– Pero es que no quiero perderme ninguna de mis lecciones de equitación ni de pugilismo. Y ni siquiera hemos empezado con las de esgrima. Y el señor Stanton no debería perderse su lección de nat… -Las palabras de Spencer quedaron atrapadas en su garganta como cortadas por un cuchillo. Se le abrieron los ojos como platos y el color le tiñó la cara.

– ¿Que no debería perderse su qué? -dijo Catherine.

– No puedo decírtelo, mamá. Es una sorpresa.

– Humm. Al parecer los dos habéis planeado un buen número de sorpresas juntos.

La sonrisa torcida de Spencer asomó a su rostro y el corazón de Catherine sonrió como respuesta.

– Lo hemos pasado muy bien.

– ¿Te cae… bien el señor Stanton?

– Sí, mamá. Es muy… decente. Un profesor amable y paciente. Pero lo mejor de todo es que no me trata como si fuera de cristal. Ni como a un niño. Ni como si fuera… discapacitado. -Antes de que Catherine pudiera reconfortarle, la mirada de Spencer se volvió curiosa y preguntó-: ¿A ti no te gusta, mamá?

– Ejem… por supuesto que sí. -No estaba segura de que una palabra tan tibia como «gustar» describiera adecuadamente la atracción que sentía hacia Andrew, pero sin duda no podía decir a su hijo que en realidad «deseaba» a aquel hombre-. El señor Stanton es muy… «Seductor. Tentador. Atractivo.»… agradable.

«Y gentil», oyó intervenir a su voz interior. Y Catherine no pudo negarlo. No tenía más que recordar cómo Andrew había tratado a Spencer y a ella para saber que era cierto.

– ¿Te parece que podríamos convencerle para que se quedara más de una semana, mamá?

Catherine se quedó helada al oír la pregunta mientras en su interior el pánico colisionaba con la anticipación. Y no sólo por sus caóticos sentimientos personales, sino también por Spencer.

– Creo que tenemos que aceptar que el señor Stanton tiene su vida en Londres, Spencer -dijo con suma cautela-. Incluso aunque se quedara uno o dos días más, lo cual dudo mucho, sobre todo teniendo en cuenta que tu tío Philip no está en Londres, el señor Stanton tendría que volver tarde o temprano a la ciudad.

– Pero ¿podría volver a visitarnos? -insistió Spencer-. ¿Muy pronto? ¿Y a menudo?

Catherine rezó para no mostrar el menor atisbo de su consternación. Dios santo, ella había planeado que en cuanto Andrew volviera a Londres y su breve aventura fuera historia, sus caminos raramente, por no decir nunca, volverían a cruzarse. Volver a verle «muy pronto» y «a menudo» cuando ella no tenía intención de retomar su aventura sería… extraño. En realidad sería más una tortura, corrigió su voz interior irritantemente sincera. Metió mentalmente un pañuelo en la boca de su voz interior para silenciar sus indeseadas meditaciones.

– Spencer, de verdad no creo que…

– Quizá podríamos ir a visitar al señor Stanton a Londres.

Perpleja, Catherine sólo pudo limitarse a mirarle. Spencer nunca había hecho semejante sugerencia. Después de tragar saliva, dijo intentando que su voz sonara lo más despreocupada posible:

– ¿Te gustaría ir a Londres?

Spencer apretó los labios y negó con la cabeza.

– No -susurró-. Yo… no. -Echó la barbilla hacia delante en un testarudo ángulo-. Tendremos que asegurarnos de que el señor Stanton nos visite. Seguro que accede, si ambos se lo pedimos, mamá.

Catherine le dio unas palmaditas en la mano y a continuación se levantó.

– Quizá -murmuró, a sabiendas de que en ningún caso haría extensiva esa invitación y odiándose por dar a Spencer una mínima esperanza. Su aventura tenía que terminar. De forma permanente. Y eso significaba que en cuanto Andrew regresara a Londres el fin de semana, no volvería a visitar Little Longstone.


Andrew avanzó dibujando un lento círculo, supervisando las paredes y el suelo dañados del museo, los espacios vacíos donde el cristal debería haber brillado. Cerró las manos con fuerza en un gesto perfectamente idéntico al de su tensa mandíbula mientras la ira hacía que le palpitase el cuerpo entero. «Bastardos. Por Dios que serán unos heridos y ensangrentados bastardos si alguna vez les pongo la mano encima.»

– Como puede ver, todos los cristales rotos ya se han barrido -informó Simon Wentworth-. El cristalero estará aquí en menos de una hora para hablar con usted sobre las nuevas ventanas. He contratado a seis hombres más para ayudar con las reparaciones del suelo y de las paredes que, como puede ver, son importantes.

Andrew asintió, soltando un largo suspiro.

– El término «importantes» no basta para describir todo este desastre.

– Estoy de acuerdo con usted. El modo en que han acuchillado la madera… en fin, lo cierto es que verlo me produce escalofríos. Arrebatos de violencia, si quiere saber mi opinión. Odiaría tener que vérmelas con los rufianes que han hecho esto.

A Andrew se le tensó la mandíbula. «A mí me encantaría encontrarme con los rufianes que han hecho esto.»

– ¿Cuánto llevará completar las reparaciones?

– Al menos ocho semanas, señor Stanton.

Maldición. Eso suponía otros dos meses de salarios de obreros a pagar, dos meses más de alquiler del espacio de almacenaje de los artículos del museo, por no mencionar los dos meses de retraso que eso representaba para la fecha de apertura. Ni el exorbitado coste de los materiales. Sabía exactamente cuánto había pagado por las ventanas, las paredes y los suelos la primera vez.

– ¿Alguna noticia de los inversores? -preguntó Andrew.

Simon se estremeció.

– Me temo que las malas noticias corren como la pólvora. El señor Carmichael, lord Borthrasher y lord Kingsly, así como la señora Warrenfield, han enviado notas exigiendo verle hoy mismo. Lamento decirle que el lenguaje de las cartas resulta declaradamente frío. Le esperan en su escritorio.

Andrew contuvo la ira y se obligó a concentrarse en los asuntos que requerían su atención más inmediata. Obviamente, la señora Warrenfield, el señor Carmichael, lord Borthrasher y lord Kingsly ya no estaban tomando las aguas en Little Longstone y habían regresado a Londres. Lord Borthrasher ya había hecho una cuantiosa inversión a la que estaba planteándose añadir una suma significativa, mientras que los otros tres estaban a punto de donar fondos. De hecho, el éxito del museo dependía de asegurar ese dinero…

– Responda a las cartas, Simon, invitando a los inversores a encontrarse aquí conmigo esta misma tarde a las cinco.

– ¿Cree acertado dejar que vean esto?

– Sí. Si no les invitamos, vendrán por iniciativa propia de todos modos y eso tendrá pésimas consecuencias para nosotros. Tienen que saber exactamente lo que ha ocurrido y los pasos que estamos dando para que no vuelva a ocurrir. No nos conviene que piensen que estamos ocultando algo. Los inversores que tienen la sensación de que no se les está diciendo toda la verdad pueden ponerse muy nerviosos, y unos inversores nerviosos no es algo que quiera añadir al desastre al que ya nos enfrentamos.

– Enviaré las notas enseguida, señor Stanton. -Simon dio media vuelta y se dirigió a la pequeña oficina enclavada en el extremo más alejado de la habitación.

Andrew soltó un largo suspiro, se quitó la chaqueta y se arremangó la camisa. Había mucho trabajo que hacer y, por Dios, quería ver concluido parte de él cuando por fin se sentara a escribir a Philip para contarle todo lo ocurrido.


Catherine se paseaba delante de Genevieve mientras su vestido de muselina de color melocotón se arremolinaba en sus tobillos cada vez que daba media vuelta en los extremos del acogedor salón de su amiga.

– Me alegro de que se haya ido -dijo, orgullosa del timbre decidido que delataba su voz.

– Eso has dicho ya tres veces sólo en la última hora -murmuró Genevieve.

– Bueno, sólo para reiterar mi argumentación.

– ¿Cuál es exactamente?

– Que me alegra que se haya marchado.

– Si, eso es… ejem… evidente. Sin embargo, supongo que te das cuenta de que el señor Stanton vuelve a Little Longstone. Mañana.

Catherine desestimó el comentario con un florido ademán.

– Sí, pero para entonces ya volveré a tenerlo todo bajo control. Estoy segura de que mi charla contigo aclarará toda mi… confusión. Además, él estará aquí sólo unos días más, y ¡puf! -Catherine chasqueó los dedos-. Volverá a Londres.

– ¿Perspectiva que te hace feliz?

– Delirantemente feliz -concedió Catherine-. Luego Spencer y yo podremos retomar nuestra rutina sin más interrupciones.

Al ver que Genevieve no respondía, Catherine miró al sofá. Sus pasos se detuvieron al ver la expresión de absoluta incredulidad reflejada en el rostro de su amiga, y dejó de andar.

– ¿Qué?

– Catherine, ¿es que no se te ha ocurrido que la «interrupción» que el señor Stanton ha provocado en tu rutina es algo bueno? -Antes de que Catherine pudiera responder, Genevieve prosiguió-: A juzgar por todo lo que me has contado, se trata de un hombre sencillamente divino. Por supuesto que resulta irritante a veces, pero, como ya te he dicho, todos los hombres lo son. Aun así, no todos los hombres pueden jactarse de reunir todas las cualidades que reúne tu señor Stanton: ser guapo, fuerte, romántico, considerado. Un amante cumplido y generoso.

El calor hizo presa de las mejillas de Catherine y Genevieve se rió.

– Sí, lo sé sin necesidad de que me hagas partícipe de ningún detalle específico, querida. Llevas escrita la expresión de mujer bien amada de la cabeza a los pies.

– Yo nunca he dicho que no fuera todas esas cosas -dijo Catherine-. Aunque…

– Y la amistad que se ha tomado el tiempo de forjar con tu hijo está sin duda reforzando la confianza de Spencer en sí mismo. Supongo que eso te agrada.

– Por una parte sí, pero también representa una nueva fuente de preocupación. Temo que Spencer quede destrozado cuando Andrew regrese a Londres para siempre.

– ¿Y qué me dices de ti, Catherine? -preguntó amablemente Genevieve con sus ojos azules suavizados por la preocupación-. ¿También tú temes quedar destrozada?

– Por supuesto que no -respondió Catherine, aunque en cierto modo las palabras afectaron sus rodillas hasta tal punto que tuvo que buscar refugio en el sillón de orejas colocado delante de Genevieve. En cuanto estuvo sentada, prosiguió-: La mujer moderna actual no queda destrozada por el fin de una aventura.

– Querida, cualquier mujer quedaría destrozada por el fin de una aventura si albergara profundos sentimientos hacia su amante. Conozco de primera mano esa clase de espantoso dolor, y, créeme, no se lo deseo a nadie.

– Bueno, no corro ningún riesgo de ser víctima de semejante dolor puesto que no estoy «profundamente» encariñada de Andrew.

– ¿Enserio?

Catherine soltó una ligera risa.

– No quiero decir con eso que no sienta nada por él. Es sólo que apenas le conozco. No dudaría en reconocer que le deseo. Sin embargo, los sentimientos más profundos que podrían dejarme «destrozada» germinan sólo tras largos períodos de tiempo. Y, sobre todo, entre personas que comparten intereses y entornos comunes.

Genevieve asintió.

– Naturalmente, una dama de tu noble linaje no puede compartir demasiados intereses comunes con un hombre con una cuna semejante a la del señor Stanton. Por supuesto, ¡pero si no es más que un plebeyo! ¡Qué digo! Es mucho peor que eso. ¡Un plebeyo de las colonias!

– Tú lo has dicho -dijo Catherine, aunque la verdad y la sinceridad de las palabras de Genevieve la irritaron.

– Es una bendición que tu atracción hacia el señor Stanton sea simplemente física y que su marcha a Londres al final de la semana no tenga sobre ti el menor efecto adverso.

– Una bendición, sin duda.

Un sonido exasperado escapó de labios de Genevieve.

– Catherine, lo que voy a decirte te lo digo por el amor, la amistad y la lealtad que te tengo. -Inclinándose hacia delante, clavó en ella una mirada colmada de emoción-. Nunca en toda mi vida me he visto obligada a escuchar tantas tonterías, a cual más absurda, como las que acabo de oír. Estoy completamente asombrada después de haber oído tamañas estupideces, sobre todo viniendo de ti. Por no hablar de tus mentiras.

La consternación, teñida de una incrédula perplejidad, por no mencionar una buena dosis de dolor, embargaron a Catherine.

– Nunca te mentiría, Genevieve.

– No es a mí, sino a ti, a quien mientes, querida mía. Puedes decir «me alegra que se vaya» y «sólo estoy disfrutando de una aventura pasajera» todas las veces que quieras, pero aunque lo repitas un millón de veces, eso no hará que tus palabras sean verdad. Desde luego que no me estás convenciendo, y creo que, si te tomaras el tiempo para examinar tu propio corazón, te darías cuenta de que tampoco puedes convencerte a ti misma. Por mucho que nos empeñemos en acallar el deseo de nuestro corazón, es tarea imposible. Podemos elegir no actuar en consecuencia, pero nunca llegamos a acallarlo del todo.