– No me cabe duda de que entiendes por qué el libro está causando tanto escándalo.

El arrebol de Catherine no hizo sino pronunciarse.

– Sí, aunque estoy convencida de que la información que proporciona a las mujeres es mucho mayor que cualquiera de esas sensibilidades heridas. Charles Brightmore debería ser ensalzado por lo que ha hecho.

– De nuevo vuelves a defenderle a ultranza. Casi como si… le conocieras.

Catherine apretó los labios y a continuación se desembarazó de su abrazo. Él la soltó, viéndola salir de la cama y volver a ponerse la ropa, deslizando los brazos en las mangas de seda. Tras anudarse el cinturón alrededor de la cintura, se volvió a mirarle con los ojos preñados de emoción contenida.

– Le defiendo porque Dios sabe que ojalá hubiera tenido acceso a la información que aparece en la Guía antes de casarme. O en cualquier momento durante los primeros días de mi matrimonio. Llegué al matrimonio sin saber nada en absoluto sobre qué hacer ni qué esperar. No sabía que las mujeres podían experimentar placer durante el acto amoroso. No tenía ni idea de que el acto amoroso implicara más que unos cuantos minutos en una habitación a oscuras con mi camisón levantado por encima de la cintura. No sabía que el calor que empezaba a sentir durante esos escasos minutos podía, de ser adecuadamente atendida, convertirse en un llameante infierno que abrasaba todo a su paso. No sabía que fuera capaz de la clase de lujuria y avidez que siempre había asociado a los hombres. Charles Brightmore me enseñó todas esas cosas y algunas más. Me enseñó y me animó a permitirme sentir esas cosas. Y también a reaccionar ante ellas.

– Entiendo. ¿Sabes?, he oído algunos rumores que apuntan a que de hecho Brightmore puede ser una mujer -comentó despreocupadamente, observándola con atención.

– ¿Ah, sí? ¿Dónde has oído eso?

Andrew se levantó y se arregló la ropa mientras hablaba.

– Hace muy poco. De hecho, en la fiesta de cumpleaños de tu padre. Personalmente, me resulta intrigante y perfectamente posible. Brightmore hace gala de una comprensión de la mujer que jamás he visto en ningún hombre, independientemente de lo sofisticado o mundano que sea. -Sonrió-. Por si no has reparado en ello, las mujeres son notoriamente difíciles de comprender y Brightmore no parece sufrir la misma confusión que el resto de nosotros, que no somos más que unos pobres hombres.

– Obviamente está muy versado en las cosas de las mujeres.

– Obviamente. Aun así, me gustaría saber cómo ha llegado a adquirir un conocimiento tan exhaustivo.

– Haciéndose eco de numerosas intimidades, imagino que como las que tú y yo hemos compartido recientemente -dijo, avanzando hacia él hasta que casi se tocaron. Le puso las manos en el abdomen. Sin embargo, y aunque Andrew recibió con agrado el gesto, tenía la innegable sospecha de que Catherine estaba intentando distraerle. Pero, considerando que Catherine era tan acusadamente enloquecedora, dejó a un lado su recelo.

– Quizá -admitió-. Naturalmente, eres consciente de que esto significa ahora que yo soy el ganador de nuestra apuesta.

Catherine arqueó una ceja.

– ¿Ah, sí? ¿Te refieres a la misma apuesta que anoche me indujiste a creer que había ganado yo?

– Permíteme que difiera. Si mal no recuerdo, insististe, y muy enfáticamente, en que habías ganado. Y yo, en mi ánimo de ser un caballero, simplemente preferí no discutir contigo.

Andrew reprimió una sonrisa ante el bufido de Catherine.

– ¿Que preferiste no discutir conmigo? Vaya, eso sí es una novedad.

– Me pareció la elección más sabia y quería saber cuál era el pago que deseabas. Créeme si te digo que me encantó descubrir que tu deseo era un reflejo casi idéntico al mío.

– Sin embargo, ahora soy yo la que te debo el pago de la apuesta.

– Eso me temo.

– ¿Y cuál es tu deseo?

Los dedos de Andrew masajearon la flexible cintura de Catherine.

– Tantas cosas… que haría falta un gran período de reflexión para decidirme sólo por una. -Deslizó las palmas de las manos hacia abajo, sobre sus caderas-. ¿Qué es esto? -preguntó, tocando un bulto pequeño y duro junto a la cadera.

Tras un breve titubeo, Catherine metió la mano en el bolsillo de su bata y sacó un anillo que sostuvo a la luz. Brillaron prismas de diamantinos destellos, rebotando entre las paredes, el suelo y el techo como si hubiera lanzado mil estrellas al cielo.

– Mi anillo de bodas -dijo.

Unos celos irrazonables y ridículos abofetearon a Andrew al ver el símbolo físico del derecho de propiedad que su marido había ejercido sobre ella. Aunque tenía un profundo conocimiento sobre gemas, no era necesario ser un experto para ver que las piedras eran exquisitas. Forzando la voz para mantenerla neutral, dijo:

– Nunca te he visto llevarlo. ¿Por qué estaba en el bolsillo?

– No lo llevo. Simplemente lo miraba. Cuando oí que alguien llamaba a la puerta, me lo metí en el bolsillo y lo olvidé. -Le dio el anillo a Andrew-. ¿Qué te parece?

Andrew lo estudió con suma atención.

– Individualmente, las piedras son hermosas, incluso las más pequeñas. Sin embargo, me sorprende que hayas escogido un anillo como éste.

– ¿Porqué?

Se lo devolvió, pues no deseaba seguir tocándolo.

– Es sólo que no parece ir contigo. «Porque no te lo he regalado yo.» Me resulta un poco exagerado para tu delicada mano. Aunque supongo que no existe ninguna joya demasiado grande.

– De hecho, creo que en eso te equivocas. Y aunque apuesto a que para mucha gente el anillo debe de resultar precioso, yo lo odio. Siempre lo odié.

Él la observó atentamente.

– ¿Porqué?

– Lo creas o no, no me llaman demasiado la atención los diamantes. Los encuentro incoloros y fríos. A pesar de ser perfectamente consciente de eso, Bertrand me regaló este anillo, no porque creyera que a mí me gustaría, sino porque era el anillo que él deseaba que yo llevara. No importaba lo que yo quisiera ni lo que me gustara. Desafortunadamente, en el momento en que me lo regaló yo era demasiado inocente para verlo como un anuncio de lo que vendría.

– ¿Y qué es lo que te habría gustado a ti?

– Cualquier otra cosa excepto un diamante. Una esmeralda. Un zafiro. Algo con color y con vida. Mi madre solía llevar un broche de esmeraldas que a mí me encantaba… es una de mis más preciadas posesiones. -Inclinó la cabeza y miró a Andrew con curiosidad-. Con todos tus viajes, imagino que habrás reunido objetos muy interesantes. ¿Cuál es para ti el más querido?

Vaciló durante unos segundos y dijo:

– Prefiero mostrártelo que decírtelo. Mañana lo traeré conmigo para que puedas verlo.

– De acuerdo.

– Catherine… si tanto te disgusta este anillo, ¿por qué lo conservas? «¿Por qué lo estabas mirando?»

– Porque es otra de mis preciadas pertenencias… aunque no debido a su valor económico.

– Entonces, ¿por qué?

– Porque es un recuerdo. De lo que tuve con Bertrand. -Miró el anillo que ahora tenía en la palma de su mano-. De la infelicidad. De la soledad. Y de lo que no tuve con él. La risa. El amor. La generosidad. Nuestra unión fue fría y totalmente carente de color, como estas piedras.

La obligó a alzar la barbilla hasta que sus miradas se encontraron.

– ¿Y por qué quieres recordar algo así?

Algo en la mirada de Catherine se endureció.

– Porque no quiero olvidarlo jamás. Me niego a volver a cometer el mismo error. A entregar mi vida, mi felicidad, mi cariño y el de mi hijo de nuevo a otro hombre. A permitir que nadie ejerza de nuevo sobre mí o sobre Spencer esa clase de control.

Andrew leyó con claridad la resolución que destilaba su voz. Y sus ojos. Y, con el corazón en un puño, se dio cuenta de que las palabras de Catherine eran una sutil advertencia de que no deseaba otro matrimonio… justo lo que el más deseaba en el mundo.

Había esperado, rezado, para que después de hacer el amor, ella se hubiera dado cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. De que había sitio para él en la vida de ella. De que su relación no sería en nada parecida a su anterior matrimonio. Sin embargo, el anillo que ella llevaba en el bolsillo resultaba muy evidente. Era obvio que, los pensamientos que la noche que habían pasado juntos habían despertado en ella no eran exactamente los que él habría esperado.

Bien, sin duda había perdido la batalla. Pero muy mal tenían que salirle las cosas para que perdiera la guerra.

Capítulo 16

La mujer moderna actual necesita conservar un aire de misterio a fin de mantener vivo el interés de su caballero. En cuanto él sabe -o cree saber- todo sobre una mujer, la considerará un rompecabezas «resuelto» y buscará un enigma más intrigante que descifrar. Para conseguir ese aire misterioso, la mujer moderna actual jamás debería permitir que un caballero estuviera demasiado seguro de lo que ella piensa o de lo que siente.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


Catherine entró en la biblioteca y sonrió al ver a Spencer sentado en su sillón de orejas favorito delante del fuego con la nariz hundida en un libro.

– ¿Shakespeare? -adivinó Catherine con una sonrisa.

Spencer levantó la mirada y asintió.

– Hamlet.

– Qué historia tan triste para un día tan hermoso.

Un hombro se encogió como respuesta, y Spencer apartó la mirada, al parecer descubriendo algo fascinante en la alfombra, gesto que Catherine reconoció como señal de que algo le preocupaba.

Se acercó a la silla del joven y se inclinó para darle un ligero beso en sus cabellos todavía húmedos.

– ¿Has disfrutado de tu baño matutino?

– Sí.

– ¿Te duele la pierna?

– No.

– ¿Te gustaría pasear conmigo por los jardines?

– No.

– ¿Salir a dar un paseo en coche?

– No.

– ¿Ir de excursión al pueblo?

– No.

Catherine se acuclilló entonces delante de él y bajó la cabeza hasta que captó la atención de su mirada. Tomó la mano de Spencer entre las suyas y sonrió.

– ¿Puedes darme el nombre de tres piezas del ajedrez?

Un ceño confuso arrugó la frente de Spencer.

– Caballos, alfiles y peones. ¿Por qué lo preguntas?

– Quería oírte decir algo más aparte de «sí» o «no» -bromeó Catherine. Cuando vio que Spencer no le devolvía la sonrisa, le apretó la mano-. ¿Qué te preocupa, querido?

De nuevo el joven encogió el hombro. Se tiró de la chaqueta con la mano que tenía libre y Catherine esperó, obligándose a permanecer en silencio incluso mientras le veía debatirse con lo que fuera que abrumaba su mente, sabiendo como sabía que el chiquillo se lo contaría cuando estuviera preparado para hacerlo.

Por fin, Spencer tomó aliento y soltó:

– El señor Stanton se ha marchado.

Catherine contuvo el aliento. Así que era esa la fuente de su malestar. Bueno, sin duda podía entenderlo perfectamente. Andrew era sin lugar a dudas la base de todos sus inquietantes y conflictivos pensamientos.

– Sí, lo sé. Me ha dicho que tenía pensado pasar a caballo por los manantiales para despedirse de ti. ¿Le has visto?

– Sí. -Y tras tirarse unas cuantas veces más de la chaqueta, por fin levantó la mirada hacia ella-. Ojalá hubiera podido quedarse.

«Eso mismo pienso yo.» La idea abofeteó a Catherine como un trapo frío y mojado. Apretó con fuerza los labios al tomar conciencia por primera vez de hasta qué punto había deseado que Andrew no se marchara.

Maldición, ¿cómo había logrado Andrew meterse en su vida, y en la de Spencer, hasta ese punto y en un período tan breve de tiempo? Spencer y ella se las habían arreglado muy bien sin ninguna interferencia masculina durante muchos años, y Catherine se dio cuenta, con una repentina e incuestionable claridad, que la presencia de Andrew en sus vidas amenazaba con resquebrajar la paz y la serenidad que ambos disfrutaban.

Y con toda su atención puesta en su propia consternación ante el regreso de Andrew a Londres, no se había parado a pensar hasta qué punto su repentina partida podía afectar a Spencer. Obviamente, su hijo había establecido un fuerte vínculo con Andrew. Si a Spencer tanto le afectaba que Andrew se ausentara una noche, ¿cómo reaccionaría cuando se marchara para siempre después de una semana? Si la expresión del rostro del pequeño podía darle una pequeña idea, su hijo se quedaría destrozado.

– Me ha contado lo del robo en el museo -dijo Spencer, devolviéndola al presente-. ¿Tú crees que estará de regreso mañana por la noche? -preguntó con la voz colmada a la vez de esperanza y de duda-. Por lo que dice, tiene mucho que hacer en la ciudad.

– Estoy segura de que lo intentará. Pero como no puede marcharse de Londres hasta reorganizar las cosas, no te desilusiones demasiado si tiene que ausentarse más tiempo.