Cuando se aproximaba ya a la última curva del sendero antes de llegar a los manantiales, el chasquido de una pequeña rama llamó su atención. Lo primero que pensó fue que se trataba de Catherine, pero a continuación percibió un leve olor a tabaco. Se tensó y se volvió apresuradamente, pero con un segundo de retraso. Algo se estrelló contra la parte posterior de su cabeza y su mundo se fundió en negro.
Catherine estaba de pie al borde de los manantiales, mirando el agua templada y suavemente burbujeante, esperando la llegada de Andrew. Se había envuelto en su propia resolución como en una armadura, atándose con fuerza el corazón para evitar cualquier riesgo de que éste escapara a sus confines. Durante años había estado satisfecha con su existencia solitaria, compartiendo su vida con Spencer, disfrutando de las aguas y de sus jardines y de su amistad con Genevieve. La presencia de Andrew amenazaba con invadir el puerto seguro que se había construido allí, removiendo todos esos sentimientos confusos, los anhelos y deseos que ella no albergaba. Necesitaba desesperadamente recuperar el equilibrio. Después de esa noche, así lo haría. Esa noche les pertenecía a ella y a Andrew. Al día siguiente cada uno seguiría su camino. Y así era como ella lo quería.
El sonido amortiguado de una pequeña rama al romperse la despertó de su ensueño y el corazón le dio un vuelco de pura anticipación. Segundos después, oyó lo que le pareció un golpe sordo seguido de un suave gemido, al que siguió un segundo golpe.
– ¿Andrew? -llamó con voz queda. Sólo le respondió el silencio. Se puso de puntillas y atisbó por encima del murete de piedra que dibujaba una curva alrededor de los manantiales, y miró hacia el sendero oscuro. Sólo pudo ver negras sombras, y, a pesar de quedarse escuchando varios segundos, no oyó nada salvo el crujido de las hojas en la suave brisa. ¿Habría imaginado aquel sonido? ¿O quizá Andrew había tropezado con una rama o con la raíz de un árbol en la oscuridad?
– ¿Andrew? -volvió a llamarle, esta vez elevando un poco la voz. Silencio. Maldijo el hecho de no haber llevado con ella una linterna, pero conocía tan bien el sendero que conducía a los manantiales que podía recorrerlo con los ojos cerrados. Además, no había querido arriesgarse a que nadie viera la luz desde la casa. ¿Andrew habría también intentado evitar ser descubierto y habría resultado herido como consecuencia de ello?
Catherine salió de detrás de las rocas y caminó apresuradamente por el sendero. En cuanto dobló la curva vio el cuerpo estirado boca abajo en el suelo.
– ¡Andrew! -Con el corazón en la boca, corrió hacia él, rezando para que no estuviera malherido. Justo en el momento en que llegó hasta él, se vio sujetada brutalmente desde atrás. Un fuerte brazo la agarró por debajo del pecho, aprisionándole los brazos a los costados, y tiró de ella hacia atrás, levantándola del suelo. Catherine logró chillar una vez antes de que su agresor le tapara la boca con la otra mano.
Catherine pateó y se revolvió con fiereza, pero no tardó en resultarle obvio que nada podía hacer contra la fuerza superior de ese hombre. El hombre medio la arrastraba y medio cargaba con ella hacia los manantiales. Alejándola de Andrew.
Andrew. Dios mío. Debía de haber sido víctima de aquel rufián. ¿Seguiría vivo? Redobló sus frenéticos esfuerzos, retorciéndose, pateando, aunque en vano mientras era arrastrada, cada vez más cerca del agua.
Unos sonidos lejanos que se elevaban y se desvanecían como una fuerte marea se colaban entre la densa niebla que cubría la mente de Andrew. Un espantoso dolor le palpitaba tras los ojos y, con un esfuerzo hercúleo, logró abrir los párpados. Parpadeó y miró… ¿el cielo oscuro?
Tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para empujarse hasta lograr sentarse, esfuerzo que le obligó a cerrar los ojos para contener la náusea y los agudos alfilerazos que radiaban desde su cabeza. Respiró hondo varias veces, intentando asimilar lo ocurrido y comprender por qué demonios le dolía tanto la cabeza. Iba de camino a los manantiales. A encontrarse con Catherine. Un ruido a su espalda. Luego… alguien atacándole desde atrás. Se le abrieron los ojos de golpe. Catherine.
Un sonido rasposo, seguido de un gruñido amortiguado, procedente de la zona cercana a los manantiales, captó su atención y Andrew se obligó a levantarse. Dio unos cuantos pasos a trompicones y tuvo que pegar la palma de la mano contra el tronco de un árbol durante varios segundos hasta que hubo pasado el mareo y recuperó el equilibrio. En cuanto se le aclaró la vista, se movió silenciosamente por el sendero. Al rodear la curva, el espectáculo con el que se encontró paralizó todas y cada una de sus entrañas: la respiración, la sangre, el corazón.
Catherine, quien se debatía con todas sus fuerzas, era arrastrada tras las altas rocas que rodeaban los manantiales por una figura vestida de oscuro. Desaparecieron de su vista y Andrew echó a correr hacia delante. Cuando apenas había dado media docena de pasos, oyó gritar a Catherine. Su chillido quedó silenciado por un fuerte chapoteo.
Con la sangre latiéndole en los oídos, Andrew corrió hacia el lugar de donde procedía el ruido. Rodeó las rocas y al instante evaluó la situación. El bastardo miraba las burbujeantes aguas del manantial. Sin duda había empujado a Catherine al agua, pues no se la veía por ninguna parte. Y no había asomado a la superficie…
Con un rugido de rabia, Andrew cogió al hombre por el cuello de la camisa y lo levantó del suelo. Las miradas de ambos se encontraron y una sacudida de reconocimiento recorrió a Andrew de la cabeza a los pies.
– Es usted, bastardo -gruñó. Su puño destelló, estampándose contra la nariz del hombre. Luego lo lanzó de espaldas contra las rocas. El cuerpo del hombre colisionó con un golpe sordo. Cayó entonces al suelo con un gemido y la cara cubierta de sangre.
Andrew no esperó a ver al bastardo dar contra el suelo. Saltó al burbujeante manantial. El agua tibia se cerró sobre su cabeza y luchó contra el pánico que se adueñó de él, atornillándole entre sus garras. Sus pies dieron contra algo duro y desde allí se impulsó hacia arriba. Su cabeza quebró la superficie e inspiró aire entre jadeos al tiempo que sus pies se aposentaban en el fondo y el agua tibia se arremolinaba alrededor de su pecho.
Se adentró vadeando en el estanque, agitando las manos dentro del agua y escudriñando frenético la superficie. A un par de metros por delante de él vislumbró lo que parecía un trozo de material oscuro. Se lanzó a cogerlo y tiró de él.
Era Catherine. Su vestido. Tiró de ella hacia arriba, sacándole la cabeza del agua. Catherine quedó colgando como un trapo mojado entre sus brazos.
– Catherine. -Su voz sonó como un afilado chirrido. Acunándola con un brazo, con el agua arremolinándose alrededor de los dos, le apartó el pelo mojado del rostro. Sus dedos percibieron un bulto justo encima de su oreja y se le tensó la mandíbula. Debía de haberse golpeado la cabeza cuando aquel bastardo la había tirado al agua.
– Catherine… por favor, Dios mío… -La sacudió suavemente y le dio firmes palmadas en las mejillas, apremiándola para que respirara, incapaz él mismo de respirar mientras miraba su rostro pálido, mojado e inmóvil. La atrajo más hacia él, apretándola contra su cuerpo, susurrando su nombre, suplicándole que respirara. Que abriera los ojos.
De pronto ella tosió. Volvió a toser. Y entonces jadeó, intentando tomar aliento.
– Así -dijo Andrew, dándole fuertes palmadas entre los omóplatos. Tras varias toses ahogadas más, sus párpados revolotearon hasta abrirse del todo y lo miró con una expresión confusa. Pestañeó y levantó una temblorosa mano mojada a su mejilla.
– Andrew.
Aquel ronco susurro fue el sonido más hermoso que él había oído en su vida.
– Estoy aquí, Catherine.
– Estabas herido. Pero estás bien.
Sin duda no lo estaba. En una décima de segundo había estado a punto de perder todo lo que le importaba en la vida.
El temor asomó a los ojos de Catherine, que se encogió en sus brazos.
– Hay un hombre, Andrew. Me cogió, y debe de haberte herido.
– Lo sé. Es…
La mirada de Andrew quedó congelada en el lugar vacío donde había visto por última vez al agresor deslizarse al suelo contra el murete de roca. En su desesperado intento por salvar a Catherine se había olvidado por un instante del bastardo. Era evidente que sólo lo había aturdido. Rápidamente barrió la zona con la mirada, pero no vio nada.
– Se ha ido. -Sujetando bien a Catherine contra su pecho, vadeó hasta el borde del manantial y la dejó con sumo cuidado en el suave bordillo de roca. Catherine ya se había puesto de pie cuando Andrew salió del agua.
– ¿Puedes andar? -preguntó Andrew, alternando su vigilante mirada entre el rostro de ella y las inmediaciones.
– Sí.
Sacó el cuchillo que llevaba en la bota, maldiciéndose por no habérselo clavado al bastardo cuando había tenido ocasión, pero todos sus pensamientos se habían concentrado en llegar a Catherine antes de que fuera demasiado tarde. Y a punto había estado de serlo.
– Le he herido -le susurró Andrew al oído-, aunque obviamente no lo suficiente. Espero que esté por ahí lamiéndose las heridas y que no vuelva a intentarlo esta noche, pero no puedo estar seguro de ello. Volveremos lo más deprisa y lo más silenciosamente posible a casa. No me sueltes la mano.
Catherine asintió. Con el cuchillo en una mano y agarrando con firmeza la mano mojada de Catherine con la otra, echaron a andar por el oscuro sendero. Veinte minutos más tarde, llegaron a la casa sin sufrir ningún otro incidente.
Tras cerrar con llave la puerta al entrar, Andrew encendió una lámpara de aceite y se tomó un momento para examinar el bulto que Catherine tenía en la cabeza. Catherine se estremeció cuando los dedos de él palparon el punto sensible de la herida, pero enseguida le tranquilizó.
– Estoy bien.
– De acuerdo. Quiero registrar y asegurar bien la casa. -Encendió otra lámpara y se la dio a ella-. No te apartes de mi lado. -No estaba dispuesto a perderla de vista.
– Quiero ir a ver si Spencer está bien -dijo Catherine con los ojos colmados de angustia.
– Bien, eso es lo primero -concedió Andrew, empezando a subir las escaleras.
Después de asegurarse de que Spencer estaba a salvo, susurró:
– Quédate aquí con él. Quiero echar un vistazo al resto de habitaciones. Cierra la puerta con llave cuando yo salga y sólo ábreme a mí. -Sacó entonces el cuchillo-. Coge esto.
Catherine abrió los ojos como platos y tragó saliva audiblemente. Pero aceptó el arma con expresión decidida en su mirada.
– Ten cuidado -susurró.
Andrew asintió y luego salió de la habitación. En cuanto oyó el chasquido de la puerta al cerrarse a su espalda, se dirigió a su habitación. Cuando se hubo asegurado de que nadie acechaba en su dormitorio, sacó la pistola y otro cuchillo de la funda de cuero que guardaba en el fondo del armario.
– Ahora estoy preparado para enfrentarme a ti, maldito. -Docenas de preguntas zumbaban en su cabeza, la más persistente de las cuales era «¿Por qué?», aunque las respuestas tendrían que esperar.
Se metió el cuchillo en la bota, cogió la lámpara de aceite con una mano, acomodó el reconfortante peso de su pistola en la otra, y salió a registrar y a asegurar la casa.
Catherine se quedó en la habitación de Spencer, agarrada al cuchillo, aguzando el oído ante cualquier sonido extraño y sin apartar la mirada en ningún momento del rostro de su hijo, que quedaba suavemente iluminado por la lámpara de aceite que había colocado en su escritorio. La ropa mojada se le pegaba al cuerpo como una incómoda segunda piel, y apretó los labios con fuerza para impedir que le castañetearan los dientes. No estaba segura de si los escalofríos que la recorrían eran más el resultado de estar aterida o de la conmoción provocada por el susto de esa noche.
Spencer se movió en la cama, soltó un pequeño suspiro, volvió a relajarse y Catherine cerró con fuerza los ojos. Había creído que el peligro había pasado, estaba convencida de que el disparo del que había sido víctima en Londres fue un accidente fortuito, en absoluto relacionado con la Guía ni con Charles Brightmore, pero obviamente se equivocaba. Dios santo, ¿qué había hecho? La culpa y la autorrecriminación le ataron un nudo corredizo al cuello, estrangulándola. Andrew podía fácilmente haber sido asesinado. Ella podría haberse ahogado. Y sólo Dios sabía qué clase de amenaza habían forjado sus actos sobre su familia.
Mantuvo su silenciosa vigilia mientras el corazón se le aceleraba con cada crujido de la casa, rezando por la seguridad de Andrew. Cuando por fin oyó que llamaban con suavidad a la puerta, las rodillas le temblaron de puro alivio.
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