Por fin, Catherine se volvió y le miró con unos ojos solemnes y brillantes, colmados de lágrimas no derramadas.
– La querías mucho.
– Sí. Era una joven callada y solitaria que jamás hizo daño a nadie. Fuimos los mejores amigos durante años. Habría hecho cualquier cosa por protegerla. En vez de eso, fue ella la que murió intentando protegerme.
– ¿Por qué, tras permanecer callado durante todos estos años, me cuentas esto?
Andrew vaciló y luego preguntó:
– Antes de decírtelo, ¿podría hacer uso de una hoja de papel vitela y de una pluma?
La sorpresa de Catherine fue evidente, pero se levantó y fue hasta el escritorio situado junto a la ventana, de donde sacó una hoja de papel vitela de un estrecho cajón.
– Aquí lo tienes.
– Gracias.
Andrew se sentó en la silla de delicado tapiz y cogió la pluma de manos de Catherine. Por el rabillo del ojo la vio cruzar la estancia hasta la chimenea. Tras varios minutos, se reunió allí con ella y le entregó el papel vitela.
Catherine miró las inscripciones con expresión confundida.
– ¿Qué es esto?
– Jeroglíficos egipcios. Deletrean los motivos por los que te he hablado de mi pasado.
– Pero ¿por qué ibas a escribir tus motivos empleando una lengua que yo no puedo comprender?
– En la fiesta de cumpleaños de tu padre, me hablaste de los métodos de lord Nordnick en relación a lady Ofelia. Dijiste que debería recitarle algo romántico en otra lengua. Esta es la única otra lengua que conozco.
La mirada sorprendida de Catherine se encontró con la de él. Andrew tocó el borde del papel vitela.
– La primera línea dice «Me salvaste la vida».
– No entiendo cómo puedes decir una cosa así, pues es culpa mía que hayas resultado herido esta noche.
– Esta noche no. Hace seis años. La mañana después de unirme a Philip en su campamento, le encontré sentado en una manta junto a la orilla del Nilo, leyendo una carta. Según me dijo, la carta era de su hermana. Me leyó algunos divertidos fragmentos y me senté a su lado a escuchar las palabras que le habías escrito, presa de la envidia al ver el obvio afecto que os profesabais. Me habló entonces de ti, de lo infeliz que eras en tu matrimonio, de la alegría que habías encontrado en tu hijo y también de la aflicción de Spencer. Cuando volvimos al campamento, me mostró la miniatura que le habías dado antes de partir de Inglaterra.
Cerró los ojos un segundo, reviviendo el instante en que había puesto los ojos por primera vez en la imagen de Catherine.
– Eras muy hermosa. No me cabía en la cabeza que tu marido no venerase el suelo que pisabas. A partir de ese momento, con cada historia que Philip me contaba sobre ti, mi consideración y mi admiración fueron a más, y creo que ansiaba recibir las cartas que le enviabas a Philip incluso más que él mismo. Tu bravura, tu fortaleza ante tu situación marital y las dificultades de Spencer me conmovían profundamente, animándome a la vez a examinar mi más honda pena y culpa por mi pasado y la vida disoluta que había llevado desde mi partida de Norteamérica. Tu bondad, tu gentileza y tu coraje me inspiraban, forzándome a cambiar mi vida. A redimirme. Yo sabía que algún día volvería a Inglaterra con Philip y estaba decidido a ser una persona de la que lady Catherine pudiera sentirse orgullosa. Tú me enseñaste que la bondad y la gentileza todavía existían y me diste la fuerza de voluntad para volver a desearlas. Hace seis años que quiero darte las gracias por eso. -Tendió la mano y estrechó la de Catherine entre la suya-. Gracias.
El corazón de Catherine palpitaba envuelto en lentos e intensos latidos ante sus palabras y la total sinceridad de sus ojos oscuros. Tragó saliva. Su corazón penaba por él, por la desesperación con la que Andrew había vivido durante tanto tiempo.
– De nada. No tenía la menor idea de que mis cartas te hubieran… inspirado de tal modo. Siento mucho el dolor que has sufrido y me alegro de que hayas podido encontrar la paz en tu interior.
Sin apartar la mirada, Andrew le soltó la mano y a continuación tendió el brazo para tocar el borde del papel vitela.
– La segunda frase dice: «Te quiero».
Catherine se quedó totalmente inmóvil, a excepción de su pulso, que palpitaba errática. Los sentimientos de Andrew hacia ella refulgían en sus ojos sin la menor tentativa por ocultarlos.
– Mi mente comprende que mi condición social y mi pasado no me hacen merecedor de ti. Pero mi corazón… -Andrew negó con la cabeza-. Mi corazón se niega a escuchar. La lógica me dice que debería esperar, darme más tiempo para cortejarte. Pero esta noche he estado a punto de perderte y sencillamente no puedo esperar. Nuestra amistad, los momentos que hemos pasado juntos como amantes, todo lo que hemos compartido, cada caricia, cada palabra, me ha dado más felicidad de la que puedo describir. Pero ser tu amante no es suficiente.
Se metió la mano en el bolsillo del chaleco y sacó de él un objeto que le mostró al instante.
– Quiero más. Lo quiero todo. Todo de ti. Quiero que seas mi esposa. Catherine, ¿quieres casarte conmigo?
El fondo pareció desaparecer de golpe del estómago de Catherine. Se quedó mirando la perfecta esmeralda ovalada engastada en un sencillo aro de oro que ahora reposaba en la callosa mano de Andrew. Debía de haber comprado la gema mientras estaba en Londres. Las lágrimas intentaron abrirse paso desde el fondo de sus ojos. Desconsuelo, confusión e inesperado anhelo… todo ello entró en conflicto en su interior. Sus emociones fueron de pronto un revoltijo a flor de piel, cada una exigiendo su atención hasta que simplemente se vio incapaz de diferenciarlas entre sí.
– Ya sabes lo que opino del matrimonio.
– Sí. Y, dada tu experiencia, tus reservas son comprensibles. Pero también sabes cómo me siento yo al respecto. Te dije en el carruaje, durante el viaje de regreso a Little Longstone, que quería una esposa y una familia. ¿Creías acaso que soy la clase de hombre que podría comprometerte para luego dejarte?
– Andrew, no soy ninguna joven y virginal señorita a la que un hombre pueda «comprometer». Soy una mujer moderna y adulta que disfruta de una aventura placentera. Cuando dijiste que querías una esposa, describiste un parangón de perfección de cuya existencia dudo mucho.
– No. La estaba mirando en ese preciso instante. Tú eres todas las cosas que describí entonces, y muchas más: una mujer con sus defectos, que, a pesar de ellos, a causa de ellos, es la mujer perfecta para mí. Te pido que reconsideres tu opinión sobre el matrimonio y que, a cambio, consideres tus sentimientos hacia mí. -La estudió atentamente durante varios segundos y luego dijo con voz queda-: Sé que te importo. Nunca me habrías llevado a tu cama, ni me habrías dejado entrar en tu cuerpo, de no ser así.
El calor arrobó las mejillas de Catherine.
– No te tomé como amante para conseguir una propuesta de matrimonio.
– Lo sé. Y no hay ninguna necesidad de que lo hagas. Te ofrezco mi propuesta por propia voluntad. Y con toda mi esperanza de que, a pesar de todo lo que te he contado esta noche, aceptarás.
– Cuando iniciamos nuestra relación, ambos acordamos que sería algo temporal.
– No, tú insististe en que fuera temporal. Yo nunca estuve de acuerdo. Y, aunque hubiera sido de otro modo, en este mismo instante reniego formalmente de lo dicho. No quiero nada temporal. Quiero el para siempre. Quiero ser tu marido. Quiero ser un padre para Spencer… si él lo desea también. Al menos, quiero ser su amigo y paladín. -Inspiró hondo-. Te he contado mi pasado. Te he dicho lo que siento por ti. Mi corazón y mi alma te pertenecen. Dime lo que quieres hacer con ellos.
Catherine tensó las rodillas en un intento por conseguir que dejaran de temblar.
– No comprendes lo que me estás pidiendo, y sin duda no sabes lo que el matrimonio significa para una mujer. Significa que dejaría de existir. Que lo perdería todo porque ya nada me pertenecería. Pertenecería a mi esposo. Mi marido podría desterrarme al campo, descuidar a nuestro hijo, vender mis posesiones personales… y todo eso legalmente. Ya he pasado por ese horror. No necesito más dinero, ni más contactos familiares. El matrimonio no tiene nada que ofrecerme.
– Está claro que utilizamos diccionarios distintos porque para mí el matrimonio significa cuidar el uno del otro. Querernos juntos. Compartir las risas y ayudarnos en el dolor. Saber que siempre habrá otra persona a tu lado. Pendiente de ti.
– Debo reconocer que tu definición suena maravillosa, pero la experiencia me ha demostrado que el matrimonio nada tiene que ver con eso. ¿Sinceramente crees que tu definición se ajusta a la realidad?
– Supongo que eso depende de por qué se casa una persona. Si nos casamos por dinero o buscando una posición social, estoy entonces de acuerdo en que podría resultar desastroso. Pero si el matrimonio está basado en el amor y en el respeto, porque no puedes imaginarte pasar un sólo día de tu vida sin la persona a la que has entregado tu corazón, entonces sí, creo que puede ser todas esas cosas hermosas. -Andrew tendió la mano en busca de la de ella. Tras dejar suavemente el anillo en su palma, cerró los dedos de Catherine y anidó su puño cerrado entre sus manos-. Catherine, si decides que no quieres casarte conmigo, que sea porque no pertenezco a tu clase social, porque no soy más que un vulgar norteamericano, porque tengo un pasado turbio, porque no me quieres. Pero, por favor, no me rechaces porque crees que te arrebataré cosas cuando lo único que quiero es darte. Dártelo todo. Siempre. Quiero cuidar de ti.
– Creo haber demostrado con bastante claridad durante la última década no necesitar que ningún hombre cuide de mí. -Una enfermiza sensación de pérdida la invadió al ver el dolor que asomaba a los ojos de Andrew. Cierto, ella no quería un marido, aunque también se dio cuenta, con repentina y punzante claridad, de que no quería que Andrew desapareciera de su vida-. ¿Por qué no seguimos como hasta ahora? -dijo, odiando la nota de desesperación que oyó en su voz.
– ¿Teniendo una aventura?
– Sí.
Catherine contuvo el aliento, a la espera de su respuesta. Finalmente, y en voz muy baja, Andrew dijo:
– No. No puedo hacerte eso. Ni a Spencer. Ni a mí mismo. Si seguimos así, llegará el momento en que alguien descubrirá la verdad, y las habladurías no harían más que perjudicaros a ti y a Spencer. No tengo el menor deseo de seguir escondiéndome, viviendo contigo momentos robados y manteniendo mis sentimientos ocultos. Lo quiero todo, Catherine. Todo o… nada.
El suelo pareció moverse bajo los pies de Catherine. La firmeza de la voz y de los ojos de Andrew era inconfundible, y de pronto fue presa de una oleada de rabia.
– No tienes ningún derecho a darme semejante ultimátum.
– No estoy de acuerdo contigo. Creo que el hecho de estar dolorosamente enamorado de ti y de haber compartido tu cama me dan ese derecho.
– El hecho de que hayamos compartido una cama no cambia nada.
– Te equivocas. Lo cambia todo. -Andrew le apretó un poco más la mano-. Catherine, o bien sientes lo mismo que yo, o no lo sientes. O me amas, o no. O quieres pasar el resto de tu vida conmigo, o no.
– ¿Y esperas que te dé una respuesta enseguida? ¿Todo o nada?
– Sí.
Catherine clavó en él la mirada, sintiendo la presión del anillo contra la palma de la mano. Una miríada de conflictivas emociones la golpearon en todas direcciones, pero apartó a un lado el revoltijo de sentimientos y se centró en la rabia: hacia él por obligarla a tomar una decisión como esa y hacia ella misma por haberse permitido vacilar. Su elección estaba clara. No quería un marido. Entonces, ¿por qué le resultaba tan condenadamente difícil decir la palabra precisa que le alejaría de ella?
«Porque esa palabra provocaría justamente eso… alejarle de ella.»
Se humedeció los labios secos.
– En ese caso, me temo que es nada.
Pasaron varios largos y silenciosos segundos y Catherine vio cómo la expresión de Andrew se tornaba vacía, como si hubiera corrido una cortina sobre sus sentimientos. Le palpitó un músculo en la mandíbula y su garganta se accionó en lo que Catherine supuso sería un intento por tragarse su decepción. Despacio, le soltó la mano al tiempo que en el interior de Catherine una vocecilla gritaba «¡No!», aunque mantuvo firmemente cerrados los labios para contenerla. Abrió lentamente la mano y le mostró el anillo. Él miró fijamente la gema durante tanto tiempo que Catherine pensó que se negaría a aceptarla. Y, de hecho, eso fue lo que hizo, tendiendo finalmente la mano y obligándola a que fuera ella quien depositara el anillo en su palma. Después, Andrew se retiró apresuradamente y salió de la habitación, cerrando con suavidad la puerta a su espalda sin volver la vista atrás.
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