– Catherine, soy yo -se oyó la voz queda de Andrew desde el pasillo.

Sosteniendo en alto la lámpara de aceite, abrió la puerta, totalmente convencida de no haberse sentido más aliviada de ver a alguien en toda su vida. Andrew le indicó que se uniera a él en el pasillo. En cuanto lo hizo, cerró con cuidado la puerta de la habitación de Spencer, luego la llevó en silencio directamente a la habitación de Catherine. Cuando la puerta se cerró tras ellos y se vieron al amparo de la intimidad, Andrew dejó las lámparas de ambos sobre la repisa de mármol que coronaba la chimenea y la estrechó entre sus brazos.

Catherine deslizó sus brazos alrededor de la cintura de él y apoyó la cabeza sobre su pecho, absorbiendo los intensos y acelerados latidos de su corazón contra su mejilla.

– La casa no corre peligro -dijo Andrew con suavidad, cálidas palabras contra las sienes de ella-. Está libre de intrusos. He cerrado bien todas las puertas y ventanas. He despertado a Milton, le he informado de lo ocurrido y le he dado instrucciones de que informe a su vez al resto del servicio por la mañana. -Se inclinó hacia atrás y con el dedo alzó la barbilla de Catherine-. Sé quién ha hecho esto, Catherine. Le he visto. Le he reconocido. Y te juro que lo encontraré.

– ¿Quién es?

– Un hombre llamado Sydney Carmichael.

Catherine frunció el ceño.

– Estuvo presente en la fiesta de cumpleaños de mi padre y en la velada celebrada por el duque.

– Sí. Es, o mejor dicho, era uno de los potenciales inversores del museo. Hablé ayer mismo con él en Londres. -Un profundo ceño le arrugó la frente-. A pesar de la oscuridad, sé que era él. Lo que no entiendo es por qué haría algo así. Ni siquiera había donado fondos para el museo, de modo que no puede lamentar la pérdida de una sola libra.

A Catherine el estómago le dio un vuelco. Lamentaba tener que decírselo, pero no tenía elección. Inspiró hondo y dijo:

– Temo que yo sí sé por qué, Andrew.

La mirada de él se aguzó, pero en vez de exigir una explicación inmediata, dijo:

– Estoy ansioso por saber lo que piensas, pero antes tenemos que ponerte ropa seca para que no enfermes. Date la vuelta.

Por primera vez, Catherine reparó en que él se había cambiado de ropa y se había puesto una camisa de lino y unos pantalones limpios. Se volvió y sintió cómo él le desabrochaba hábilmente la fila de botones de la espalda del vestido. Después de que él la ayudara a quitarse el vestido y la ropa interior mojados, Catherine se hizo con un camisón, un salto de cama y unas zapatillas. Mientras Andrew colocaba su ropa mojada en el respaldo de un sillón de orejas y avivaba el fuego, que para entonces apenas ardía en la chimenea, ella se vistió rápidamente.

Tras anudarse el salto de cama a la cintura, Catherine se encaminó a la chimenea, donde se tomó un instante para dejar que las llamas terminaran de liberarla de los últimos escalofríos. Cuando entró en calor, se volvió hacia Andrew. El fuego envolvía la estancia en un parpadeante halo dorado, tiñendo los rasgos de Andrew de contrastados marcos de sombra y de luz. Tenía los ojos serios y preñados de preguntas mientras la observaban, aunque no decía nada, esperando pacientemente a que ella hablara.

Juntando las nerviosas manos a la altura de la cintura, Catherine dijo:

– No estoy segura de cómo decirte esto, como no sea decírtelo tal como es. Sabes bien que hay mucha gente que se ha sentido airada por la Guía femenina y que existe un gran interés por el autor.

– Sí.

– Y que se han emitido amenazas contra la vida de Charles Brightmore.

Andrew entrecerró los ojos.

– ¿Amenazas contra su vida? ¿Y tú cómo lo sabes?

– Oí hablar a lord Markingworth, a lord Whitly y a lord Carweather durante la fiesta de cumpleaños de mi padre. Dijeron que querían ver muerto a Charles Brightmore y también les oí mencionar a un investigador al que habían contratado para dar con él. Ahora veo con claridad que el tal señor Carmichael es el hombre al que contrataron, y esta noche a punto ha estado de llevar a buen puerto su misión. Una vez más. -La mirada de Catherine se clavó en la de él-. Yo soy Charles Brightmore, Andrew. Fui yo quien escribió la Guía y quien la publicó bajo seudónimo.

De todas las reacciones que hubiera podido esperar, ninguna se acercaba a esa… calma inmutable.

– Debo decir que no pareces muy sorprendido.

– Confieso que no lo estoy, puesto que albergaba mis sospechas. El lapsus verbal que tuviste la otra noche me puso en sobreaviso. Esta mañana he visitado a lord Bayer antes de salir de Londres.

– ¿A mi editor? -preguntó Catherine, perpleja-. Pero sin duda no me habrá identificado como Charles Brightmore.

– No. Yo sabía que no lo haría y tampoco deseaba pillarme los dedos preguntándoselo directamente. Sin embargo, cuando mencioné casualmente tu nombre durante nuestra conversación, el señor Bayer se tiñó de un interesante tono rosáceo. Y cuando mencioné otro nombre, se sonrojó definitivamente.

– ¿Otro nombre?

– Sin duda no escribiste la Guía tú sola. A juzgar por la gran cantidad de «primeras veces» que hemos compartido, era tarea imposible. Alguien más estaba implicado… y mis sospechas recaían en tu amiga, la señora Ralston.

Dios santo. Aquel hombre era demasiado listo. Un rasgo admirable, aunque en ese caso en particular también alarmante.

– Puesto que tanto el señor Carmichael como tú habéis sido capaces de desvelar la verdadera identidad de Charles Brightmore, es sólo cuestión de tiempo que alguien más lo descubra y que todo Londres se entere.

– No sabría decirte si Carmichael estaba investigando por cuenta propia o ajena, pero sin duda no es él el hombre contratado por lord Markingworth, Whitly y Carweather.

– ¿Y qué te hace pensar eso?

– Porque yo soy el hombre al que contrataron.

Catherine sintió literalmente que la sangre le abandonaba la cara y de pronto se acordó de por qué nunca le habían gustado las sorpresas. Precisamente porque eran tan condenadamente… sorprendentes. De haber podido, se habría reído de la ironía.

Se aclaró la garganta para localizar su voz.

– Bien, en ese caso mi confesión no ha hecho sino facilitar tu misión.

Andrew arqueó las cejas.

– De hecho, me coloca en una posición muy incómoda. Tenía muchas ganas de hacerme con la recompensa que me habían ofrecido.

– ¿Recompensa? ¿Cuánto?

– Quinientas libras.

Catherine se quedó boquiabierta.

– Pero eso es una fortuna.

– Lo sé. -Andrew se pasó las manos por la cara y soltó un prolongado suspiro-. Tenía planes para ese dinero. -Antes de que ella pudiera preguntar qué clase de planes, él prosiguió-: Naturalmente, no debes temer que revele tu identidad.

– Gracias, aunque creo que tu silencio es en vano, pues es obvio que el señor Carmichael también sabe la verdad.

La mandíbula de Andrew se tensó.

– Si sabe lo tuyo, también es muy posible que esté al corriente de la implicación de la señora Ralston.

Catherine se llevó las manos a las mejillas al tiempo que la culpa la abofeteaba.

– ¿Cómo no he pensado en eso antes? Genevieve también corre peligro. Debemos avisarla.

– Estoy de acuerdo. Pero no voy a permitir que salgas de aquí, y yo no voy a dejarte. Milton puede informarla de los acontecimientos de esta noche y avisarla, a ella y a su servicio, para que estén en guardia. Puede llevarse con él a un criado y a Fritzborne para que le sirvan de protección. -Le apretó la mano-. Estaré aquí en unos minutos. Caliéntate delante del fuego, y…

– No abras la puerta hasta mi regreso -añadió Catherine, terminando la frase por él con una débil sonrisa.

Andrew regresó diez minutos más tarde y dijo:

– Están de camino hacia la casa de la señora Ralston.

El alivio logró disminuir un poco la ansiedad de Catherine.

– Gracias.

– De nada. Y ahora, volvamos a tu implicación en la Guía. ¿Debo entender que el libro fue idea de la señora Ralston?

Catherine asintió.

– Me dijo que quería escribir un libro, pero que el paralizante dolor que sufre en las manos le impedía hacerlo. Me ofrecí a ser sus manos.

Incapaz de permanecer quieta por más tiempo, empezó a caminar de un lado a otro delante de él.

– Resultó muy estimulante escribir las palabras que Genevieve me dictó e implicarme en el proyecto. Hacía años que nadie, aparte de Spencer, me necesitaba, y disfruté lo indecible sintiéndome útil. Y, en cuanto al contenido, lo encontré fascinante. Estimulante. Y demasiado familiar. Para mí supuso una gran satisfacción saber que estaba ayudando a dar a las mujeres una información que yo hubiera deseado conocer antes de casarme. Y confieso que me produjo un perverso placer la idea de escandalizar a todos esos hipócritas. Disfrutaba con la idea de infligir anónimamente un castigo por el modo cruel con el que tanta gente había tratado a Spencer.

Guardó silencio y giró sobre sus talones para mirarle directamente.

– ¿Sabes acaso lo que aquellos a los que consideraba mis amigos susurraban a mi espalda cuando nació Spencer? ¿Lo que mi propio esposo me dijo a la cara? -Sus manos se cerraron en dos tensos puños-. Que no había esperanza para él. Que su deformidad era espantosa, y que sin duda su cerebro estaría tan deforme como su pie. Que no merecía heredar el título. Que habría sido mejor que hubiera muerto. -La voz se le quebró al pronunciar la última palabra. Ni siquiera se dio cuenta de que las lágrimas se deslizaban por sus mejillas hasta que una gota le cayó en la mano.

Andrew se acercó a ella y acunó su rostro entre sus palmas, enjugándole las mejillas mojadas con los pulgares.

– No sabes cuánto siento que Spencer y tú hayáis tenido que soportar una crueldad tan innombrable como esa.

– Lo único que yo veía era mi dulce y hermosa criatura -susurró Catherine-, con los ojos llenos de un dolor que nada tenía que ver con su enfermedad cada vez que algún miembro «distinguido» de la sociedad le rechazaba.

Inspiró hondo, estremeciéndose.

– Pero nunca, ni en mis más enloquecidas imaginaciones, se me ocurrió que, al escribir la Guía, me estaría poniendo, no sólo a mí sino también a mi hijo, en peligro. -Levantó su mano vacilante y se la llevó a la cara-. Y a ti, Andrew. Obviamente, el señor Carmichael deseaba esta noche hacerme daño. Cuando te has interpuesto en su camino, te ha atacado a ti. Podría haberte matado.

Andrew volvió la cabeza para depositar un fervoroso beso en la palma de su mano.

– Tengo la cabeza muy dura. Y es evidente que también Carmichael. Creía que había terminado con él.

– Carmichael -repitió ella, frunciendo el ceño-. ¿Acaso no es él el hombre que identificó a la persona que me disparó?

– Sí. Una pequeña coincidencia. Y no creo demasiado en las coincidencias. A juzgar por cómo nos ha atacado esta noche, estoy seguro de que Carmichael tiene algo que ver con el disparo. A fin de desviar las sospechas que pudieran apuntar hacia él, afirmó ser testigo e identificó a otra persona como el autor del disparo. El hombre que fue arrestado no ha dejado de clamar su inocencia.

Catherine sintió un escalofrío. Se apartó de Andrew y se envolvió entre sus propios brazos.

– No puedo creer que la Guía, por muy escandalosa que sea, lleve a nadie al asesinato. Me has salvado la vida.

– No sabes cuánto me alivia saber que haya salido así. Podría perfectamente habernos matado a los dos.

– ¿A qué te refieres?

– Si el agua del manantial hubiera sido un poco más profunda, me temo que las cosas no habrían salido tan bien. Yo… no sé nadar.

Catherine le miró fijamente.

– ¿Cómo dices?

– Que no sé nadar. No sé dar una sola brazada. Spencer se ofreció a enseñarme. Durante una lección, invertimos casi todo el tiempo en convencerme simplemente para que me quedara de pie en el agua. -Guardó silencio durante unos segundos y luego añadió en voz baja-: Mi padre murió ahogado. Siempre me ha dado miedo el agua.

La zona que rodeaba el corazón de Catherine se contrajo para volver a expandirse.

– Aún así, no dudaste en ningún momento en tirarte al agua para salvarme.

Andrew tendió los brazos y la cogió con suavidad de los hombros.

– Mi querida Catherine, ¿acaso todavía no te has dado cuenta de que por ti sería capaz de caminar sobre el fuego?

Se le inflamó la garganta. Sí, claro que sí. Estaba todo ahí, en sus ojos, las emociones de Andrew desnudas para que ella pudiera verlas. Emociones para las que no estaba preparada. Emociones que la asustaban. Que la aterraban.

– Yo no… no sé qué decir -murmuró.

– No tienes que decir nada. Sólo escucha. -Y tomándola de la mano fueron hasta el sofá, donde se sentó e hizo que ella se sentara a su lado-. Tengo algo que decirte, Catherine. Algo que llevo viviendo en agónico silencio, pero que, después de haber estado a punto de perderte esta noche, ya no puedo callar más.