Sin embargo, los acontecimientos de la noche anterior sugerían que quizá su reputación no era lo único que estaba en juego. Su propia vida podía correr peligro. Naturalmente, cabía la posibilidad que hubiera sido víctima de un accidente -rezaba porque así fuera-, pero la coincidencia de lo ocurrido parecía inquietantemente sospechoso. Y Catherine no creía demasiado en las coincidencias…

Andrew se aclaró la garganta, sacándola de sus densas cavilaciones.

– ¿ Qué diría si le dijera que quizá esté planteándome la posibilidad de aceptar su desafío y leer el libro de Brightmore?

Catherine lo miró fijamente durante varios segundos y luego estalló en carcajadas. Una combinación de fastidio y de confusión parpadeó en los ojos de Andrew.

– ¿Qué demonios le parece tan divertido?

– Usted. Usted está «quizá planteándose la posibilidad…» Diría que evita usted tanto la lectura de este libro como verse flotando en mitad del Atlántico de regreso a Estados Unidos. -Un malévolo demonio interno la llevó a añadir-: Aunque no crea que me sorprende. Como bien sabe la mujer moderna actual, la mayoría de los hombres son capaces de llegar muy lejos a fin de no comprometerse con nada, a menos que sea en beneficio y placer propios, naturalmente. Y ahora, antes de pasar a otra discusión, sugiero que cambiemos de tema, puesto que resulta obvio que estamos en total desacuerdo sobre la cuestión de la Guía. -Tendió su mano-. ¿Tregua?

Él estudió su rostro durante varios segundos y a continuación tendió la mano para estrechar la de ella. La mano de Andrew era grande y fuerte, y ella sintió el calor de su palma incluso a través de los guantes.

– Tregua -concedió él suavemente. Se le crisparon los labios cuando sus dedos apretaron con suavidad los de Catherine-. Aunque sospecho que en realidad está intentando conseguir mi rendición incondicional, en cuyo caso debo advertirle algo. -Se inclinó hacia delante y en sus labios destelló una sonrisa-. No me rindo fácilmente.

¿Era el timbre profundo y suave de su voz, el irresistible aunque en cierto modo malévolo destello que iluminó sus ojos oscuros, o el calor que le subió por el brazo desde el punto exacto donde la mano de Andrew apretaba la suya -o quizá la combinación de los tres- lo que de pronto provocó en ella la sensación de que el carruaje se había quedado totalmente desprovisto de oxígeno? Despacio, Catherine retiró la mano. ¿Eran imaginaciones suyas o Andrew parecía mostrarse reticente a soltársela?

– Su advertencia ha quedado debidamente registrada. -Cielos, sonaba como si le faltara el aliento.

– No ha sido mi intención discutir con usted. Ni ahora, ni anoche, lady Catherine.

– ¿Ah, no? ¿Y cuál era entonces su intención?

– Pretendía pedirle que me concediera un baile.

Una imagen colmó al instante la mente de lady Catherine. Se vio girando alrededor de la pista de baile al ritmo de los armónicos acordes de un vals, con la mano de nuevo entre la de él, y el fuerte brazo de Andrew alrededor de su cintura.

– Hace más de un año que no bailo -murmuró-. Y créame que lo echo mucho de menos.

– Quizá tengamos oportunidad de disfrutar de un vals en Little Longstone.

– Me temo que no. No suelen darse allí sofisticadas veladas. -Decidida a borrar de su mente la turbadora imagen de ambos bailando, le pidió-: Cuénteme más sobre cómo progresan las cosas en el museo.

– Vamos un poco retrasados debido a la reciente ausencia de Philip, pero el edificio debería estar terminado a final de año.

Un escalofrío de culpa la recorrió.

– Y si se toma usted el tiempo para acompañarme a Little Longstone se retrasará aún más. -Se tragó los restos del fastidio que la embargaba y sonrió. Al fin y al cabo, Andrew no podía evitar resultar irritante… era un hombre-. Es usted un amigo de verdad, un buen amigo mío y de toda mi familia, y le estoy agradecida. -El dolor palpitó en su hombro: un recordatorio físico de que alguien podía desearle un daño verdadero. «Más agradecida de lo que imagina.»

– El placer es sólo mío.

Andrew guardó silencio y Catherine volvió a centrar toda su atención en el odiado bordado. Con la cabeza gacha, le miró a través de sus pestañas, reparando en que estaba totalmente concentrado en la ventana, circunstancia que aprovechó para recorrerlo con la mirada. Un pelo denso y oscuro como la medianoche, con un mechón rebelde cayéndole sobre la frente. Pestañas oscuras rodeando unos ojos marfileños que en cierto modo lograban resultar atractivos y serenos a la vez. Le gustaban sus ojos. Eran serenos. Pacientes y firmes, aunque a menudo fastidiosamente ilegibles. Pómulos marcados, fuerte mandíbula y una boca bien perfilada dada a sonrisas burlonas y bendecidas con un par de idénticos hoyuelos que le marcaban las mejillas perfectamente afeitadas cuando sonreía. Aunque no era un hombre de una belleza clásica, no podía negarse que el señor Stanton era muy atractivo, y de pronto Catherine se preguntó si habría alguna mujer en su vida.

– ¿En qué está pensando?

Ante el suave tono de su pregunta, la cabeza de Catherine se elevó bruscamente. Sus miradas se cruzaron y su corazón se aceleró al ver la intensidad que ardía en esos oscuros ojos normalmente serenos y firmes. La temperatura en el interior del carruaje pareció de pronto demasiado elevada y Catherine se resistió a la tentación de abrir su abanico. Tras un apresurado debate interno, optó por contarle la verdad sin ambages… o casi.

– Me preguntaba si habría alguna dama especial en Londres que le eche de menos mientras está con nosotros en Little Longstone.

Andrew pareció tan asombrado por la pregunta que Catherine no pudo contener la risa.

– Sé que Meredith ha intentado presentarle a algunas damiselas, señor Stanton. Es la casamentera de Mayfair, por si no lo sabía.

Él se encogió de hombros.

– Lo ha intentado en varias ocasiones, pero hasta el momento me las he ingeniado para no caer en sus redes.

– Ah. Evitando cuidadosamente el altar. Cuan… típicamente masculino de su parte.

– Al contrario. Me encantaría tener esposa. Y familia.

Catherine arqueó las cejas.

– Entiendo. Se da usted cuenta de que las posibilidades de que eso ocurra aumentarían considerablemente si dejara de evitar caer en las redes de casamentera de Meredith.

– Humm. Hace usted que parezca un pez.

– Un pez escurridizo -concedió Catherine entre risas-. Bueno, como amiga suya, siento que es mi deber advertirle de que Meredith me ha dicho que en cuanto se recupere del todo del parto, usted es su próximo proyecto.

Andrew inclinó la cabeza.

– Como amigo suyo, aprecio la advertencia, aunque confieso que no me preocupa demasiado. Sé perfectamente la clase de mujer que quiero. No necesito ninguna ayuda.

La curiosidad hizo presa en Catherine.

– ¿Qué clase de mujer cree usted que quiero?

– Hermosa, joven, sumisa, núbil, de dulce voz y comedida. Y si adorara el suelo por donde pisa, eso sería un plus adicional.

Andrew echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, llenando el carruaje con el potente sonido de su risa.

– ¿Percibo acaso una pizca de cinismo en su respuesta, lady Catherine?

– ¿Está diciendo que estoy equivocada?

– «Equivocada» quizá sea el término incorrecto. La frase correcta sería «total y absolutamente equivocada».

Ella ni siquiera hizo el menor intento por ocultar su duda.

– No pretenderá que crea que anhela encontrar una arpía espantosa y horrenda.

– Nooo. Tampoco eso la describe.

– Le ruego que no me mantenga en vilo.

Andrew se recostó contra el respaldo y su abrigo marrón de Devonshire dibujó un oscuro contraste sobre el terciopelo gris pálido del asiento. Su ánimo jocoso se desvaneció, tornando su expresión en una máscara ilegible.

– Es amable -dijo con voz queda y ojos serios-. Cariñosa. Leal. Y poseedora de un algo inexplicable que me conmueve como nadie me ha conmovido nunca. Así es ella. -Se llevó la mano al pecho-. Llena espacios que han estado vacíos durante años. Con ella, no existe la soledad.

El aliento de Catherine pareció quedar atrapado en sus pulmones. No sabía lo que había esperado oírle responder, pero sin duda no era… eso. ¿Vacío? ¿Solitario? Y no se trataba simplemente de lo que había dicho, sino de cómo lo había dicho, con aquel tinte de desolación resonando en su voz grave que la había dejado perpleja. Dios sabía que ella había experimentado esas sensaciones de soledad en más ocasiones de lo que deseaba recordar. Pero ¿el señor Stanton?

Antes incluso de que pudiera pensar en una respuesta, él pareció sacudirse de encima la seriedad que le embargaba y una sonrisa torcida elevó una de las comisuras de sus labios.

– Y, naturalmente, si da la casualidad de que además venera el suelo que piso, eso sería sin duda un plus añadido.

Catherine aprisionó firmemente la curiosidad -y la sensación de pena- que las intrigantes palabras de Andrew habían provocado en ella. Nunca le había parecido un hombre que sufriera de soledad, un hombre que encontrara vacía ninguna parte de su vida.

– No es mi deseo desanimarle, pero considero justo advertirle, por mi propia experiencia, que el matrimonio no es necesariamente una cura para la soledad. Sin embargo, le deseo suerte en la tarea de dar con el parangón que acaba de describir, señor Stanton. Espero que exista.

– Sé que existe, lady Catherine.

Cierto impulso la llevó a preguntar:

– ¿Y supone usted que ha leído la Guía femenina?

Él le dedicó una extraña mirada.

– Dado que al parecer todas las mujeres de Londres han leído el libro, es sin duda una posibilidad.

– Si lo ha leído, estoy segura de que quedará usted satisfecho cuando la conozca.

– ¿Satisfecho? -No había forma de hacer oídos sordos a su escepticismo-. ¿Qué quiere decir con eso?

Sonrió dulcemente.

– Le aseguro que, si hubiera leído el libro, lo sabría.

– Ah, sí, ese intrigante desafío. ¿Y si aceptara la apuesta? ¿Qué ganaría con eso?

Qué hombre tan arrogante. Suponer que merecía una recompensa por leer el libro. Aun así, aquello todavía podía actuar a favor de ella…

– No tenía ninguna apuesta en mente, créame, aunque ¿por qué no? -«Sobre todo, porque casi tengo la victoria garantizada»-. Quien salga victorioso deberá al otro un favor, dentro de los límites de lo razonable, que elegirá el ganador. -Catherine no pudo contener una sonrisa-. Ah, sí, ya le imagino sacudiendo las alfombras y podando las rosas. O quizá sacándole el brillo a la plata. Colocando las piedras del nuevo sendero del jardín, arreglando el techo de los establos…

– Gane o pierda, estaría encantado de ayudarle con esas tareas. Pero ¿por qué nadie se ha encargado hasta ahora de ellas?

Catherine se encogió de hombros.

– No es fácil encontrar ayuda adecuada en el campo.

– Entiendo -murmuró él-. ¿Y qué es lo que determinará quién es el ganador?

– Si lee usted el libro, el libro entero, por supuesto, siendo así capaz de entablar una discusión bien informada sobre los contenidos del mismo, usted gana. Si no lo logra, gano yo.

Al ver que él guardaba silencio, ella murmuró:

– Claro que si tiene usted miedo…

– ¿De una simple apuesta? Lo dudo.

– Entonces, ¿por qué duda?

– La verdad es que dudo seriamente si, a pesar de la gran tolerancia que tengo al dolor, seré capaz de sufrir las tonterías de Brightmore. Sin embargo, puesto que lo peor que puede pasar es simplemente que le deba un favor, supongo que no hay mal alguno en que acepte su apuesta. ¿Qué período de tiempo sugiere?

– ¿Digamos que tres semanas?

Asintió.

– Muy bien. Acepto.

Catherine apenas pudo reprimir el júbilo. Había muchas tareas que un hombre fuerte y robusto como el señor Stanton podía hacer en la propiedad. Lo único que necesitaba precisar era no sólo con cuál le sería de más ayuda, sino, además, cuál le irritaría más. Sin duda debería horrorizarla experimentar tal estremecimiento ante la idea de vencerle y de borrar así una porción de su arrogancia. Debería… pero no era así.

– Naturalmente -dijo el señor Stanton-, en el plazo de tres semanas, sin duda el chismorreo que rodea el contenido real de la Guía quedará suplantado por el escándalo que causará el desenmascaramiento de Charles Brightmore.

A Catherine le dio un vuelco el corazón. Andrew se refería sin duda al investigador que había sido contratado. Con suerte, el hombre no encontraría el rastro que le llevaría a Little Longstone. Pero si lo hacía, bien, mujer prevenida valía por dos. Desde luego no conseguiría la menor información de sus labios. Obligándose a hacer gala de una calma que estaba lejos de experimentar, soltó una risa ligera:

– ¿El desenmascaramiento? Cielos, cualquiera que le oyera creería que el señor Brightmore es un bandido.