De hecho, desde que habían abandonado Wilparilla. Cal se sacudió el inquietante efecto de los ojos de Juliet y se sentó junto a su hija, recordando cómo había llorado cuando habían abandonado el rancho. Había hecho lo correcto trayéndola de vuelta, incluso aunque las cosas no salieran como las había planeado.

– ¡Papá! -Natalie le tiró de la manga-. Enséñales a Kit y a Andrew ese truco que sabes hacer.

Desde el fregadero, Juliet escuchaba los ruidos a sus espaldas y se dio la vuelta con la patata en la mano cuando oyó a los gemelos convulsionarse de la risa. Natalie se reía y Cal, con la cara muy seria, alzaba su palma como si buscara algo.

– ¡Otra vez! -gritó Kit encaramándose sobre Cal como si lo conociera de toda la vida.

La sonrisa de Juliet fue vacilante. A veces dolía comprender lo mucho que los niños echaban de menos a un padre. ¿Le sucedería lo mismo a Cal al ver a su hija sin una madre?

Natalie parecía una niña encantadora. Era evidente que adoraba a su padre, pero por lo que Juliet había visto, debía ser una figura formidable para ella. Había sido ácido y hasta hostil desde que había llegado aunque los niños no parecían encontrarlo tan intimidante como ella porque seguían riéndose como locos.

Fue entonces cuando Cal, incapaz de mantener más la cara seria, sonrió ante el entusiasmo de los gemelos y a Juliet casi se le cayó la patata de las manos. ¿Quién hubiera pensado que podría reírse con aquel encanto?

Juliet se sintió inquieta por descubrir lo atractivo y fascinante que era Cal cuando sonreía. De alguna manera era más fácil pensar que era siempre frío y hostil que saber que era encantador con los niños y preguntarse por qué nunca le sonreiría a ella de aquella manera.

Como para demostrarle lo que estaba pensando, alzó la vista y su sonrisa se disolvió al instante al ver la mirada peculiar en los ojos de Juliet. Entonces apuró su cerveza y apartó la silla.

– ¿A qué hora terminan los hombres la jornada?

– A estas horas. Creo que he oído el silbato hace unos momentos. Deberían estar en los barracones a estas alturas.

– ¿Cuántos hombres hay?

– Cuatro la última vez que los he contado -Juliet metió la patata en un cazo y lo llenó de agua-. No he tenido mucho trato con ellos. El último capataz los trajo cuando consiguió deshacerse de todos los hombres con experiencia que estaban aquí cuando llegó. Su mujer solía cocinar para ellos y al irse, les ofrecí cocinar yo, pero evidentemente no querían sentarse aquí conmigo todas las tardes, así que se turnan para prepararse las comidas.

Juliet intentó no manifestar la soledad y rechazo en la voz. Había pasado tanto tiempo desde que no hablaba con nadie que hasta hubiera agradecido la compañía de los amargos y taciturnos hombres a los que no parecía caer bien.

– Sólo los veo cuando alguno de ellos viene a buscar harina, azúcar o lo que sea. No parecen comer muchas verduras frescas -añadió con un encogimiento de hombros.

Cal frunció el ceño y posó la botella vacía a un lado.

– Entonces, ¿quién les dice lo que tienen que hacer cada día?

– Nadie -contestó Juliet con amargura-. No me ha quedado otro remedio que decirles que siguieran haciendo lo que estaban haciendo y sé que piensan que fui una estúpida por despedir al capataz. Por lo que yo sé, llevan vagueando por ahí un par de semanas.

Posó el cazo en la cocina y encendió el gas, se secó las manos en el mandil e intentó que Cal la comprendiera.

– Yo estoy bastante atada a la casa con los gemelos. No puedo dejarlos solos y es demasiado lejos para ellos si quisiera llevarlos a donde están los hombres, suponiendo que supiera llegar.

– Ha estado aquí más de tres años -comentó con tono acusador Cal.

Lo que había visto desde el Jeep le dejaba poco lugar para la simpatía. Él había vendido una propiedad floreciente y volvía para encontrarse que todo su duro trabajo había sido tirado por tierra y el rancho estaba casi en ruinas.

– Mi marido nunca me dejó involucrarme en las cosas del rancho -lo cierto era que nunca la había dejado involucrarse en nada-. Cuando llegamos aquí, él estaba fascinado por la idea de convertir Wilparilla en un lugar para turistas de élite a los que les gustara ver la vida de un rancho pero con una acomodación lujosa. Había una bonita casita aquí, pero Hugo dijo que no era lo bastante grande ni elegante y la tiró para levantar ésta.

Juliet miró a su alrededor a su cocina ultra moderna y a la sombreada terraza que bordeaba todo el perímetro de la casa. Todo había sido diseñado con estilo, pero le seguía enfadando pensar el dinero que se había gastado Hugo mientras la propiedad se iba arruinando. Había intentando hacerle entrar en razón, pero su marido había dicho que el dinero era suyo y que sabía lo que estaba haciendo.

– Me fui a Darwin a tener a los gemelos y acabé quedándome allí un año hasta que la casa estuvo reconstruida. Yo había querido volver antes, pero Hugo decía que era imposible con dos bebés -se detuvo al comprender que la amargura de su voz le estaba indicando demasiado del estado de su matrimonio a aquel desconocido-. El asunto es que no he podido pasar estos tres años aprendiendo las necesidades del rancho. Incluso cuando volví, tenía las manos llenas con los gemelos. Cuidar a dos bebés no te deja mucho tiempo para aprender a dirigir un rancho.

Lanzó un suspiro.

– Todo está tan lejos aquí. Se tarda tanto en llegar a cualquier parte… No hay jardines de infancia a menos de dos horas ni ninguna niñera por los alrededores. Ni siquiera he tenido tiempo de hacer los mínimos contactos sociales -los ojos azules estaban a la defensiva cuando miró a Cal-. No me quedaba otro remedio que confiar en el capataz que había contratado Hugo.

Cal puso un gesto de disgusto.

– A juzgar por lo que he visto hasta ahora no era gran cosa como capataz.

– Ya lo sé. Tengo ojos. Aunque sólo veo una mínima parte de la propiedad, incluso eso parece en ruinas. Pero no pude hacer nada cuando Hugo estaba vivo y cuando murió… -¿cómo explicarle el terrible desastre emocional y económico que Hugo había dejado detrás?-. Bueno, no fue un buen año. Lo único que he podido hacer es mantener las cosas como están.

Era la primera vez que Cal había pensado cómo habría sido para Juliet la vida desde la muerte de su marido y sintió un poco de vergüenza por no haberlo pensado bajo su punto de vista. No debía haber sido fácil para ella, sola, lejos de casa y criando a dos bebés por su cuenta.

Pero podría haber vendido, se recordó a sí mismo. Él había ofrecido una buena cantidad por el rancho. Ella podría haber vuelto a Inglaterra como una mujer rica y haber vivido con facilidad, pero había elegido el camino difícil.

– Iré a hablar con los hombres ahora -dijo Cal exasperado por aquella inesperada oleada de simpatía hacia su rival-. Van a empezar a trabajar mañana y será mejor que se preparen para ello.

– ¿Puedo ir a presentárselos?

– No hace falta. Lo haré yo mismo.

No dijo nada acerca de Natalie, así que Juliet le dio de comer con los gemelos. No podía dejarla allí mirando y a juzgar por cómo se lo tragó todo, Natalie debía estar muerta de hambre. Después de comer, la niña le ayudó a secar los platos con mucho cuidado.

– ¡Lo haces muy bien, Natalie!

– Papá siempre me manda hacer algunas labores -admitió Natalie con un suspiro-. Tengo que secar los platos, barrer y hacerme la habitación todos los días.

– ¿Es muy estricto?

– A veces. Y a veces es divertido. Hacemos cosas divertidas juntos.

Hugo nunca había querido hacer nada con sus hijos.

– ¿Te cuida él solo? -preguntó Juliet un poco avergonzada de sonsacar a la chiquilla.

– La mayoría del tiempo sí. Antes teníamos amas de llaves, pero todas se enamoraban de papá, así que ya no las tenemos. A papá no le gusta que lo hagan.

– Me lo puedo imaginar.

Todas aquellas amas de llaves debían ser mujeres muy valientes para enamorarse de un hombre como Cal Jamieson. No es que él animara mucho. Pero quizá si les había sonreído…

Se detuvo en seco. ¿Sería por eso por lo que Cal era hostil? ¿Tendría miedo de que ella se enamorara de él y lo aburriera? Juliet se sintió turbada ante la idea. Ella no tenía intención de volver a enamorarse de nuevo y mucho menos de un hombre al que caía tan mal y era empleado suyo. Juliet había aprendido con dureza lo frágil que era su corazón y no pensaba dejar que se lo rompieran de nuevo.

Natalie le ayudó a bañar a los gemelos y a meterlos en la cama y como no había señales de Cal, Juliet le dejó elegir habitación. Asombrada, observó cómo la niña miraba en cada habitación como si esperara encontrar algo.

– ¿Por qué no te quedas en esta habitación al lado de los gemelos? -sugirió Juliet señalando la habitación de enfrente-. Tu padre puede dormir en esa de ahí.

– De acuerdo.

Juliet hizo la cama y le ayudó a deshacer la maleta. Natalie sacó una fotografía enmarcada de Cal y una bonita chica rubia con un bebé en la rodilla.

– Ése es papá, ésa soy yo cuando era un bebé y ésa mi mamá -dijo enseñándole la fotografía.

– Era muy guapa, ¿verdad? -la niña asintió-. ¿La echas de menos?

– No me acuerdo de ella muy bien, pero papá dice que era muy buena, así que supongo que sí.

Sólo debía haber tenido tres años cuando su madre había muerto, la misma edad que los gemelos. Pobre Natalie, pensó Juliet. Y pobre Cal.

Se preguntó de nuevo por él mientras hacía la cama. No sabía qué pensar de aquel hombre, de su calidez con los niños y su frialdad con ella.

Estirando la sábana inferior, Juliet se encontró imaginándolo allí echado, fibroso y moreno. Le cosquilleó la mano como si la estuviera deslizando por su piel y tragó saliva.

– ¡Papá! -gritó Natalie.

Juliet dio un respingo como si la hubiera sorprendido en un acto vergonzoso.

– ¡Papá, mira, te estamos haciendo la cama!

– Ya lo veo.

Los ojos de Cal se posaron en la cara sofocada de Juliet y enarcó una ceja ante su expresión de culpabilidad. Juliet estuvo segura de que sabía exactamente lo que había estado pensando.

– Bueno… había pensado que como no había llegado…

Juliet comprendió que estaba balbuceando y se detuvo. Aquella era su casa y tenía perfecto derecho a estar allí. No tenía que dar explicaciones a nadie y menos a Cal que, primero era su empleado, y segundo, llegaba tarde.

– Muy amable, pero no hace falta. La terminaré yo mismo.

Juliet se sintió echada.

– Yo no… estaba segura de cómo quería cenar, pero he preparado algo de cena por si quiere comer más tarde.

– Gracias.

Cal se apartó a un lado y Juliet pasó por delante de él para irse apresurada a la cocina. Tras ella pudo escuchar a Natalie contándole a su padre con excitación el cuento que le había leído a Kit y cómo Andrew había salpicado en el baño. Sintió una fuerte punzada de soledad. Ella no tenía a nadie a quien contar cómo le había ido el día. ¿Cuánto había pasado desde que no había hablado con alguien por las tardes?

Mucho tiempo.

Había esperado poder hacer algunos amigos entre los vecinos después de la muerte de Hugo y pronto había descubierto el legado de desconfianza y desaprobación que le había dejado su marido. En las pocas ocasiones en que había ido al pueblo de al lado, sus intentos por ser amistosa habían sido recibidos con fría educación y ella se había sentido demasiado deprimida y cansada como para perseverar. Entonces se había encerrado en sí misma y en las cartas que escribía a sus amigos de Londres en busca de apoyo. Se había dicho a sí misma que mientras tuviera a los gemelos no estaría sola.

En un esfuerzo por animarse, Juliet se duchó y se puso un vestido de algodón azul turquesa. Lo había comprado en Londres hacía años y aquel color siempre le hacía sentirse positiva. Kit y Andrew estaban sanos y felices y con Cal como capataz, el rancho podría salvarse, se dijo así misma. Aquello era lo único que importaba.

Con el equilibrio restaurado, se fue a la cocina y encontró a Cal ensimismado en sus pensamientos mirando por la ventana. Cuando oyó sus pasos, se dio la vuelta y la miró. Juliet tenía la sensación de que se había olvidado de su existencia hasta ese momento.

Cal se sintió más alterado de lo que le hubiera gustado al ver a Juliet de pie en la puerta de la cocina. Había estado pensando en las largas y solitarias noches que había pasado en aquel mismo sitio desde la muerte de Sara dividido entre quedarse en Wilparilla o cumplir la promesa que le había hecho a su mujer.

Ahora de repente ya no estaba solo y Juliet estaba allí, vibrante y cálida con un vestido azul y con aquel gesto de tensión en la cara. Se preguntó cómo sería si se relajara y sonriera para variar.

Alzó la mano para enseñarle la botella.