– ¿Me he perdido algo?

– No sabía que hubiera leído la Guía femenina para la consecución de la felicidad personal y la satisfacción íntima, señor Stanton.

– ¿Yo? ¿Una Guía femenina? -Andrew se rió de nuevo entre dientes, intentando decidir si estaba más perplejo o divertido por sus palabras-. Naturalmente que no la he leído.

– En ese caso, ¿cómo puede calificarla de «escandalosos y espantosos disparates llenos de basura»?

– No necesito leer las palabras para conocer su contenido. La Guía se ha convertido en el tema principal de conversación de la ciudad. -Sonrió, pero la expresión de Catherine permaneció inmutable-. Como usted ha pasado los últimos meses en Little Longstone, no puede estar al corriente del escándalo que ese libro ha provocado con las disparatadas ideas propuestas por el autor. No tiene más que escuchar a los caballeros que hay en el salón para darse cuenta de que no sólo el libro está plagado de estupideces, sino que al parecer está además precariamente escrito. Charles Brightmore es un renegado y posee poco talento literario, en caso de que posea algo.

Dos banderas gemelas de color asomaron a las mejillas de Catherine y a través de sus ojos entrecerrados su mirada se tornó claramente glacial. Sonaron campanadas de advertencia en la cabeza de Andrew que le sugirieron (desgraciadamente con unas cuantas palabras de retraso) que había cometido un grave error táctico. Ella alzó la barbilla y le lanzó una mirada con la que de algún modo logró dar la sensación de estar mirándole por encima del hombro, lo cual era toda una hazaña, teniendo en cuenta que él era unos veinticinco centímetros más alto que ella.

– Debo decir que estoy sorprendida, por no decir decepcionada, al descubrir que es usted muy estrecho de miras, señor Stanton. Habría dicho que un hombre de su vasta inteligencia viajera se mostraría más abierto a las ideas nuevas y modernas, y que, como mínimo, era un hombre que se tomaría el tiempo de examinar todos los hechos y formarse su propia opinión sobre un tema, en vez de confiar en los chismes que oye en bocas ajenas, sobre todo cuando esas bocas ajenas con toda probabilidad no han leído el libro.

Andrew arqueó las cejas al percibir su tono.

– No soy en absoluto estrecho de miras, lady Catherine. Sin embargo, no creo necesario experimentar algo para saber que no es de mi agrado o que no coincide con mis creencias -dijo suavemente, preguntándose qué había ocurrido para que la conversación se hubiera desviado de aquel modo-. Si alguien me dice que el pescado podrido apesta, me conformo con creer en su palabra. No siento la necesidad de meter la nariz en el barril para olerlo por mí mismo. -Soltó una risa queda-. Casi diría que ha leído usted esa Guía… y que ve con buenos ojos sus rebuscados ideales.

– Si sólo casi diría usted que he leído la Guía no creo entonces que me haya estado escuchando con la debida atención, señor Stanton, defecto que, según me temo, comparte usted con la gran mayoría de hombres.

Totalmente seguro de que su oído acababa de jugarle una mala pasada, Andrew dijo despacio:

– No me diga que ha leído ese libro.

– Muy bien, en ese caso no se lo diré.

– Pero… ¿lo ha leído? -Sus palabras sonaron más a acusación que a pregunta.

– Sí. -Catherine le lanzó una mirada inconfundiblemente retadora-. De hecho, varias veces. Y no me ha parecido que los ideales que propone sean en absoluto rebuscados. De hecho, me parecen exactamente lo contrario.

Andrew sólo podía mirarla. ¿Lady Catherine había leído aquella escandalosa basura? ¿Varias veces? ¿Y había adoptado sus preceptos? Imposible. Lady Catherine era todo un parangón. El epítome de una perfecta dama, sosegada y de gentil crianza. Pero estaba claro que la había leído, puesto que no había posibilidad alguna de malinterpretar sus palabras ni su expresión obstinada.

– Le veo muy perplejo, señor Stanton.

– No puedo negar que lo estoy.

– ¿Por qué? Si me guío por sus propias palabras, casi todas las mujeres de Londres han leído la Guía. ¿Por qué iba a sorprenderle que yo la haya leído?

«Porque usted no es como las demás mujeres. Porque no quiero que sea usted "independiente" ni "moderna". Lo que quiero es que me necesite, que me desee, que me ame del mismo modo que yo la necesito, la deseo y la amo.» Dios santo, si las tonterías del bastardo de Brightmore habían transformado a lady Catherine en una de esas arribistas marisabidillas, el hombre lo pagaría muy caro. Sin duda, todas esas condenadas tonterías sobre «la mujer moderna actual» no iban a ser de ninguna ayuda en su plan para cortejarla. A juzgar por lo que ella había dicho sobre lord Nordnick, corría ya el riesgo de distanciarse de lady Catherine por el simple acto de ir a buscarle una copa de ponche.

– No me parece que ese libro sea la clase de lectura que corresponda a una dama como usted.

– Y, dígame, ¿qué clase de dama soy, señor Stanton? ¿La clase de dama que no sabe leer?

– Por supuesto que no.

– ¿La clase de mujer que no es lo bastante inteligente para comprender palabras que contengan más de una sílaba?

– No, sin duda.

– ¿La clase de mujer que es incapaz de formarse sus propias opiniones?

– No. -Se pasó una mano por el pelo-. Es un hecho de indudable claridad que es usted capaz de eso. ¿Cómo había podido torcerse la conversación tanto tan deprisa?-. Lo que quería decir es que no me parece el tipo de lectura adecuado para una dama decente.

– Entiendo. -Catherine le dedicó una mirada fría y distante que le tensó la mandíbula. Definitivamente, no era esa la forma en que había esperado que ella le mirara al término de la velada-. Bien, quizá la Guía no sea tan escandalosa como le han llevado a creer, señor Stanton. Quizá la Guía podría ser mejor descrita como un documento brillante. Provocativo. Inteligente. Aunque, claro, cómo iba a saberlo si no la ha leído. Quizá debería hacerlo.

Andrew arqueó las cejas ante el inconfundible reto que brillaba en los ojos de Catherine.

– Debe de estar bromeando.

– No. De hecho, estaría encantada de prestarle mi ejemplar.

– ¿Y por qué iba yo a querer leer una guía femenina?

Catherine le ofreció una sonrisa que se le antojó un poco demasiado dulce.

– Muy sencillo: para que pudiera ofrecer así una opinión informada e inteligente la próxima vez que hable de la obra. Y, además, quizá hasta aprenda algo.

Dios mío, aquella mujer estaba chiflada. Quizá fuera debido a un exceso de vino. Andrew la olió discretamente, pero sólo percibió el seductor aroma de las flores.

– ¿Y qué demonios podría yo aprender de una guía femenina?

– Lo que les gusta a las mujeres, por ejemplo. Y lo que no les gusta. Y por qué las tentativas de cortejo de lord Nordnick dirigidas a lady Ofelia están condenadas al fracaso. Sólo por citar algunas razones.

Andrew apretó los dientes. Él sabía lo que les gustaba a las mujeres… ¿o quizá no? No recordaba haber recibido ninguna queja en el pasado. Pero su voz interior le estaba advirtiendo de que quizá no supiera tanto sobre lo que le gustaba a lady Catherine como creía. De hecho, quizá no conociera a lady Catherine tan bien como creía, lo que le inquietó y le intrigó a la vez. Ella había revelado un lado inesperado de su personalidad en el curso de la noche. Andrew se acordó de la advertencia de Philip sobre el nuevo comportamiento testarudo y resuelto de Catherine. En aquel momento, no había dado ningún crédito al comentario de Philip, aunque al parecer su amigo estaba en lo cierto. Más aún, parecía que la culpa de ese cambio era debida a la Guía femenina.

«Maldito seas, Charles Brightmore. Tú y tu estúpido libro habéis dificultado aún más el cortejo de la mujer que deseo, tarea, por otra parte, hercúlea de por sí. Me encantará descubrirte y poner fin a tu carrera de escritor.»

Sí, más difícil todavía, porque la Guía no sólo había llenado claramente la cabeza, de lady Catherine de ideas de independencia, sino que la conversación, que supuestamente debía llevar a Andrew a pedirle que bailara con él y así dar inicio a su plan para cortejarla, se había tornado contenciosa; un giro de los acontecimientos que tenía que corregir de inmediato. No, el encuentro no se estaba desarrollando en absoluto como él había imaginado. Según sus planes, lady Catherine tendría que haber estado en sus brazos, mirándole con cálido afecto. En vez de eso, se había distanciado de él con una mirada glacial de fastidio, una sensación que él compartía, pues era presa de no poca irritación.

Apretó con fuerza los labios para no seguir discutiendo. Sin duda, discutir era lo último que deseaba, sobre todo esa noche, cuando disponían de tan poco tiempo juntos. Su plan para cortejarla se había visto condenado a un comienzo desastroso. La retirada y la reagrupación de fuerzas era sin duda su mejor alternativa. Andrew levantó las manos en una muestra de aquiescencia y sonrió.

– Aunque aprecio sobremanera la oferta de leer su ejemplar, creo que la declinaré. En cuanto a lo que le gusta o no a la mujer moderna actual, me inclino ante su superior conocimiento sobre el tema, señora mía.

Ella no le devolvió la sonrisa. En vez de eso, se limitó a arquear una ceja.

– Continúa sorprendiéndome, señor Stanton.

Una risa carente de toda muestra de humor escapó de sus labios.

– ¿Que continúo sorprendiéndola? ¿De qué modo?

– No le había tomado por un cobarde.

Las palabras de Catherine le dejaron de una pieza. Maldición, aquello había ido demasiado lejos.

– Supongo que porque no lo soy. Tampoco yo la había tomado por una instigadora, aunque al parecer me esté hostigando deliberadamente, lady Catherine. Me pregunto por qué.

Una nueva capa de carmesí tiñó más aún las sonrojadas mejillas de Catherine. Dio un profundo suspiro y dejó escapar a continuación una risilla nerviosa.

– Sí, eso parece. Me temo que he tenido una noche muy difícil y que…

Sus palabras quedaron interrumpidas por un fuerte estallido y el crujido del cristal al romperse. Jadeos y gritos de perplejo temor se elevaron entre los invitados a la fiesta. Andrew se volvió rápidamente y un temor enfermizo le recorrió la columna cuando reconoció que el primer sonido era el de un disparo de pistola. Los fragmentos del cristal roto de uno de los ventanales salpicaban el suelo. En el espacio de un latido de corazón, una miríada de atormentadoras imágenes que Andrew había creído enterradas destellaron en su mente con un reguero de vivida angustia. Empezó a sonar un timbre en sus oídos, engullendo los sonidos a su alrededor, y los indeseados recuerdos del pasado volvieron a golpearle.

– ¡Dios mío, está herida!

El grito aterrado que surgió directamente detrás de él le obligó a volverse de golpe. Entonces todo en su interior se congeló.

Lady Catherine estaba tumbada en el suelo a sus pies con un hilo de sangre entre los labios.

Capítulo 3

En toda relación llega un momento en que un hombre y una mujer se percatan de la existencia del otro de ese modo especial. En muchas ocasiones, esa conciencia se manifiesta o bien con un inexplicable tintineo o con un encogimiento de estómago. Desafortunadamente, la sensación a menudo se confunde con la fiebre o con la indigestión.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima

CHARLES BRIGHTMORE


Las voces, inconexas y entrecortadas, resonaban en la cabeza de Catherine junto con una miríada de sensaciones inexplicables y contradictorias. Le dolía la cabeza como si alguien se la hubiera aplastado con una roca. Pero esa incomodidad no era nada comparada con el ardor infernal que sentía en el hombro. ¿Y quién habría instalado un panal de enojadas abejas sobre su labio inferior? Sin embargo, tenía la sensación de estar flotando, engullida por un fuerte y reconfortante abrazo que la colmaba de calor, como si estuviera envuelta en su aterciopelada manta favorita. Tenía la mejilla posada sobre algo cálido y sólido. Inspiró, llenando su dolorida cabeza con el olor de las sábanas limpias, el sándalo y algo más… un delicioso aroma que no lograba identificar, pero que le gustaba.

De pronto reparó en el zumbido de voces. Una voz, grave, profunda y ferviente, y muy cercana a su oído, logró infiltrarse entre el ruido de las demás. «Por favor, despierte… Dios, por favor.»

Algo la sacudió, causándole dolor, y Catherine gimió.

– Aguante -susurró la voz junto a su oído-. Ya casi hemos llegado.

¿Llegado? Obligándose a abrir los párpados, se encontró mirando el perfil del señor Stanton. Su rostro parecía pálido, la mandíbula tensa, los rasgos rígidos, marcados por una inescrutable emoción. Un soplo de brisa le apartó un rizo del pelo, que le frotó la mejilla, y Catherine se dio cuenta de que se movía apresuradamente por un pasillo… un pasillo de la casa de su padre, firmemente acunada contra el pecho del señor Stanton, con las rodillas sujetas por uno de sus brazos y la espalda apoyada en el otro.