– El responsable de ese crimen ya ha sido apresado… en gran medida gracias a sus esfuerzos, señor Carmichael -le recordó Andrew-. Es cierto que existen criminales en Inglaterra, aunque desgraciadamente están por todas partes. -Dedicó al hombre una semisonrisa-. Hasta en Norteamérica.
– Hecho del que, le aseguro, soy plenamente consciente -dijo el señor Carmichael con voz helada.
– Bandoleros por doquier -intervino lord Kingsly-. Hoy en día no se puede confiar en nadie.
– Estoy completamente de acuerdo -dijo el señor Carmichael sin apartar en ningún momento sus ojos entrecerrados de los de Andrew-. Dígame, señor Stanton, ¿qué garantías tenemos nosotros, o cualquiera del resto de los inversores, de que esto no volverá a ocurrir?
– Cielo santo -dijo la señora Warrenfield-. ¿Otra vez?
– Es ciertamente posible -intervino lord Kingsly antes de que Andrew pudiera responder-, sobre todo teniendo en cuenta que los responsables no han sido apresados. Probablemente para ellos no sea más que un juego. Recuerdo que algo parecido le ocurrió hace años a sir Whitscour durante las obras de restauración de su propiedad en Surrey.
– Lo recuerdo -dijo lord Borthrasher, levantando su prominente barbilla-. En cuanto sir Whitscour terminó de recomponer todos los daños, volvieron a destrozárselo todo. Quizá estemos ante una situación similar.
– Les doy mi palabra de que se tomarán las medidas necesarias para asegurarnos de que el museo no sufra más daños. Contrataremos a guardias adicionales para que patrullen el perímetro de la propiedad -dijo.
– Todo eso está muy bien -dijo el señor Carmichael-, pero, según me ha dicho el magistrado, el museo contaba ya con vigilancia y los vándalos han dejado sin sentido a su hombre. Independientemente de la cantidad de guardias que pueda emplear, no serán impedimento alguno para una potencial banda de maleantes. -Sacudió la cabeza-. Siento decirle, señor Stanton, que lo que he visto aquí, junto con lo que oí anoche, me convence de que invertir en su museo no es un riesgo que esté dispuesto a correr.
– ¿Lo que oyó anoche? -preguntó Andrew-. ¿A qué se refiere?
– Durante la velada a la que asistí me llegaron rumores sobre la seguridad económica, o más bien la falta de ella, de la empresa que gestiona el museo. Como también sobre cuestiones concernientes a la autenticidad de algunas de las antigüedades que lord Greybourne y usted afirman poseer.
Andrew se obligó a conservar los rasgos del rostro perfectamente inmutables mientras era presa de una oleada de rabia.
– No tengo la menor idea de dónde han podido surgir rumores tan malévolos, pero lo cierto es que me sorprende que haya prestado atención a tan ridículos chismes, señor Carmichael. Le aseguro que el museo goza de una perfecta salud financiera. Estaría encantado de mostrarles, a todos ustedes, las cuentas como prueba de ello. En cuanto a las antigüedades, todas han sido debidamente autentificadas por expertos adjuntos al Museo Británico.
La frialdad no desapareció de los ojos del señor Carmichael.
– No tengo deseos de ver esas cuentas, puesto que este proyecto no tiene ya para mí ningún interés ni consecuencia. Simplemente doy gracias por no haber invertido ni una sola libra en esta locura. -Se volvió hacia sus acompañantes e inclinó la cabeza-. Naturalmente, ustedes tres deben tomar sus propias decisiones sobre esta cuestión. Lord Avenbury, lord Ferrymouth y el duque de Kelby esperan ansiosos oír lo que hoy hemos visto aquí, y creo no equivocarme al pensar que el informe no va a parecerles en absoluto favorable.
– Para usted es fácil dar marcha atrás, Carmichael -gruñó lord Borthrasher-. Para mí es demasiado tarde. Ya he dado quinientas libras.
– Inversión que verá sus frutos en cuanto… -empezó Andrew.
– Lamento decir que estoy con Carmichael en esto -dijo lord Kingsly-. Greybourne es un buen hombre, pero está claro que su interés por el museo ha menguado ostensiblemente desde su boda y yo no estoy dispuesto a malgastar mi dinero. Ya se encarga de ello mi esposa.
– Debo mostrar mi acuerdo con los caballeros -dijo la señora Warrenfield con su voz ronca colmada de pesar-. Lo siento de verdad, señor Stanton, pero como usted bien sabe, tengo una salud frágil. Sencillamente sería demasiado para mi delicado estado tener que estar preocupándome constantemente por no recibir nada a cambio de mi inversión.
Andrew rechinó los dientes. A juzgar por la expresión de sus rostros, no le cupo duda de que ningún intento por su parte serviría para hacerles cambiar de opinión… al menos no ese día.
– Entiendo. Aunque comprendo lo que les preocupa, les aseguro que sus temores son totalmente infundados. Cuando las reparaciones se hayan completado, espero que reconsideren su postura.
Las expresiones de los allí reunidos acallaron cualquier esperanza de que las cosas fueran a tener ese final. Tras desearle un buen día, se marcharon en grupo y Andrew se pasó la mano por la cara. Maldición. Lord Kingsly y la señora Warrenfield habían insinuado que pretendían hacer una inversión de mil libras. Sin embargo, esa pérdida no suponía un golpe tan duro como las cinco mil libras que el señor Carmichael se había mostrado dispuesto a invertir. ¿Y cuántos potenciales inversores más seguirían su ejemplo y terminarían retirándose de la empresa? Andrew sospechó que Avenbury, Ferrymouth y Kelby seguirían su ejemplo como corderitos. Había esperado tener buenas noticias cuando le escribiera a Philip esa misma noche, pero desgraciadamente estaba resultando tarea harto difícil encontrar una buena noticia que dar.
Dio un largo suspiro y se mesó los cabellos, presa de la más absoluta frustración. El vandalismo, los dañinos rumores, la deserción de inversores… cualquiera de esos problemas podía llamar al desastre. La combinación de todos ellos decía muy poco a favor del futuro del museo, y a su vez no auguraba nada bueno para el estado financiero personal de Andrew, la mayor parte de cuyos fondos habían sido invertidos en el proyecto. Ahora, más que nunca, necesitaba la cuantiosa recompensa que le habían ofrecido lord Markingworth, lord Whitly y lord Carweather por descubrir la identidad de Charles Brightmore. Ya sólo le quedaba rezar para que la recompensa no quedara fuera de su alcance.
Después de asegurarse de que las labores de limpieza estuvieran bajo control, decidió llegado el momento de dedicar parte de sus esfuerzos al asunto Brightmore. Le dijo a Simon que volvería en unas horas y se marchó del museo.
De un modo u otro, daría con las respuestas que estaba buscando.
Capítulo 17
Las cuestiones relacionadas con el amor y con los asuntos del corazón son muy semejantes a las campañas militares. La estrategia es clave, y cada movimiento debe ser cuidadosamente planeado para evitar caer presa de posibles emboscadas. Sin embargo, si, en el intento por conseguir sus objetivos íntimos, la mujer moderna actual se encuentra en una situación que destila fracaso, no debería vacilar en hacer lo que muchos grandes estrategas han hecho en el pasado: retirarse a la mayor brevedad.
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Catherine avanzó con paso firme por el sendero pulcramente barrido que llevaba a la modesta casa acogedoramente enclavada en la sombra de un bosquecillo de altos olmos, presa de una abrumadora combinación de rabia, confusión y desesperación que apenas lograba comprender. Desde la parte trasera de la residencia de piedra llegaron hasta ella apagados sonidos, entre ellos el plañidero balido de una oveja y el graznido de varios patos.
Cuando levantó la mano para llamar a la puerta, una voz grave la detuvo.
– Hola, lady Catherine.
Catherine se volvió. El doctor Oliver caminaba hacia ella con el rostro iluminado por una sonrisa sorprendida. Bajo el brazo acunaba un pequeño cerdo que no dejaba de resoplar.
– ¿Un nuevo paciente, doctor Oliver? -preguntó, con la esperanza de que su sonrisa no resultara forzada.
El doctor se rió.
– No, es el pago de mi último paciente. Sólo estaba intentando tranquilizarle. No me gusta demasiado el beicon.
– Estoy segura de que se ha quedado muy tranquilo.
El médico sostuvo el lechón en alto y, muy serio, le preguntó:
– ¿Estás muy tranquilo?
Una serie de resoplidos dieron respuesta a su pregunta y el médico asintió.
– Me alegra oírlo. -Con absoluta indiferencia, volvió a acomodar al lechón en su brazo doblado y a continuación saludó a Catherine con una formal reverencia-. ¿Qué la trae a mi humilde morada? Espero que no haya nadie enfermo.
– No, estamos todos muy bien, gracias. He venido a pedirle algo.
– Y será para mí un honor y un placer atenderla. Si espera aquí un instante mientras dejo a mi pequeño amigo en el corral de la parte trasera de la casa, podremos entrar.
De pie a la sombra que ofrecía uno de los olmos, Catherine le vio desaparecer detrás de la casa. Volvió a aparecer menos de un minuto más tarde y ella le observó mientras se acercaba. Era indudable que el doctor Oliver era un hombre apuesto. Muy apuesto. Desde un punto de vista estrictamente estético, desde luego mucho más apuesto que el señor Stanton, quien, con sus rasgos marcados y su nariz torcida, respondía más a la descripción de «atractivo».
Por primera vez se fijó en la anchura de los hombros del médico. En la estrechez de su cintura. La longitud de sus musculosas piernas, perfiladas por sus pantalones ceñidos. En la suavidad de sus andares. Con su pelo castaño dorado por el sol y esos ojos color miel, era el tipo de hombre que sin duda podía acelerar el corazón de cualquier mujer. El hecho de que no fuera ése su caso no hizo más que aumentar su desesperación y fortalecer su decisión. No tardaría en acelerarse.
Cuando entraron en el pequeño aunque elegantemente decorado salón, el médico preguntó:
– ¿Le apetece una taza de té, lady Catherine?
– No, gracias.
El doctor Oliver señaló un par de sillones de orejas de brocado que flanqueaban la chimenea.
– Si quiere sentarse…
– Prefiero quedarme de pie.
El doctor arqueó las cejas, que enmarcaron una mirada interrogante, aunque se limitó a asentir.
– Muy bien. ¿En qué puedo ayudarla?
Ahora que había llegado el momento, Catherine sintió que le abandonaba el valor. Dios santo, cómo podía estar tan loca como para haberse embarcado en semejante misión. Pero entonces se acordó de la Guía y de todos sus liberadores preceptos e irguió la espalda. «La mujer moderna actual vive el día. Y es directa y clara en lo que quiere.» Y sabía muy bien lo que quería. Tenía algo que probarse y, maldición, estaba decidida, desesperada, por hacerlo.
Alzó la barbilla.
– Béseme.
– ¿Cómo dice?
– Quiero que me bese.
El médico la miró atentamente durante lo que pareció una eternidad, como si intentara leer en su mente. Cuando por fin se movió, en vez de estrecharla entre sus brazos, la tomó ligeramente de los hombros y la sostuvo separada de él.
– ¿Por qué desea que la bese?
Catherine apenas logró reprimir su impaciencia y repicar contra el suelo de madera con el zapato. Cielos, no había nada en la Guía que sugiriera que un hombre pudiera hacer semejante pregunta.
– Porque… «Porque quiero saber, necesito saber, tengo que saber, si otro hombre puede hacerme sentir lo que él…» siento curiosidad. -Dicho estaba. Y sin duda era cierto.
– ¿Curiosidad por ver si puede sentir algo más por mí que una simple amistad?
– Sí.
– Bien, podría fácilmente satisfacer su curiosidad sin necesidad de besarla, pero sólo un idiota rechazaría oferta tan tentadora. Y debo admitir que también yo siento curiosidad… -La atrajo hacia él, estrechándola entre sus brazos, y posó luego sus labios en los de ella. Catherine apoyó sus manos en el pecho del doctor y se puso de puntillas, mostrándose como una voluntariosa colaboradora. Obviamente, el buen doctor estaba bien versado en el arte del beso. Aun así, no le aceleró el corazón. Ni siquiera un poco. Tenía unos labios cálidos y firmes, pero no generaban las ardientes sensaciones que Andrew le inspiraba con una simple mirada.
«Oh, Dios.»
El doctor levantó la cabeza y la soltó lentamente. Tras estudiarla durante varios segundos, dio un paso atrás y la observó, sorprendido.
– Bastante insípido, ¿no le parece?
Catherine sintió que le ardían las mejillas.
– Me temo que sí.
– Y bien, ¿ha quedado satisfecha su curiosidad?
Sentimientos de culpa llovieron sobre Catherine, llenándola de vergüenza por haberle utilizado de un modo tan poco gentil. Dios santo, ¿en qué clase de persona se había convertido? No estaba segura… aunque lo que sí sabía era que no se gustaba demasiado.
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