Catherine notó que se quedaba literalmente boquiabierta.
– ¿A mí?
– Se mostraron tan sorprendidos como usted, se lo aseguro, pero les he dicho que en realidad esas lecciones eran necesarias debido al elevado índice de criminalidad. Al fin y al cabo, la mujer moderna actual debe ser capaz de defenderse, ¿no le parece?
Catherine no estaba segura de si estaba más horrorizada que divertida o a la inversa.
– Supongo, aunque no imagino que el arma más efectiva de una mujer sean sus puños.
– Precisamente por eso el elemento sorpresa funcionaría tan bien.
– Y supongo que los caballeros habrán quedado horrorizados.
– Mi querida lady Catherine, por su forma de seguir mi relato casi diría que estaba usted en la habitación. Sí, se han quedado muy perplejos. Espero que no estuviera usted deseosa de su compañía, porque no creo que ninguno de ellos vuelva a hacer acto de presencia en su casa.
– ¿Ah, sí? ¿Y por qué iba a ocurrir algo semejante?
– Porque todos le tienen miedo.
La risa burbujeó en su garganta, y Catherine tuvo que apretar los labios con fuerza para reprimirla.
– Bueno, personalmente me alegro de que no vuelvan -dijo Spencer-. Pesados, eso es lo que eran, intentando todos impresionar a mamá. -Sonrió a Andrew-. Y me alegro de que haya vuelto, señor Stanton.
– También yo, Spencer.
– Ha regresado antes de lo que esperábamos -dijo Catherine, negándose a admitir lo mucho que eso la complacía-. Espero que eso signifique que todo ha ido bien en Londres.
– Significa que, por el momento, he hecho todo lo que he podido.
– ¿Son muy cuantiosos los daños que ha sufrido el museo?
– Lo son sí, pero ya se están llevando a término las reparaciones.
– ¿Y los inversores?
A Andrew se le tensó la mandíbula, y Catherine sintió un pellizco de compasión al ver las líneas de agotamiento que le rodeaban los ojos.
– No están encantados, como podrá imaginar, pero espero no tardar en recuperar su confianza. He escrito a Philip, contándoselo todo. He intentado presentarle lo ocurrido de la mejor forma posible, aunque obviamente se quedará muy preocupado, lo cual a su vez no hará más que preocupar a Meredith. Y sólo hay una forma de evitar eso. -Una pesarosa mirada asomó a sus ojos y Catherine de pronto supo lo que vendría a continuación-. Por mucho que odie acortar mi visita, lamento anunciar que debo regresar a Londres mañana mismo.
– ¿Mañana? -repitió Spencer con la voz preñada del mismo desaliento que inundaba a Catherine.
– Sí. Pero no me iré hasta la tarde, de modo que tendremos tiempo de sobra para nuestras lecciones matinales.
– ¿Cuándo volverá? -preguntó Spencer.
La mirada de Andrew se posó en Catherine y a continuación sonrió a Spencer, una sonrisa, según pudo apreciar Catherine, que pareció en cierto modo forzada.
– Tu madre y yo hablaremos de eso para ver si podemos ponernos de acuerdo en una fecha.
– ¡Pero si es usted siempre bienvenido! -dijo Spencer-. ¿No es así, mamá?
Catherine se quedó sin aliento ante la pregunta y su mirada voló hacia Andrew, quien a su vez la miraba con una expresión insondable. Se negaba desesperadamente a dar a Spencer falsas esperanzas de que el señor Stanton regresaría, pero no se veía capaz de obligarse a decir que Andrew no era bienvenido.
Un pesado silencio se instaló durante varios segundos hasta que por fin dijo alegremente:
– No te preocupes. El señor Stanton y yo discutiremos la cuestión.
– ¿Cuándo? -insistió Spencer.
– Esta noche -dijo Catherine. «Después de que Andrew y yo hayamos hecho el amor en las aguas. Después de que hayamos hecho el amor por última vez…»
– ¿Estás con ánimos de tomar hoy una lección, Spencer? -preguntó Andrew.
Catherine dejó a un lado sus inquietantes pensamientos y vio iluminarse los ojos de su hijo.
– Sí.
– Excelente. Pero primero tengo una sorpresa para ti. -Se volvió a mirar a Catherine-. Y también para usted, lady Catherine.
A Catherine se le aceleró el pulso. Hasta entonces no le hacían gracia las sorpresas. En aquel momento, sin embargo, parecían gustarle mucho. Demasiado. Y antes de poder contenerse, preguntó:
– ¿De qué se trata?
Andrew negó con la cabeza con tristeza y luego se sacudió con gesto exagerado la chaqueta.
– Vaya, ¿dónde habré dejado ese diccionario? -Miró a Spencer, quien intentaba, sin éxito, no sonreír-. ¿Te puedes creer que tu madre todavía desconoce el significado de la palabra «sorpresa»?
– Resulta de lo más chocante -dijo Spencer.
– Cierto. Por lo tanto, sugiero que vayamos a los establos lo antes posible para enseñarle a tu madre el significado de la palabra «sorpresa».
Sin embargo, antes de que dieran un solo paso, alguien llamó a la puerta. Milton entrecerró los ojos.
– Espero que no sean más pretendientes -masculló. Abrió la puerta, dejando a la vista a un joven criado.
– Traigo una nota para lady Catherine -anunció el lacayo con gesto importante-. De parte de lord Greybourne.
Catherine se adelantó y el joven le hizo entrega de la misiva con un florido gesto. Con el corazón latiéndole en el pecho, Catherine rompió rápidamente el sello y leyó atentamente el breve contenido de la nota. Levantó los ojos para mirar los rostros ansiosos que la rodeaban y sonrió.
– Ha llegado al mundo el heredero Greybourne, un niño sano al que han llamado William. Tanto la madre como el hijo están espléndidamente, aunque Philip asegura que no volverá a ser el mismo. Jura que todo el proceso ha sido para él una prueba tan dura como lo ha sido para Meredith. -Catherine miró al techo-. Qué hombre más idiota.
Después de que fueran expresadas las felicitaciones, Catherine se excusó brevemente para escribirle una rápida nota a Philip y enviársela de regreso con el lacayo. Luego el grupo se dirigió a los establos. Cuando llegaron, Fritzborne les saludó al tiempo que una sonrisa de oreja a oreja le dilató la boca.
– Todo está perfectamente, señor Stanton.
– Excelente.
Andrew guió al grupo al interior del edificio, deteniéndose delante del tercer establo, que, como Catherine sabía ya, en raras ocasiones se utilizaba.
– Antes de regresar hoy, he pasado por el pueblo a hacer unas compras. Mientras estaba allí, he visto algo a lo que no he podido resistirme.
– Creía que eran las mujeres las que supuestamente son compradoras compulsivas. Aun así, parece usted poseer muy poco autocontrol en cuanto se las ve con cualquier clase de tienda -se burló Catherine.
La mirada de Andrew, ávida y cálida, se posó en la de ella.
– Al contrario. Poseo un exceso de autocontrol. -Guardó silencio durante unos segundos… el tiempo suficiente para encender el fuego en las mejillas de ella, dejándole claro que no solamente se refería a las compras. Luego prosiguió-. Aunque admito que me gusta comprar cosas a la gente a la que… quiero. Sin embargo, en este caso, me he comprado algo para mí en un acto de total egoísmo. ¿Qué les parece? -preguntó, abriendo la puerta del establo.
En el rincón, y acurrucado sobre un lecho de heno fresco, dormía un cachorro de perro de pelo negro.
– Es un perro -dijo Spencer con la voz colmada de silencioso asombro.
– Cierto -concedió Andrew, entrando en el establo. Con suavidad cogió al pequeño cachorro en brazos y fue recompensado con un satisfecho suspiro perruno.
– Llevo queriendo tener uno desde que tu tío Philip adquirió a Prince, un perro precioso, sin duda. ¿Te gustaría cogerlo?
Spencer, con los ojos como platos, asintió.
– Oh, sí, por favor.
Con sumo cuidado, Andrew le hizo entrega del perro adormecido. Segundos más tarde, el cachorro levantó la cabeza y soltó un tremendo bostezo, dejando a la vista su lengua rosada. En cuanto vio a Spencer, de inmediato se transformó en una alborotada masa de júbilo canino y movimientos de cola, lamiendo cada centímetro de la barbilla de Spencer que pudo alcanzar, para absoluto deleite del niño, quien no podía parar de reír.
Andrew se acercó un poco a Catherine y dijo sotto voce:
– Me parece que a mi perro le gusta su hijo.
– Humm. Y es evidente que a mi hijo le gusta su perro. Aunque tengo la ligera sospecha de que usted sabía…
– ¿Qué se enamorarían en cuanto se vieran? -Sintió que Andrew se volvía a mirarla, y tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para mantener la mirada fija en Spencer-. Sí, admito que lo sospeché.
– Es fantástico, señor Stanton -dijo Spencer, aceptando los extáticos lametones del cachorro en las mejillas-. ¿Dónde lo ha comprado?
– En el pueblo, al herrero. Me he detenido a hacer unas compras y me ha enseñado toda la camada que su perra había parido hace apenas dos meses. Seis adorables diablillos. Me ha sido muy difícil decidirme. Este pequeñín me ha elegido y el sentimiento ha sido mutuo.
– No me cabe duda -murmuró Spencer, hundiendo la cara en el pelo rizado del perro.
Incapaz de resistirse por más tiempo, Catherine tendió la mano y rascó al perro detrás de las orejas. Una mirada de absoluta devoción asomó a los ojos negros del cachorro.
– Oh, eres un encanto, ¿verdad? -dijo, echándose a reír.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Spencer.
– El herrero le llamaba Sombra, y lo cierto es que el nombre parece irle de perlas, pues el pequeñín no paraba de seguirme por todas partes. ¿Qué te parece?
Spencer tendió los brazos y sostuvo al cachorro en el aire, inclinando primero la cabeza hacia la derecha y luego a la izquierda. Con la lengua rosada asomándole entre los dientes y las diminutas orejas erguidas, el cachorro imitó sus acciones, inclinando su pequeña cabeza. Todos se rieron y Catherine dijo:
– Al parecer, Sombra es sin duda el nombre perfecto.
– Pues sea. Y ahora, salgamos y vayamos detrás de los establos. Spencer, ¿te importaría llevar a Sombra por mí?
Catherine no pudo contener la risa.
– Eso es como preguntar a un ratón si le importaría comer un poco más de queso.
Salieron juntos de los establos y Andrew les condujo hasta una gran manta extendida en el césped a la sombra de un olmo. Catherine miró con curiosidad la lona que estaba a un lado de la manta.
– ¿Qué hay ahí debajo?
Andrew sonrió.
– Vamos a hacer un poco de magia. Aunque me temo que es trabajo de dos hombres. Necesito la ayuda de alguien fuerte. -Miró a su alrededor con exagerada teatralidad.
– Yo le ayudaré -dijo Spencer entusiasmado.
– Un voluntario. Excelente. Lady Catherine, ¿sería tan amable de vigilar a Sombra para que Spencer y yo podamos proceder?
Catherine accedió, tomando al cachorro de brazos de Spencer.
– Usted limítese a ponerse cómoda en la manta -dijo Andrew- mientras yo doy instrucciones a mi ayudante sobre sus deberes.
Catherine tomó asiento en la manta y se rió de las piruetas de Sombra, que intentaba atrapar su propia cola, de soslayo, vio hablar en voz baja a Andrew y a Spencer y reparó en el arrebol de satisfacción que tiñó las mejillas de su hijo. Regresaron varios minutos después, y, con un florido ademán, Andrew retiró la lona dejando ver lo que ocultaba.
Catherine estiró el cuello y se quedó mirando los cinco cubos de diversos tamaños que Andrew había dejado al descubierto.
– ¿Qué hay ahí?
– Hielo, sal, nata, azúcar y fresas -dijo, señalando cada cubo por orden. Luego indicó con una inclinación de barbilla una bolsa de tela-. Cuencos y cucharas.
– ¡Vamos a hacer helado de fresa, mamá! -dijo Spencer.
– ¿En serio? -Tomó a Sombra en brazos y se acercó para ver mejor-. ¿Y cómo vamos a hacerlo?
– Usted mire -dijo Andrew-. No ha probado nada más delicioso en su vida, se lo aseguro.
– Tomé helado de fresa en Londres el año pasado -dijo Catherine-. Era delicioso.
– Pues éste será extraordinariamente delicioso -prometió con una sonrisa.
Casi una hora más tarde, después de que Andrew agitara hasta el agotamiento un cubo lleno de trozos de hielo y de sal mientras Spencer removía vigorosamente un cubo lleno de nata, azúcar y fresas, Andrew por fin anunció:
– Listo.
Spencer, con la cara roja por el esfuerzo, soltó un fuerte jadeo.
– Gracias a Dios. Tengo los brazos a punto de saltárseme de los hombros.
– Como los míos -concedió Andrew-. Pero, créeme, en cuanto pruebes esto, el dolor desaparecerá.
– Me siento terriblemente culpable -dijo Catherine-. Mientras vosotros agitabais y removíais, yo simplemente me he quedado aquí sentada disfrutando de este tiempo maravilloso.
– Estaba vigilando a Sombra -le recordó Andrew, sirviendo enormes cucharadas de sustancia rosada en los cuencos de porcelana.
– No es una labor difícil, sobre todo teniendo en cuenta que el diablillo ha estado durmiendo durante el último cuarto de hora. -Bajó los ojos para mirar al amasijo de pelo negro repantigado en sus rodillas e intentó, sin el menor éxito, ocultar el afecto que la embargaba-. Creo que he aburrido tanto a Sombra que se ha quedado dormido.
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