– Extraña elección para sus últimas palabras, aunque qué importa ya. Su vida ha terminado -anunció, apuntando directamente la pistola al pecho de Andrew.
En apenas un segundo, la puerta del establo situado detrás de Carmichael se abrió de improviso, golpeándole con fuerza en la espalda y haciéndole perder el equilibrio. Andrew se lanzó hacia delante. Antes de que Carmichael pudiera recuperar el equilibrio, los puños de Andrew encontraron su objetivo con dos golpes rápidos y potentes que impactaron en la mandíbula y en el diafragma de Carmichael. Éste soltó un gruñido y la pistola se deslizó de sus dedos, aterrizando en el suelo de madera con un golpe sordo. Andrew lo cogió por la corbata y cuando había echado el puño atrás para darle un nuevo golpe, Carmichael puso los ojos en blanco, colgando inerte de la mano de Andrew. Éste lo soltó y Carmichael se derrumbó en el suelo, vio a Catherine quien, respirando pesadamente y con los ojos brillantes en una combinación de furia y triunfo, sostenía entre las manos un cubo lleno de pienso que mostraba una ostensible abolladura.
– Toma, bastardo -dijo al hombre caído.
Andrew quiso decir una docena de cosas, pero al abrir la boca, lo que salió de ella fue:
– Lo ha derribado.
– Le debía una. ¿Está bien?
Andrew parpadeó.
– Sí. ¿Y usted?
– Sí, estoy bien. Sólo lamento no haber tenido la oportunidad de haberle dado dos veces.
Con el cubo abollado en la mano, los ojos encendidos, las mejillas arreboladas, estaba magnífica… como una Furia vengadora, presta a derribar a cualquier canalla que se atreviera a cruzarse en su camino.
– Desde luego, cualquiera diría que no necesita las lecciones de pugilismo de las que habíamos hablado.
Spencer corrió hacia ellos, pálido y con los ojos como platos.
– ¿Está muerto? -preguntó.
– No -dijo Andrew-, aunque gracias a tu madre tendrá un espantoso dolor de cabeza cuando vuelva en sí.
Catherine soltó el cubo, que fue a dar contra el suelo con un ruido metálico, y luego cubrió la distancia que la separaba de Spencer con dos espasmódicos pasos. Abrazándolo acaloradamente, preguntó:
– ¿Estás bien, cariño?
Spencer asintió.
– Me alegro de que no estés herida, mamá. -Miró a Andrew por encima del hombro de Catherine-. Y usted también, señor Stanton.
Cuando Catherine soltó a su hijo, Andrew puso una mano en el hombro de Spencer y sonrió.
– Estoy bien, gracias a ti. Me has salvado la vida. Y también la de tu madre.
El carmesí tiñó las pálidas mejillas de Spencer.
– Quería matarle. Y también a mamá.
– Sí, así es. Has sido extraordinariamente valiente, conservando la calma y manteniéndote en silencio para luego actuar en el momento justo. Estoy muy orgulloso de ti, y en deuda contigo.
Spencer se sonrojó aún más.
– Sólo he hecho lo que usted me ha indicado.
– Y lo has hecho de un modo brillante.
Una sonrisa iluminó los labios del joven.
– Me parece que hemos formado un buen equipo.
– No me cabe duda.
Andrew señaló a Carmichael con la cabeza.
– Tenemos que atarle y luego ir a ver cómo está Fritzborne.
En cuanto Carmichael estuvo perfectamente atado y amordazado, encontraron a Fritzborne detrás de los establos, debatiéndose denodadamente contra las cuerdas que lo ataban. Andrew cortó las ligaduras con su cuchillo, explicándole rápidamente lo ocurrido. Cuando Fritzborne estuvo libre, Andrew le ayudó a levantarse.
– ¿Se encuentra lo bastante bien como para ir a caballo en busca del magistrado?
– Nada en el mundo podría causarme mayor placer -le aseguró Fritzborne.
Después de ver marcharse a Fritzborne, Andrew se volvió hacia Catherine. Se cruzó de brazos para evitar tocarla.
– Y ahora, quizá pueda decirme por qué ha salido de casa, lady Catherine.
– Miré por la ventana y le vi entrando en los establos. Quería hablar con usted antes de que se… marchara. -Alzó la barbilla-. No salí de casa desarmada. Desgraciadamente, Carmichael me vio cuando intentaba sacar la pistola del bolsillo.
– ¿La pistola?
– Sí. Y estaba decidida a usarla en caso de considerarlo necesario.
– Ya… veo. ¿De qué quería hablar conmigo? -Buscó su mirada, esperando una señal que le indicara que quizá había cambiado de opinión, pero la expresión de Catherine no revelaba nada.
– ¿Le importaría que habláramos de esto en casa? -La mirada de Catherine regresó al cuerpo atado de Carmichael y la recorrió un visible escalofrío.
– Por supuesto que no. Pero tengo que quedarme aquí hasta que llegue Fritzborne con el magistrado. Estoy seguro de que querrá también hablar con Spencer y con usted.
– Estoy de acuerdo. -Y volviéndose hacia Spencer, dijo-: ¿Me acompañas, cariño? Hay algo de lo que quiero hablar contigo.
Spencer asintió. Catherine pasó el brazo de su hijo por debajo del suyo y Andrew los vio alejarse, resucitando en él el dolor de saber que después de ese día, no volvería a ser parte de sus vidas.
Catherine se sobresaltó cuando alguien llamó a la puerta del salón. Tras pasarse las manos por el vestido de muselina de color melocotón y pellizcarse las mejillas para asegurarse de que no estaba demasiado pálida, dijo:
– Pase.
La puerta se abrió y Andrew apareció en el umbral. Andrew, ese hombre alto, sólido, masculino y oscuramente atractivo, con sus cabellos de ébano desordenados como si se los hubiera mesado con los dedos. A Catherine se le entrecortó el aliento y tuvo que posar las manos sobre su abdomen en un intento por calmar los espasmos que la sacudían.
– ¿Se ha ido ya el magistrado? -preguntó.
– Sí. Entre lo que tú, Spencer, Fritzborne y yo le hemos contado, Carmichael no volverá a salir jamás de una celda. -Cruzó despacio la habitación, deteniéndose en el otro extremo de la alfombra Axminster que les separaba-. Decías que querías hablar conmigo.
– Sí. Antes de que Spencer y yo regresáramos a casa, hemos dado un paseo por los jardines y hemos tenido una larga charla. -Se volvió, se dirigió a la mesita de cerezo situada junto a la ventana y cogió un ramo de flores cuyos tallos estaban atados con un lazo de satén rojo. Al volver, tendió el ramo, rezando para no parecer tan nerviosa como lo estaba-. Las he cogido. Para ti.
La sorpresa destelló en los ojos de Andrew al tomar las flores.
– Dicentra spectabilis -dijo con voz ronca.
– Así que te acuerdas del nombre en latín.
Andrew clavó la mirada en las flores rojas y blancas y un sonido carente del menor atisbo de humor se abrió paso entre sus labios.
– ¿Del corazón sangrante? Cómo olvidar algo tan… descriptivo. -Pareció abrasarla con la mirada-. Lo recuerdo todo, Catherine. Cada mirada. Cada palabra. Cada sonrisa. Recuerdo la primera vez que te toqué. La última. Y cada caricia que compartimos en ese tiempo.
Catherine cerró con fuerza los puños para evitar así toquetearse el vestido.
– Encontré tu nota. El anillo. Y las cartas. Yo… no tenía la menor idea de que tus sentimientos hacia mí se remontaran a tan atrás.
– ¿Es de eso de lo que quieres hablarme? ¿Del hecho de que lleve amándote desde hace años y no meses?
– Sí. No. -Negó con la cabeza-. Lo que pretendo es hablarte de cuáles son mis sentimientos.
La mirada de Andrew se agudizó.
– Te escucho.
– Cuando te fuiste de mi habitación, me pasé el resto de la noche pensando y finalmente llegué a lo que me pareció una decisión lógica. Fui a comunicártela, pero ya no estabas. Entonces leí tu nota, vi las cartas que yo había escrito y todas mis fantásticas decisiones se desintegraron. Sólo me quedó una innegable e irrefutable verdad: que ya había cometido un terrible y espantoso error rechazándote y que a punto había estado de cometer otro. No deseo cometer más errores de esa clase. -Inspiró hondo antes de proseguir-. Andrew, ¿quieres casarte conmigo?
En toda su vida Catherine no se había enfrentado a un silencio más ensordecedor. El corazón parecía habérsele detenido y haberse lanzado al galope a la vez mientras él la observaba con expresión cauta. Por fin, habló.
– ¿Cómo dices?
Catherine arqueó una ceja, dando muestras de su mejor imitación de él.
– ¿Acaso desconoces el significado del verbo «casarse»? ¿Tengo acaso que ir a buscar un diccionario?
– Quizá deberías, porque me gustaría estar seguro de que hablamos de la misma palabra.
– No hace mucho, una persona muy sabia me dijo que el matrimonio significa cuidarse mutuamente. Amarse. Compartir la risa y ayudarse en el dolor. Saber siempre que hay otra persona a tu lado. Que está ahí para ti. -Dio un paso hacia él, luego otro-. Significa que quiero que seas mi marido. He hablado con Spencer, y quiere que seas su padre. Y quiero ser tu esposa. ¿Lo entiendes ahora?
Andrew tragó saliva y movió la cabeza en señal de asentimiento.
– Has dejado escaso margen a una posible interpretación errónea, aunque no estoy seguro de por qué mi nota ha precipitado este cambio en tu corazón.
– Pensar en que me has amado durante todos estos años… me ha llegado al corazón. Me ha abierto el corazón. Me he dado cuenta, con dolorosa claridad, de que si hubieras sido mi esposo, mis sentimientos hacia el matrimonio habrían sido muy distintos. Me he dado cuenta de que deseaba que hubieras sido mi esposo. Mis temores han hecho que negara mis sentimientos por ti, pero ya no puedo seguir negándomelos. Te amo, Andrew.
Andrew cerró brevemente los ojos, apretándolos con fuerza. Cuando los abrió, Catherine se quedó sin aliento al percibir la cruda emoción que ardía en su mirada. Tendiéndole los brazos, la atrajo hacia él y se unieron en un largo y profundo beso que le dejó temblando las rodillas.
– Otra vez -dijo con voz ronca Andrew contra los labios de ella-. Dilo otra vez.
– Te amo, Andrew.
– Otra vez.
Catherine le empujó el pecho con las manos y le miró ceñuda.
– No hasta que respondas a mi pregunta.
Andrew le besuqueó el cuello, dando al traste con la capacidad de concentración de Catherine.
– ¿Pregunta?
Lo empujó aún más y lo miró airada.
– Sí. ¿Te casarás conmigo?
– Ah, esa pregunta. Antes de que te dé una respuesta, quiero asegurarme de que entiendas varias cosas.
– ¿Como por ejemplo?
– Me temo que ya no estoy yo solo. Ahora vengo con un perro.
Un extremo de la boca de Catherine se curvó.
– Entiendo. Acepto los términos. ¿Qué más?
– A pesar de que gozo de una buena posición económica, deberías saber que desgraciadamente seré quinientas libras más pobre de lo que tenía planeado puesto que no podré entregar a Charles Brightmore a lord Markingham y a sus amigos.
– Puesto que te estoy profundamente agradecida por ello, no puedo mostrarme quisquillosa con la cuestión del dinero.
– Excelente. A fin de que ni Markingham ni ningún otro instiguen otra investigación, les ofreceré pruebas irrefutables de que Brightmore ha huido a algún país remoto sin ninguna intención de regresar.
– ¿Y cómo obtendrás tal prueba?
– Soy un tipo muy listo.
– No encontrarás en mí la menor resistencia.
Andrew sonrió.
– Esta mañana pinta cada vez mejor.
– ¿Hay algo más que tenga que entender?
– Sí. Todavía me debes el pago de una deuda y te lo exigiré. -Sus ojos se oscurecieron y la atrajo más hacia él-. Al completo.
Un escalofrío de placer recorrió la columna de Catherine.
– Una exigencia ciertamente atroz, pero te será concedida. ¿Algo más?
– Una cosa más. Creo que me gustaría seguir tus pasos literarios e intentar escribir un libro. Se me ha ocurrido el título perfecto: Guía del caballero para la supervivencia masculina y la comprensión de las mujeres.
Catherine le miró fijamente, con expresión perpleja.
– Bromeas.
– No. Tras nuestro cortejo, me considero todo un experto.
Aunque quizá la idea no fuera del todo disparatada…
– Lo discutiremos -dijo por fin.
– Bien. Y quizá deberías plantearte escribir una segunda parte de la Guía. Estaría más que encantado de ayudarte con tus investigaciones. Ahora, en lo que concierne a tu propuesta… la respuesta es un sí rotundo. Para mí sería un honor casarme contigo.
Catherine soltó una bocanada de aire que no era consciente de estar conteniendo. Deslizó entonces la mano en el bolsillo de su vestido y sacó el anillo de esmeraldas.
– ¿Me lo pones? -preguntó.
– Será un placer. -Sujetándose las flores bajo el brazo, le deslizó el anillo en el dedo-. ¿Te gusta? Porque si no te gusta, puedo regalarte otro…
– Es perfecto -le tranquilizó Catherine, moviendo la mano adelante y atrás de modo que la luz quedara prendida en las distintas facetas de la gema-. Es mi tesoro más preciado.
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