Se sintió presa de un calor nacido del remordimiento. El hecho de que él hubiera encontrado el beso tan falto de pasión como ella era un claro indicador de que no sentía por ella el menor deseo. Y ella se había echado en sus brazos. Como una vulgar ramera. Se habría reído de su propia vanidad de haber sido capaz de hacerlo. Por el contrario, rezó para que milagrosamente se abriera un agujero en la tierra que la tragara. «Retirada -gritó su mente-. ¡Retirada!»

– No sabe cuánto lo siento -dijo-. Yo…

– No tiene por qué disculparse. Lo entiendo perfectamente. Debo confesar que en una ocasión besé a una mujer a fin de comparar mi reacción con otra. Lo cierto es que creo que es una práctica de lo más común. Un poco como probar una muestra de mermelada de fresa y de mora para determinar cuál de las dos preferimos.

Su buen humor y su comprensión sólo lograron que Catherine se sintiera peor. De nuevo su mente le ordenó que se retirara, pero antes de que pudiera moverse, el doctor dijo:

– No se aflija, lady Catherine. Desde el momento en que llegué a Little Longstone, y de eso hace ya seis meses, usted me ofreció una amistad que yo tengo en gran estima. Me ha invitado a su casa a compartir con usted comida y risas y, salvo por este pequeño error, jamás me ha dado la menor esperanza de que pudiéramos ser nada más que amigos, error que valoro en la medida en que también ha satisfecho mi propia curiosidad. Estamos destinados a ser sólo amigos. -Se pasó la yema del pulgar por los labios y le guiñó el ojo-. Mejores amigos que muchos, pero, aun así, sólo amigos.

Eternamente agradecida al verle comportarse con tamaña elegancia, y al ver que no la había humillado aún más, Catherine forzó una sonrisa y dijo:

– Gracias. Me alegro de que seamos amigos.

– También yo. -Se dio una palmadita en la mandíbula-. Sólo espero que él no intente rompérmela.

– ¿A quién se refiere? ¿Romperle qué?

– A Andrew Stanton. Y mi mandíbula. No le haría nada feliz descubrir que la he besado -confesó con una sonrisa de oreja a oreja-. Aunque confío en que lograría convencerle para que no me golpeara hasta convertirme en polvo. Y si no, bueno… puede que él sea un hombre fuerte, pero también yo conozco unos cuantos trucos.

Si la temperatura que encendía las mejillas de Catherine aumentaba un poco más, muy pronto empezaría a echar vapor por los poros. Retrocedió lentamente hacia la puerta abierta al tiempo que todo su ser la conminaba a la retirada.

– Debo irme. Gracias por su amabilidad y por su comprensión.

– Ha sido un placer. -El doctor la acompañó a la puerta principal y Catherine se alejó apresuradamente por el sendero que llevaba a villa Bickley. En cuanto tuvo la certeza de estar fuera del campo de visión del doctor Oliver, se llevó las manos a las mejillas encendidas, rezando para no sufrir ninguna enfermedad en el futuro cercano porque tendría que pasar mucho tiempo antes de que se atreviera a mirar al médico de nuevo a la cara.


Antes de dirigirse a caballo a villa Bickley, Andrew se detuvo brevemente en el pueblo de Little Longstone para hacer algunas compras. Justo cuando estaba a punto de entrar en la herrería, le recorrió una extraña sensación. Se volvió, escudriñando la zona con atención. Filas de tiendas, varias docenas de peatones, un coche de dos caballos con un hombre y una joven sentados en el asiento, dos damas charlando debajo de un toldo de rayas azules y blancas. Nadie parecía prestarle ninguna atención especial y aun así tenía la intensa sensación de que alguien le observaba. Y era la segunda vez en lo que iba de día que experimentaba la misma sensación.

Aproximadamente una hora antes, mientras se dirigía allí desde Londres, había sentido el mismo hormigueo de advertencia. Había detenido a Afrodita, pero no había visto ni oído a nadie. Sin embargo, la inquietante sensación persistía ahora, incluso más fuerte que antes. Aunque ¿quién podía estar observándole? ¿Y por qué? ¿Serían acaso imaginaciones suyas? No podía negar que estaba cansado y que tenía en la cabeza muchas cosas. Sin duda era todo obra de sus preocupaciones, de pronto enloquecidas. Aun así, se aseguró de permanecer alerta.

Después de terminar sus asuntos con el herrero, se dirigió a lomos de su caballo a villa Bickley, donde estuvo unos minutos charlando con Fritzborne en los establos antes de cruzar apresuradamente los parterres de césped que llevaban a la casa, ansioso por ver a Catherine y a Spencer. Les había echado muchísimo de menos, víctima de un profundo y reverberante vacío que había hecho presa en él desde su partida de Little Longstone el día anterior. Volver a villa Bickley era como volver a casa, una cálida sensación que no experimentaba desde hacía más de una década.

El sol de última hora de la tarde doraba la casa, iluminándola como si un halo rodeara el edificio, y aceleró el paso. Había estado fuera apenas treinta y seis horas y tenía la sensación de que habían transcurrido años. Sin duda, pues de hecho habían pasado treinta y siete horas. Y veintidós minutos. Y no es que llevara la cuenta.

Milton abrió la puerta con un inhóspito ceño que se relajó de inmediato al ver a Andrew de pie en el umbral.

– Ah, es usted, señor.

Andrew arqueó las cejas y sonrió.

– Obviamente, esperaba usted a alguien más.

– De hecho, esperaba que no hubiera más visitas esta tarde. -Se aclaró la garganta-. Salvando la presente, por supuesto. Aunque usted no es una visita. Es un invitado. Pase, se lo ruego, señor Stanton. Verle en la puerta es un alivio que se agradece.

– Gracias. -Andrew entró en el vestíbulo. Se le tensaron los hombros cuando notó el tremendo nuevo arreglo floral-. Al parecer el duque de Kelby ha vuelto a vaciar su invernadero.

El fantasma de una sonrisa asomó a los finos labios de Milton.

– Sí. Qué afortunados somos. Lord Avenbury y lord Ferrymouth han enviado tributos más pequeños, benditos sean.

– ¿Están lady Catherine y Spencer en casa?

– Están dando un paseo por los jardines. -Dio un profundo suspiro-. Odio enormemente molestarles.

– No lo haga por mí.

– No me refiero a usted, señor. -Milton inclinó la cabeza hacia el pasillo y frunció el labio superior-. Sino a ellos.

– ¿Ellos?

– Al duque, a lord Avenbury y lord Ferrymouth. Las notas que han enviado esta mañana con sus flores indicaban que deseaban visitarnos, aunque ninguno de ellos ha escrito que pensara hacerlo hoy.

– ¿Y están todos en el salón?

– Eso me temo. Les he mantenido a raya, teniéndoles de pie un rato en el porche, pero los tres eran un grupo demasiado numeroso. Y muy ruidoso. Les he sugerido con firmeza que regresen en otro momento, pero se han negando en redondo a marcharse. Hace unos instantes han amenazado con irrumpir en los jardines en busca de lady Catherine. Para evitarlo, les he hecho entrar a mi pesar en el salón y desde entonces he estado estudiando una forma de librarme de ellos que no sea la de sacarlos de aquí a sartenazos.

– Entiendo. -Andrew se dio unas pensativas palmaditas en la barbilla-. Creo que podré serle de ayuda, Milton.

– Le estaría inmensamente agradecido, señor.

– Delo por hecho.

Todavía riéndose tras la humorística imitación que su hijo acababa de hacer de un sapo, Catherine y Spencer entraron en la casa por los ventanales traseros y desde allí se dirigieron al vestíbulo. El rato en compañía de su hijo había ayudado a Catherine a poner en orden sus caóticas ideas y dar forma a una nueva resolución. Su relación con Andrew era una deliciosa y agradable diversión de la que pensaba disfrutar durante el resto del corto período de tiempo que él pasaría en Little Longstone. Cuando él regresara a Londres, ella seguiría con su vida, cuidando de Spencer, disfrutando de su independencia, libre de los gravámenes que la habían ahogado en el curso de su matrimonio. Como correspondía a toda mujer moderna actual, recordaría su aventura con entrañables recuerdos y deseando a Andrew una vida próspera y larga. Pues, aparte de ese breve interludio, sencillamente no había en su vida sitio para él.

Mientras Spencer y ella se acercaban al vestíbulo, les llegó el sonido de varias voces masculinas.

– ¿Quién será? -murmuró Catherine.

Entraron en el vestíbulo por el arco situado delante de la puerta principal y Catherine se detuvo en seco como si se hubiera topado con una pared de cristal. Miró fijamente el espectáculo que tenía ante sus ojos.

El duque de Kelby, lord Avenbury y lord Ferrymouth estaban de pie en el vestíbulo, cada uno de ellos estrechando la mano de Andrew mientras Milton estaba de pie junto a la puerta con una expresión sospechosamente pagada de sí misma en el rostro. Como si el hecho de ver a ese inesperado surtido de hombres en su vestíbulo no fuera ya de por sí sorprendente, fue la condición en que se encontraban los hombres lo que la dejó perpleja. El ojo derecho del duque estaba tan hinchado que casi no podía abrirlo, además de rodeado de un feo moratón. Lord Avenbury sostenía un pañuelo con inconfundibles manchas de sangre pegado a la nariz y lord Ferrymouth mostraba un labio inferior con tres veces su tamaño normal.

Catherine se volvió a mirar a Spencer, quien observaba la escena con una expresión de asombro que no era sino el vivo reflejo de la suya. En ese preciso instante, lord Avenbury se volvió y la vio. En vez de dedicarle una sonrisa de bienvenida, parecía… ¿asustado? Le dio un codazo a lord Ferrymouth y a continuación señaló a Catherine con la cabeza. Los ojos de lord Ferrymouth se abrieron como platos y éste, a su vez, le sacudió un codazo al duque. Los tres la miraron fijamente durante varios segundos. En sus rostros se dibujaron varios grados de lo que parecía una clara señal de alarma. Luego mascullaron un montón de palabras ininteligibles mientras se dirigían apresuradamente hacia la puerta, que Milton abrió con florido ademán. En cuanto los caballeros salieron a toda prisa de la casa, Milton cerró dando un portazo y luego se frotó las manos como expulsándose la suciedad. Andrew y él intercambiaron sonrisas de satisfacción.

Catherine se aclaró la garganta para encontrarse la voz.

– ¿Qué diantre les ha ocurrido al duque, a lord Avenbury y a lord Ferrymouth?

Ambos hombres se volvieron hacia ella. Milton recompuso de inmediato la expresión de su rostro, recuperando su habitual máscara inescrutable. Su mirada se cruzó con la de Andrew y el calor la bañó por completo. Un placer inconfundible, junto con una saludable dosis de ardor, chispeó en los ojos de Andrew, llenando la mente de Catherine con una lluvia de imágenes sensuales y provocándole un escalofrío en la columna.

Andrew la saludó con una reverencia.

– Es un placer volver a verla, lady Catherine. -Lanzó un guiño a Spencer-. A ti también, Spencer.

Haciendo caso omiso del revuelo que la presencia de Andrew había provocado en su estómago, Catherine cruzó el vestíbulo con Spencer a su lado. Antes de que pudiera volver a hablar, Spencer miró a Andrew y preguntó con un susurro de absoluta perplejidad:

– Me pregunto si… ¿las bofetadas recibidas por esos tipos son obra suya?

Andrew se cogió de las solapas de la chaqueta al tiempo que la expresión de su rostro se tornaba muy seria

– En el curso de mis obligaciones, me temo que así es.

Catherine clavó en él la mirada.

– No irá a decirme que ha utilizado los puños contra esos caballeros.

– Muy bien, no se lo diré.

– Dios santo. ¿Les ha golpeado?

– Bueno, es imposible no emplear los puños en la práctica del pugilismo. Cuando los caballeros se enteraron de mi -tosió modestamente en la mano- reputación estelar en el Emporium de Gentleman Jackson, insistieron en que les diera una lección. Como eran invitados suyos, me pareció descortés negarme a su petición.

– Entiendo. ¿Y cómo llegó a sus oídos su reputación estelar?

– Yo mismo se la hice llegar.

Un sonido que sólo podría haber sido descrito como una risilla salió de la garganta de Spencer.

Catherine se tragó su propio e inapropiado deseo de echarse a reír.

– ¿Y cómo, exactamente, ha tenido lugar todo esto?

– Cuando he llegado de Londres -dijo Andrew- he descubierto a los tres caballeros en el salón. La verdad es que eran todo un espectáculo, posados sobre el sofá como una manada de gordas palomas en una rama, lanzándose miradas asesinas entre sí, dándose codazos, compitiendo por un poco más de sitio. Como usted no estaba en casa, me he ofrecido a recibirles en su nombre. Desgraciadamente, durante el curso de nuestra lección de pugilismo, recibieron sus heridas, que, por otra parte, carecen de importancia. -Negó con la cabeza-. Me temo que ninguno de ellos es demasiado fuerte, aunque el gancho de lord Avenbury apuntaba buenas maneras. Después de la lección, he informado a los caballeros de que he estado dando algunas lecciones a Spencer… y de que tengo intención de dárselas también a usted, lady Catherine.