– Bueno, quien aburre al perro hasta hacerle dormir sirve a la causa tanto como los que agitan y remueven -dijo Andrew, dándole un cuenco y una cuchara-. Pruébelo.
Catherine hundió la cuchara en el cremoso preparado y se la llevó a los labios. Se le abrieron los ojos como platos de puro placer al sentir el suave y dulce escalofrío con sabor a fresa deslizarse por su garganta.
– Oh, Dios.
Andrew se rió. Tras servirle a Spencer una generosa porción, y hacer lo propio consigo mismo, se sentaron los tres en la manta y disfrutaron del festín.
– Tiene razón, señor Stanton -dijo Spencer-. Es el manjar más delicioso que he probado en mi vida.
– Apuesto a que te cura todos los males.
– Todos -concedió Spencer.
– ¿Dónde ha aprendido a hacer esto? -preguntó Catherine, saboreando otra deliciosa cucharada.
– En Norteamérica. La familia dueña de los establos donde yo trabajaba solía servirlo a sus invitados. -Un fantasma de cierta emoción que Catherine no alcanzó a leer destelló en los ojos de Andrew-. Siempre que lo hacían, su hija me guardaba una ración. Un día le pregunté a la cocinera cómo se preparaba.
Una oleada sospechosamente semejante a los celos recorrió a Catherine al pensar en Andrew sentado en una manta con la hija de su jefe, disfrutando de una delicia helada que ella le había llevado.
– La joven que le llevaba el helado… ¿Cómo se llamaba? -preguntó Spencer, dando voz a la pregunta que Catherine no había tenido el valor de formular.
– Emily -dijo Andrew con voz queda y bajando los ojos al cuenco.
– ¿Era agradable?
– Mucho. -Andrew levantó la mirada y dedicó a Spencer una pequeña sonrisa que a Catherine le resultó más triste que feliz-. De hecho, me recuerdas mucho a ella, Spencer.
– ¿Que le recuerdo a una chica?
Andrew se rió entre dientes al ver su expresión horrorizada.
– No por el hecho de que fuera una chica, sino porque… se esforzaba por encontrar su lugar. No se sentía muy cómoda con la gente. De hecho, exceptuándome a mí, tenía muy pocos amigos.
El ceño de Spencer se frunció mientras ponderaba las palabras de Andrew. Luego preguntó:
– ¿Sigue siendo amigo de ella? ¿Se escriben todavía?
El dolor que veló los ojos de Andrew no dejó lugar a dudas.
– No. Murió.
– Oh. Lo siento.
– También yo.
– ¿Cuándo murió?
Andrew tragó saliva y dijo:
– Hará unos once años. Justo antes de que me fuera de Norteamérica. Apuesto a que estaría encantada de vernos disfrutar de este banquete. Y deseaba especialmente prepararlo de fresa porque sé que es el favorito de ambos. ¿Un poco más de helado?
– Yo sí, muchas gracias -dijo Spencer, tendiéndole el cuenco.
El diestro cambio de tema no pasó desapercibido a Catherine, quien se preguntó si habría tras él algo más que simplemente la falta de ganas de hablar de un tema triste. El dolor que había embargado a Andrew al hablar de la tal Emily era palpable, y eso la había llenado de compasión por él. La conversación también había espoleado su curiosidad.
Entre muchos murmullos apreciativos, cada uno disfrutó de otro cuenco de helado mientras se reían de Sombra, que acababa de despertarse y mostraba un gran interés en lo que ocurría a su alrededor.
– Sólo queda helado para una ración más -dijo Andrew-. Dado que sé por experiencia que este es un manjar preferido por los mozos de establos, apuesto a que a Fritzborne le encantará.
– Yo se lo llevaré -se ofreció Spencer.
Mientras Catherine veía alejarse a su hijo hacia los establos al tiempo que el andar de Spencer formaba el familiar nudo de amor en su garganta, también se sintió aguda y dolorosamente consciente de que Andrew y ella estaban a solas.
Se volvió a mirarle y se quedó paralizada al ver la mirada seria e irresistible que asomaba a sus ojos oscuros.
– Te he echado de menos -dijo él con suavidad.
Cinco sencillas palabras. ¿Cómo podía abrirse camino entre su férrea determinación con cinco sencillas palabras? Sintió que se le deshacían las entrañas y dio gracias a Dios por estar sentada, pues sintió extrañamente débiles las rodillas. Por mucho que odiara reconocerlo, también ella le había echado de menos. Más de lo que creía posible echar de menos a nadie. Mucho más de lo que le habría gustado. Y, sin duda, mucho más de lo aconsejable. Y ahora, con esas sencillas cinco palabras, temía que todos sus intentos por mantener el corazón libre de cualquier carga estaban condenados al fracaso.
Andrew tendió la mano y, despacio, acarició con los dedos el dorso de la mano de Catherine adelante y atrás, provocándole deliciosos hormigueos en el brazo.
– Antes me has dicho que carezco de autocontrol y quiero qué sepas lo equivocada que estás. Ni siquiera puedo describir la cantidad de control que estoy poniendo en práctica en este mismísimo instante para no besarte. Para no tocarte.
– Me estás tocando -dijo Catherine, apenas sin aliento.
– No de la forma que me gustaría hacerlo, te lo aseguro.
El calor se le acumuló en el estómago y un torrente de sensuales imágenes de todos los modos seductores en que él la había tocado restallaron en su mente.
– ¿Todavía deseas que nos encontremos esta noche en los manantiales, Catherine?
– Sí. «Desesperadamente.» ¿Y tú?
– ¿De verdad necesitas preguntarlo?
– No. -Fácilmente podía leer el deseo en sus ojos. Y, si no cambiaba de tema, corría el peligro de decir o hacer algo que muy bien podría lamentar después.
– Esto -Catherine extendió la mano para indicar la zona del picnic y la colección de cubos- ha sido una agradable sorpresa. Y un gran detalle de tu parte.
– Me alegro de que te haya gustado.
– Debo confesar que también yo tengo una sorpresa para ti.
– ¿De verdad? ¿Cuál?
Catherine le lanzó una mirada agraviada.
– ¿Qué estás diciendo siempre de un diccionario?
Andrew se rió.
– Touché. ¿Cuándo será desvelada mi sorpresa?
– ¿Siempre eres tan impaciente?
Sus ojos se oscurecieron.
– A veces.
Cielos, Catherine lamentó no tener con ella su abanico para aliviar el calor que ese hombre le inspiraba.
– De hecho, quizá te sea desvelada ahora mismo. -Deslizó un paquetito plano de papel tisú atado con un lazo de satén azul del bolsillo del vestido y se lo entregó.
Un inesperado placer parpadeó en los ojos de Andrew.
– ¿Un regalo?
– No es nada -dijo Catherine, de pronto sintiéndose muy tímida.
– Al contrario. Es extraordinario.
Se rió.
– Pero si todavía no lo has abierto.
– Eso no tiene importancia. Sigue pareciéndome extraordinario. ¿Cómo es que tenías esto en el bolsillo?
– Lo he cogido de mi habitación después de escribirle la nota a Philip… antes de reunirme contigo en el vestíbulo.
Andrew deshizo el lazo, abrió el papel tisú y a continuación sacó del paquete el cuadrado de lino blanco.
– Un pañuelo. Con mis iniciales bordadas.
Con la mirada clavada en el tejido, pasó con suavidad el pulgar por las letras bordadas en oscura seda azul que obviamente habían sido obra de una mano inexperta.
– La noche que pasamos en el jardín -dijo Catherine, cuyas palabras surgieron de su garganta en un torrente-, cuando me mostraste los corazones sangrantes, no tenías pañuelo cuando creíste que lloraba, y no es que llorara, perdona que te lo recuerde. Pero, como no tenías ninguno, creí que quizá podrías utilizar éste.
Andrew no dijo nada durante varios segundos, limitándose simplemente a acariciar las letras con el pulgar. Luego, con voz ronca, dijo:
– No te gusta bordar y aún así has bordado esto para mí.
Una risa tímida escapó de labios de Catherine.
– Lo he intentado. Como puedes ver, la labor de aguja no es mi fuerte.
Andrew levantó los ojos y su mirada capturó la de ella. El placer que le produjo el regalo de Catherine era más que evidente.
– Es hermoso, Catherine. El regalo más hermoso que me han hecho nunca. Gracias.
Sintió que la inundaba una cálida oleada que al instante se transformó en calor cuando la mirada de Andrew se posó en sus labios. Contuvo entonces el aliento, anticipando el roce de sus labios contra los suyos, la voluptuosidad del sabor de él, la sedosa caricia de su lengua.
Sombra eligió ese momento para dejarse caer delante de ella, panza arriba con las pezuñas dobladas, suplicando desvergonzadamente ser acariciado. Sobresaltada, Catherine recordó dónde estaban y al instante apartó la atención de la distrayente mirada de Andrew. Para delicia del pequeño, pasó los dedos sobre la suave panza del cachorro mientras Andrew se metía su pañuelo nuevo en el bolsillo.
– Eres consciente de que ahora Spencer querrá un perro.
– ¿Tan terrible sería eso?
Catherine lo pensó bien antes de dar una respuesta y luego dijo:
– Aunque tanto a Spencer y a mí nos encantan los perros, siempre me ha dado miedo tener uno.
– ¿Porque creías que quizá el perro se abalanzaría sobre él? ¿Que lo tiraría al suelo?
– Sí. -Catherine alzó la barbilla-. Sólo intentaba mantener a Spencer a salvo.
– No pretendía criticarte. De hecho, cuando era pequeño, creo que fue una decisión sabia y prudente. Pero Spencer ya no es un niño.
– ¿Y un hombre debería tener un perro?
– Sí, creo que debería.
– No ha vuelto a sacar el tema desde hace unos años… aunque sospecho que eso está a punto de cambiar.
Andrew le tomó la mano y ella reprimió un suspiro de placer al sentir esos dedos callosos cerrándose alrededor de los suyos.
– He visto a los padres de la camada, y ninguno de los dos perros era grande. Fritzborne ha mencionado que le encantaría tener un perro en los establos si no quisieras al animal dentro de la casa. Dice que un perro mantendría a todos esos gatos a raya.
Catherine lo meditó durante unos instantes y luego dijo:
– No te negaré que Spencer ya no es un niño. Y que es cuidadoso. Y fuerte. Un joven como él merece un cachorro si lo desea. -Negó con la cabeza-. Todo parece estar cambiando, y muy deprisa. Juro que parece que fue ayer cuando no era más que un bebé en mis brazos.
– Sólo porque algo parezca estar cambiando deprisa, no significa que sea malo, Catherine. Según mi experiencia, normalmente significa que esas cosas son… inevitables. -Antes de que a ella se le ocurriera algo que responder, añadió-: Aquí llega Spencer. -Retiró su mano con obvia reticencia y luego se la metió en el bolsillo del chaleco y sacó el reloj. Tras consultar la hora, miró a Catherine con una expresión que la abrasó-. Siete horas y treinta y tres minutos hasta la medianoche, Catherine. Rezo para poder aguantar tanto.
No era él el único que rezaba esa oración en particular. Esa noche la aventura entre ambos alcanzaría su inevitable fin. Un poco antes de lo que ella había anticipado, pero sin duda sería lo mejor.
Sí, sin duda.
Capítulo 18
Hay puntos sutiles y menos obvios en el cuerpo de todo hombre y de toda mujer que, al ser tocados, besados, acariciados y frotados provocan sensaciones intensas y placenteras. Por ejemplo, la zona lumbar. La nuca. Los lóbulos de la oreja. La cara interna de la muñeca y de los codos. Las pantorrillas. La parte interna de los muslos. La mujer moderna actual debería esforzarse por descubrir todos los puntos deliciosamente sensibles del cuerpo de su amante y asegurarse de que él descubra todos los suyos…
Guía femenina para la consecución
de la felicidad personal y la satisfacción íntima
CHARLES BRIGHTMORE
Andrew se dirigió a los manantiales, intentando desbrozar el nudoso problema que todavía parecía no tener solución. ¿Qué hacer con Catherine?
Naturalmente, sabía perfectamente lo que quería hacer, había dado pasos hacia ese fin en Londres, aunque todos sus instintos le advertían de que era demasiado pronto para declarar su amor y pedirle su mano. Por enésima vez maldijo los hados que le obligaban a marcharse al día siguiente. A pesar de que había hecho progresos obvios, no había tenido tiempo suficiente para ganarse su corazón. Para convencerla de que cambiara su opinión sobre el matrimonio. Para encontrar algún modo de contarle la verdad sobre su pasado. Rezar para que esa información no la volviera contra él. Necesitaba tiempo, algo que desgraciadamente no tenía.
También necesitaba paciencia, que cada vez le resultaba más difícil reunir. Había deseado a esa mujer, la había amado desde lo que se le antojaba una eternidad. Todo en su interior se revelaba contra la idea de tomarse meses y meses para cortejarla despacio. La deseaba de inmediato.
Temía que todo el terreno ganado hasta la fecha se perdiera al marcharse. Ella sólo deseaba una relación a corto plazo. Él sospechaba que en cuanto Catherine volviera a su rutina habitual, no estaría dispuesta a invitarle de nuevo a Little Longstone. Lo cierto es que una visita de esas características bien podía convertirse en fuente de habladurías. Una cosa era quedarse unos cuantos días tras haberla escoltado hasta su casa para que no tuviera que viajar desde Londres sola. Otra muy distinta era realizar viajes de regreso simplemente para visitarla.
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