Sin apartar los ojos de la puerta cerrada, Catherine se hundió en el sofá. El calor que la mano de Andrew había dejado en la suya en el punto donde se la había tomado apenas segundos antes había desaparecido, dejando un escalofrío que se extendió por todo su cuerpo. Su mente, su lógica, le decían que había tomado la decisión correcta. Sin embargo, el debilitador dolor que le embargaba el corazón indicaba que quizá acababa de cometer un terrible error.


Justo antes del amanecer, Andrew estaba sentado en el borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y las manos acunando su dolorida cabeza. Sin embargo, el dolor sordo que le aquejaba las sienes no era nada comparado con el dolor desgarrador que le aprisionaba el pecho.

¿Cómo era posible que el corazón le doliera tanto y que aún así siguiera latiéndole? Lamentaba no poder achacar el resultado de su propuesta a su precipitada formulación, pero sospechaba que incluso aunque hubiera tardado meses en cortejar a Catherine, al final, ella le habría rechazado de todos modos.

«Pero, al menos, podrías haber disfrutado de esos meses con ella -se mofó de él su voz interna-. Ahora no tienes… nada.»

Andrew gimió y se levantó de golpe. Obviamente había cometido un error obligando a Catherine a elegir entre todo o nada, aunque maldición, llevaba mucho tiempo deseándola, mucho tiempo esperando. Había albergado muchas esperanzas de que ella terminara queriéndole. De que se diera por fin cuenta de que estaban hechos el uno para el otro.

La imagen del bastardo de Carmichael llevándola a rastras hacia los manantiales parpadeó en su mente y sus manos se cerraron con fuerza. ¿Qué había en la Guía que hubiera provocado en él un odio tan encarnizado como para intentar matar a su autor? Sí, las premisas y el explícito contenido de la mujer moderna actual eran escandalosas… pero ¿hasta el punto de incitar al asesinato?

Recordaba haberse encontrado con Carmichael tras el disparo en la fiesta de cumpleaños de lord Ravensly. Había sentido algo extraño, casi familiar, mientras a Carmichael le oía informar de que había visto a un hombre adentrarse a la carrera en Hyde Park tras el disparo. Y había tenido la misma sensación tanto en la velada en casa del duque como en el museo, el día anterior. Philip había dicho que Carmichael había pasado tiempo en Norteamérica…

Andrew cerró los ojos, obligándose a recordar cada detalle de sus encuentros con Carmichael, primero en las fiestas, luego en el museo…

Una imagen apareció en su mente: vio a Carmichael acariciándose la barbilla al tiempo que un arco iris de prismas de luz salían rebotados del diamante cuadrado y de los ónices del anillo que llevaba en el dedo. De pronto, Andrew fue presa de una oleada de reconocimiento y todo se congeló en su interior. Carmichael también llevaba ese anillo en las dos fiestas en las que se habían encontrado. No era el hombre quien había inspirado aquel destello de recuerdo… era el anillo.

Andrew se pasó las manos por la cabeza mientras el corazón le latía con fuerza. Si no hubiera revivido el día de la muerte de Emily, probablemente no habría reparado nunca en ello. Había enterrado ese dolor, esa imagen tan adentro… pero no había lugar a error. El particular anillo de diamantes y ónices era idéntico al que llevaba Lewis Manning el día en que Andrew le había disparado.

«Carmichael no busca a Charles Brightmore. Me quiere a mí.»

La verdad le golpeó como un puñetazo y la cabeza le dio vueltas. Carmichael debía tener alguna conexión con Lewis Mannig. De hecho, a medida que las piezas del rompecabezas rápidamente iban colocándose en su sitio, Andrew se dio cuenta de que existía cierto parecido entre ambos, en la zona que rodeaba los ojos. ¿Sería Carmichael el padre de Lewis? ¿El tío? Probablemente el padre, decidió. Lo cual le daba sin duda un claro motivo para odiarle.

Cuando Catherine había sido víctima del disparo, Andrew estaba de pie junto a ella. La bala iba dirigida a él. Y esa noche, Carmichael había planeado matarle a él, plan que había frustrado la presencia de Catherine. Sin saberlo, le había salvado la vida y a punto había estado de ahogarse en el proceso.

Dio un profundo suspiro y se mesó los cabellos con manos vacilantes. Jesús. Lo único que había pretendido era protegerla, y era él el peligro. Lo cual significaba que tenía que alejarse de ella. De inmediato.

Tras once años, al parecer su pasado le había dado caza. Y en dos ocasiones a punto había estado de matar a Catherine. Bien, Carmichael no dispondría de ninguna oportunidad más.

Se dirigió apresuradamente al armario, sacó su bolsa de cuero del fondo y rápidamente empezó a meter dentro sus pertenencias.

«No te preocupes, Carmichael. Me encontrarás. Voy a ponértelo muy fácil.»


Catherine estaba sentada en su sillón de orejas mirando los restos del fuego que se había extinguido hacía unas horas. La ceniza gris y muerta era un reflejo perfecto de su estado de ánimo.

Con una exclamación de enfado, se levantó y empezó a recorrer la habitación. ¿Qué demonios le ocurría? Había tomado la decisión correcta, la única que podía tomar habida cuenta de las circunstancias. ¿Todo o nada? ¿Cómo podría haber accedido a dárselo «todo»? No podía, así de sencillo. Sin embargo, a pesar de esa lógica, en cierto modo todavía se sentía como si la hubieran cortado por la mitad.

Dios santo, las cosas que Andrew le había dicho. Su pasado la había dejado totalmente conmocionada, pero después de unas horas de reconsideración, la prueba por la que él había pasado no hacía más que reforzar la compasión y la admiración que sentía por él. Sí, había matado a un hombre, pero un hombre que apenas unos segundos antes había intentado matarle. Un hombre que había matado a su esposa… una joven a la que había ayudado arriesgando mucho al hacerlo. Andrew lo había perdido todo, y todo ello en nombre del amor. Aun así, y a diferencia de ella, era obvio que no le había vuelto la espalda al amor ni al matrimonio. Era un hombre gentil, noble, generoso, considerado y…

Oh, Dios, su forma de mirarla, el corazón asomándole a los ojos, esos ojos colmados de deseo abrasador y de desnuda emoción. Catherine se detuvo en seco y sus ojos se cerraron, imaginándole tan claramente como si lo tuviera delante. Nadie la había mirado así antes. Y, que Dios la ayudara, por mucho que había luchado contra ello, por mucho que había intentado negarlo, deseaba que Andrew la volviera a mirar así. Sencillamente no esta preparada para renunciar a él como amante.

Abrió los ojos y siguió caminando por la estancia con la mente enfebrecida. Seguro que si se esforzaba un poco, podría convencerle de que su propuesta era precipitada y persuadirle de que continuaran con su aventura. La mujer moderna actual no iba a permitirle que fuera él quien tuviera la última palabra y desaparecer. No. La mujer moderna actual haría uso de toda la munición que guardaba en su arsenal femenino para tentarle, atraerle, convencerle y seducirle según sus propias convicciones.

En cuanto fue consciente de ello, fue como si el sol asomara entre un banco de nubes. ¿Por qué le habría llevado toda la noche darse cuenta de algo que ahora le resultaba tan obvio? Al instante maldijo su vena testaruda, aunque al menos había recuperado la cordura.

Cuanto antes pusiera en práctica su campaña de persuasión, mejor. ¿Y qué mejor forma de empezar que extenderle una invitación para que regresara a Little Longstone la semana siguiente? Mejor incluso si le extendía la invitación de inmediato. En la cálida intimidad de su dormitorio. Vestida sólo con su camisón y el salto de cama.

La pálida luz del amanecer justo rompía tras los cristales de las ventanas cuando salió del dormitorio y corrió silenciosamente por el pasillo. Al llegar a su puerta, llamó discretamente.

– ¿Andrew? -dijo en voz baja.

El silencio salió a recibirla y Catherine volvió a llamar, aunque siguió sin oír ningún ruido procedente del interior. Preocupada, hizo girar la manilla y abrió la puerta lo suficiente para poder echar una mirada dentro. Le tartamudeó el corazón y luego empujó la puerta hasta abrirla de par en par.

La habitación estaba vacía, y la cama intacta. Recorrió el dormitorio con la mirada, reparando, presa de un perplejo temor, en que no quedaba ninguno de los enseres personales de Andrew. Como en estado de trance, cruzó la estancia hasta el armario y abrió las puertas de roble. Vacío.

Un dolor agudo y penetrante le robó el aliento. Con una cálida humedad abriéndose paso desde el fondo de sus ojos, se volvió hacia la cama y el corazón le dio un vuelco al ver el pequeño paquete colocado sobre la almohada. Corrió por la alfombra y cogió la nota que estaba encima del paquete. Rompió el sello y leyó atentamente las palabras escritas en ella.


Mi querida Catherine:

Creo que Carmichael es el padre de Lewis Manning y que no es a ti, sino a mí, a quien busca. En mi deseo de protegerte del peligro, no hice sino traerlo hasta ti.

Mantén cerradas puertas y ventanas y Spencer, tú y el servicio quedaos en la casa. Me encargaré de que Carmichael no vuelva a hacer daño a nadie.

Dejo como regalo de despedida mi más preciado tesoro. Philip a punto estuvo de dejarlas cuando nos marchamos de Egipto, de modo que las cogí. Desde la primera vez que oí las palabras que le habías escrito a tu hermano, sentí como si me hubieran vuelto del revés. Me enamoré profunda y perdidamente de ti en cuanto vi tu hermosa imagen en esta miniatura. Has vivido en mi corazón desde ese día. He vivido del recuerdo de tus palabras durante años y te doy gracias por el valor y la esperanza que me han infundido. Por favor, guarda el anillo como una muestra de mi gratitud y de mi afecto.

Andrew


Con dedos temblorosos, Catherine desdobló el pequeño envoltorio de lino, consciente, con el corazón en un puño, de que se trataba del pañuelo que ella le había regalado. Al desdoblar el último fragmento de tela, bajó la mirada. El anillo de esmeraldas estaba colocado encima de un grueso fajo de cartas descoloridas atadas con un deshecho lazo de cuero. Al instante reconoció su propia letra.

Sintió que la sangre le abandonaba el rostro. Aquellas eran las docenas de cartas que había escrito a Philip mientras él estaba de viaje. Los tesoros más preciados de Andrew.

La verdad la golpeó como una bofetada dada con el revés de la mano y sintió una abrumadora necesidad de sentarse. El amor de Andrew por ella no era de reciente cuña, como ella había supuesto. Estaba enamorado de ella desde hacía… seis años. Había rescatado esas cartas antes de marcharse de Egipto, guardándolas con él durante todo ese tiempo. Y ahora se las había devuelto. Envueltas en el pañuelo que le había bordado, dejando tras él todo lo que tenía de ella. Porque ella le había alejado de su lado.

Algo mojado le cayó en la mano. Perpleja, miró la lágrima al tiempo que otra, y otra más, caían sobre su piel. Durante todos esos años, mientras sufría los rigores de la soledad, soportando el cruel rechazo e indiferencia que su marido mostraba hacia ella y hacia Spencer, Andrew la había estado deseando. Necesitándola. Amándola.

La dimensión de esa verdad, la profundidad de los sentimientos de Andrew, su devoción, la humillaron, enervándola, y casi pudo sentir cómo el muro que había construido a su alrededor y en torno a su corazón se derrumbaba, dejándola al descubierto y desnudando totalmente sus sentimientos. Convirtiéndolos en algo innegable. Ya no podía seguir ocultándose de ellos. No deseaba solamente a Andrew. Le amaba.

Dejó escapar un sollozo y apretó sus temblorosos labios. Con una impaciente exclamación, se pasó el dorso de la mano por los ojos. Después. Podría llorar después, aunque esperaba con toda el alma que no fuera necesario. Por el momento, necesitaba averiguar dónde habría ido Andrew y pensar en la forma de ayudarle a encontrar a Carmichael. Luego decirle lo estúpida que había sido. Y rezar para que la perdonara por el dolor que sus miedos y su confusión les habían causado a ambos.

Cogió las cartas y el anillo para llevárselos después al pecho, y fue hasta la ventana y perdió la mirada en la suave luz dorada que anunciaba el amanecer. Sus ojos se desviaron a lo lejos, hacia los establos, y parpadeó al ver la conocida figura de hombros anchos de Andrew acercándose a la enorme puerta de doble hoja. El corazón le dio un vuelco de puro alivio. Andrew seguía allí. Si se daba prisa, podría llegar a los establos antes de que él se fuera. Aunque, con Carmichael probablemente acechando en las inmediaciones, necesitaba protección.

Corrió entonces a su habitación, cayó de rodillas ante su armario y sacó de él una vieja sombrerera. Abrió la tapa, cogió la pequeña pistola con mango perlado que ocultaba debajo de un montón de guantes. Puso a continuación las cartas y el anillo de Andrew encima y volvió a colocar la caja en su sitio. Maldiciendo el ulterior retraso, se vistió a toda prisa y, metiéndose la pistola en el bolsillo del vestido, salió de la estancia.