeninas.

– ¿Llevada por el mal camino? -repitió él en voz baja y dando un paso hacia ella-. Humm. Sí, esa es definitivamente una posibilidad.

– ¿Sólo una posibilidad? -Catherine chasqueó la lengua y retrocedió de nuevo un paso, luego otro, hasta apoyar la espalda contra la pared-. Qué… desilusión.

Andrew borró la distancia que los separaba con una zancada y pegó las manos a la pared, una a cada lado de ella, encerrándola entre el paréntesis de sus brazos. Su ardiente mirada la recorrió mientras un músculo palpitaba en su mandíbula y el aliento de Catherine se entrecortaba.

– ¿Es eso lo que quieres, Catherine? ¿Qué te lleve por el mal camino?

– No estoy segura de saber exactamente lo que eso implica, aunque suena… seductor.

– Estaría encantado de mostrártelo.

Catherine apoyó las manos en el pecho de Andrew, envalentonada aún más por el apresurado palpitar de su corazón contra sus palmas. Todo su cuerpo se aceleró, anticipando el contacto con el cuerpo de él.

– Excelente. No veo el momento de disfrutar de una despedida decente.

– Mi querida Catherine, nada hay de decente en la despedida que estás a punto de recibir.

La boca de Andrew cubrió la suya con un beso abrasador y devorador. Ella deslizó las manos en su chaqueta para acariciarle la espalda, presa de una desesperada y abrumadora necesidad de tocar y de ser tocada por todas partes al mismo tiempo. Con un entrecortado gemido, él intensificó aún más su beso, hundiéndole la lengua y acariciándola con ella al tiempo que llenaba sus manos con sus ávidos pechos mientras sus dedos jugueteaban con sus sensibles pezones, que pedían más y más. Los labios de Andrew abandonaron entonces su boca, recorrieron su mandíbula con besos ardientes y abrasadores, siguiendo por el cuello para pasar después a sus senos. Con la lengua dibujó enloquecedores remolinos alrededor de sus erectos pezones antes de llevarse cada uno de los duros capullos al aterciopelado calor de su boca. Catherine arqueó la espalda, presa de una silenciosa súplica en la que le pedía que siguiera saboreándola más, y él la complació mientras ella entrelazaba sus dedos entre los abundantes y sedosos cabellos de Andrew.

Se retorció contra él y, como respuesta, Andrew cayó de rodillas, trazando con la boca abierta un reguero de besos por su estómago. Los músculos de Catherine temblaron cuando él saboreó la hendidura de su ombligo. Tomó aire, llenándose la cabeza de un erótico aroma en el que reconoció su propio almizcle femenino combinado con el sándalo de Andrew.

– Separa las piernas para mí, Catherine -le pidió Andrew con un ronco rugido al tiempo que sus palabras vibraban contra su estómago.

Con la sensación de estar ardiendo de dentro hacia fuera, Catherine obedeció y él la recompensó acariciando los inflamados y húmedos pliegues ocultos entre sus muslos. Un jadeo, al que siguió un largo ronroneo de placer, resonó en su garganta, y tuvo que aferrarse entonces a los hombros de él.

Andrew pegó los labios a la sensible piel situada justo debajo de su ombligo y entonces sus labios fueron deslizándose más y más abajo, hasta que su lengua la acarició como acababan de hacerlo sus dedos.

Unas asombrosas e increíbles sensaciones la recorrieron por entero. Catherine cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared, inflamada más allá de toda cordura mientras él le envolvía las nalgas con las palmas de las manos y le hacía el amor con los labios y la lengua hasta que ella creyó volverse loca de placer. El clímax rugió por todo su cuerpo entre destellos de un fuego abrasador, arrastrando con él un áspero chillido de sus labios.

Cuando sus espasmos apenas habían tocado a su fin, Andrew se levantó y rápidamente la llevó a la cama, donde la depositó sobre el cubrecama. Todavía presa de algunas oleadas de exquisitos temblores, Catherine tendió los brazos, invitándole en silencio a acercarse a ella, desesperada por sentir su delicioso peso, la embestida de su erección dentro de ella. Los cinco segundos que Andrew necesitó para liberar la erección de sus pantalones se le antojaron a Catherine una eternidad. Se tumbó encima de ella, acomodándose entre sus muslos separados y la penetró con una larga y suave embestida que a punto estuvo de detenerle el corazón.

Las miradas de ambos se encontraron y, con cada matiz de su intensa expresión visible en la suave luz del sol que se filtraba por las cortinas, Andrew fue moviéndose lentamente dentro de ella, penetrándola hasta el fondo para retirarse casi completamente de su cuerpo y hundirse en ella de nuevo hasta lo más hondo. Las manos de Catherine erraron inquietantemente por su espalda hasta descansar sobre sus hombros. Andrew intensificó el ritmo de sus embestidas y ella gimió, saliendo a su encuentro, aceptando, saboreando cada acometida. Arqueó la espalda y el placer la abrumó de nuevo. Un gemido masculino, que sonó como si se desgarrara de la garganta de Andrew, resonó en la estancia. Hundió la cabeza, en el hueco del hombro de Catherine y se estremeció, aliviándose, murmurando su nombre una y otra vez como una oración.

Respirando pesadamente, Andrew rodó a un lado, llevándola con él, y cerró los ojos, luchando por recobrar el control. Demonios, esa mujer y la forma en que hacían el amor le dejaban vencido. Vulnerable. Más desnudo y expuesto de lo que se había sentido en toda su vida. ¿Cómo iba a soportarlo si ella no correspondía a sus sentimientos? ¿Si no deseaba que formara parte permanente de su vida? Catherine sentía algo por él, de eso no le cabía duda. Pero ¿sería suficiente?

Cuando el mundo volvió a recuperar su cordura, Andrew se echó hacia atrás y apartó el pelo enmarañado del rostro arrebolado de Catherine. Ella mantuvo los ojos abiertos con obvio esfuerzo y él tragó un gemido de deseo al ver el soñoliento y lánguido fuego latente en las marrones profundidades doradas de ella. Sin duda había algo que tendría que decirle. Dios bien sabía que tenía el corazón a punto de estallarle con todo lo que sentía por ella. Pero temía decir demasiado. Le preocupaba que si hablaba, no sería capaz de detenerse hasta confesarle que era dueña de su corazón. Que le había pertenecido desde mucho antes de lo que ella era consciente. Y que siempre sería suyo. Aun así, sabía también que no sería capaz de reprimir las palabras durante mucho tiempo más. Pronto ella lo sabría. Y rezó a Dios para que contárselo no le costara lo que compartían en ese instante. Porque, por muy milagroso que fuera, tener el cuerpo de Catherine no era suficiente.

Durante varios segundos ella no dijo nada. Simplemente le miró con una expresión aparentemente consternada. Y confusa. Luego, su expresión se aclaró y una diminuta sonrisa elevó una de las comisuras de sus labios, persuadiéndole para poder tocarle los labios.

– Oh, Dios -suspiró-. Acabo de añadir algo a mi lista de primeras veces. Ha sido la primera vez que me llevan por el mal camino. Espero que no sea la última.

– Estaré encantado de complacerte siempre que lo desees, señora mía. No tienes más que pedírmelo.

– No sabes cuánto he disfrutado de mi decente despedida, Andrew.

Éste le depositó un beso en la punta de la nariz.

– Eso se debe a que ha sido tu indecente despedida. Y si has disfrutado de ello, estoy seguro de que te gustara aún más el decente, o más bien indecente, saludo de mañana por la noche.

– Oh, cielos. ¿Qué significa eso?

– No puedo decírtelo. Es una sorpresa. -Y cuando ella pareció a punto de discutir, él añadió-: ¿Tengo que ir a buscar el diccionario?

– No. -Catherine inclinó la barbilla, fingiendo elevar la nariz al aire-. Por lo tanto, no pienso hablarte de la sorpresa que he planeado.

– ¿Una sorpresa? ¿Para mí?

– Quizá -dijo airadamente.

– ¿De qué se trata?

– ¡Ja! ¿Quién necesita ahora el diccionario?

– ¿Y si me das una pista? ¿Sólo una pequeñita? -preguntó, juntando el pulgar y el índice.

Un delicioso sonido que sólo podía describirse como una risilla burbujeó entre los labios de Catherine.

– Ni hablar.

Inclinándose hacia delante, Andrew acarició con la lengua la delicada concha de su oreja.

– Por favor.

– Ooh. Bueno, quizá… no. Ni hablar.

– Ah, una mujer con gran fuerza de voluntad -murmuró Andrew, deslizando con suavidad los dedos por el centro de su columna hacia la cintura.

– Como debe serlo la mujer moderna actual.

– Sin embargo, la mujer moderna actual también sabe que es aconsejable dejar una indeleble impresión en la mente de su caballero para que él no pueda llegar en ningún caso a hacerla desaparecer de sus pensamientos. Dándome una minúscula pista sobre la naturaleza de tu sorpresa sin duda saciaría mi apetito y garantizaría que permanecieras en mi mente mientras estoy lejos de ti.

Catherine se quedó totalmente inmóvil, a excepción de sus ojos, que se entrecerraron.

– ¿Qué has dicho?

– Que dándome una pista…

– Antes de eso.

Andrew frunció el ceño y reflexionó durante varios segundos.

– Creo haber dicho: «La mujer moderna actual también sabe que es aconsejable dejar una indeleble impresión en la mente de su caballero para que él no pueda llegar en ningún caso a hacerla desaparecer de sus pensamientos». ¿A eso te refieres?

– Sí. -Los ojos de Catherine se entrecerraron aún más-. ¿Dónde has aprendido eso?

– Lo he sacado de la Guía femenina, naturalmente.

Tuvo que apretar los dientes para mantener el rostro serio ante la expresión pasmada de Catherine.

– ¿Y cómo diantres sabes tú lo que está escrito en la Guía femenina?

– Aunque cueste creerlo, querida mía, la gente a menudo aprende cosas leyendo.

– No irás a decirme que has leído la Guía.

– Muy bien. En ese caso no te lo diré, aunque para mí es un misterio por qué quieres que te mienta.

– ¿Has leído la Guía?

– Palabra por palabra. De principio a fin.

– ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?

– Qué naturaleza tan inquisitiva. Déjame ver. En cuanto al cuándo, anteanoche… antes de nuestro encuentro en los manantiales. En cuanto al dónde, en mi habitación. Y para responderte al cómo, compré un ejemplar la mañana en que salimos de Londres. La conversación que mantuvimos en la fiesta de tu padre me dejó intrigado y decidí leer el volumen para ver a qué venía tanto revuelo. Y debo confesar que en cierto modo me vi abocado a ello por el hecho de que parecieras tan convencida de que no leería tales tonterías.

– Esa fue tu descripción, no la mía.

– ¿Ah, sí? Bien, pues debo entonces retractarme.

– ¿Y eso qué quiere decir exactamente?

– Que la Guía, me ha parecido muy… informativa. Y bien escrita.

La satisfacción pagada de sí misma que asomó a los ojos de Catherine resultó inconfundible.

– Creo que ya te lo mencioné en su momento.

– Así es. Cierto es que defendiste el libro y al autor con la clase de acérrima lealtad que la madre tigresa muestra con sus cachorros.

El carmesí tiñó las mejillas de Catherine, quien en ese instante apartó la mirada. Andrew acarició con la yema del pulgar las mejillas bañadas de un intenso color.