– Cuando me pidió que me casara con él, creí que eso lo demostraba. Todo el mundo me aconsejó que no lo hiciera. Mi familia y mis amigos me dijeron que estaba cometiendo el mayor error de mi vida, pero no los hice caso. Tuvimos una boda de ensueño y yo estaba tan segura de poderles demostrar que se habían equivocado…

Sacudió la cabeza para sí misma y se levantó inquieta a preparar un café.

– ¿Fue tan grande el error? -Cal se imaginó a Juliet de novia, joven y enamorada y al observar el dolor en su gesto, se preguntó qué tipo de hombre podría haberla hecho aquello-. No se habría casado contigo si no hubiera estado enamorado, ¿no crees?

– Bueno, eso es lo que yo pensé, por supuesto. Tenía a todas las que hubiera querido y me había escogido a mí.

– ¿Y por qué si no iba a casarse?

Juliet se quedó mirando a la cafetera de espaldas.

– Se casó conmigo porque era muy joven y estaba tan patéticamente agradecida de que me hubiera elegido que creyó que no le causaría problemas. No me enteré hasta después de la boda de que sus padres le habían puesto como condición que se casara si quería que le pagaran todas sus deudas. Cuando Hugo se quedaba sin dinero, que era muy a menudo, les pedía a sus padres que lo avalaran, pero había contraído unas deudas tan enormes, que decidieron hacer algo al respecto. Supongo que creyeron que una esposa lo estabilizaría -continuó Juliet-, pero por supuesto, no sirvió absolutamente de nada. En cuanto tuvo otra vez dinero, empezó a derrochar sin tino en aventuras, esquí, yates, coches rápidos y aeroplanos hasta que se aburría de todo.

– ¿Y por qué no le dejaste entonces? -preguntó Cal pensando que si hubiera conocido a Hugo Laing en persona le habría encantado echarlo a patadas de su propiedad.

Juliet llevó las dos tazas a la mesa.

– Porque todavía era lo bastante joven como para creer que era culpa mía el no ser la mujer adecuada para él y para que no me dijera todo el mundo: ¿ves? Te lo había dicho. Me pareció menos humillante intentar salvar mi matrimonio. Entonces Hugo tuvo más problemas con su familia. Eran tan ricos que él no necesitaba trabajar, pero los Laing guardaban mucho las apariencias. Para mantener las formas, le habían conseguido un empleo en un banco, pero él no pasaba mucho tiempo allí y cuando estaba, tenía que hacer las cosas más excitantes especulando de forma salvaje con sus reservas -sirvió leche en su taza-. ¿Leche?

Cal sacudió la cabeza y ella se fue a meter la jarra en la nevera.

– Todavía no sé con seguridad qué estaba haciendo -confesó ella-, pero debió pasarse porque sus padres decidieron que era mejor que se fuera del país por una temporada. Tenían muchos negocios en Sydney, así que nos empaquetaron para allí con el mensaje subliminal de que si yo hubiera sido una esposa mejor, él habría cambiado.

– No sabía que los ingleses seguían utilizando Australia para mandar a las ovejas negras de la familia -comentó Cal con sequedad.

– Los Laing no deben haberse enterado todavía de que el Imperio Británico ya no existe -dijo Juliet-. Si no fueran tan arrogantes y manipuladores, darían risa.

Cal bebió su café despacio.

– Pero hay un largo camino de Sydney a Wilparilla. ¿No me digas que los Laing también tenían negocios por aquí?

– No. Comprar Wilparilla fue otro de los caprichos de Hugo. Le gustó Sydney una temporada hasta que se aburrió. Se fue a navegar un día con alguien que vendía propiedades y cuando llegó a casa, ya había hecho una oferta.

Cal apretó los labios cuando recordó la facilidad con que Wilparilla había cambiado de manos. Él sabía exactamente con quién había estado navegando Hugo.

– Así que aquí estoy. Sólo cuando llegamos aquí, Hugo comprendió las ventajas de una propiedad tan aislada. Se puso furioso cuando descubrió que estaba embarazada, pero eso resultó ser su mejor excusa para dejarme tirada cuando se cansó de mí, lo cual por supuesto fue pronto y empezó a viajar a Sydney, a Perth o al sur por su cuenta.

– ¿Por qué lo aguantaste? -preguntó Cal casi enfadado.

Juliet se pasó las manos por el pelo. Era difícil de recordar ya.

– Porque cuando llegué a Australia tenía esperanzas de que fuera un nuevo comienzo para nosotros y lo fue al principio. Hugo no era siempre un bastardo. Cuando le apetecía, podía ser encantador, divertido y excitante y yo lo amaba. Se tarda mucho tiempo en dejar de amar a alguien como Hugo. Es como una adición. Sigues esperando aunque sepas que es inútil -lanzó un débil suspiro-. Esperaba que cuando nacieran los gemelos, Hugo los quisiera y aprendiera a amarme a mí gracias a ellos, pero salió al contrario.

– Lo siento -dijo Cal.

Sonaba muy débil, pero, ¿qué otra cosa podía decir?

– Fue horrible -admitió Juliet-. Estuve desesperada y fui muy infeliz durante mucho tiempo, pero ya no soy infeliz. Ahora estoy enfadada porque Hugo no hiciera ningún esfuerzo para dejarles a sus hijos algún recuerdo feliz. Estoy enfadada porque abandonara tanto Wilparilla y sobre todo de que no dejara económicamente asegurados a sus hijos. Había un seguro de muerte, pero la mayoría se fue en pagar sus deudas y lo que quedó es para mantenernos los niños y yo hasta que Wilparilla pueda dar beneficios.

– ¿Comprendes que podría tardar un tiempo a menos que puedas invertir ahora una gran cantidad de dinero?

Juliet se mordió el labio.

– ¿Cuánto tiempo?

Esa era su oportunidad, comprendió Cal. Podría decirle que diez o quince años y ella abandonaría. Juliet no arriesgaría el poco dinero que les quedaba a sus hijos y Wilparilla volvería a ser suyo.

– ¿Y qué hay de los padres de tu marido? -preguntó en vez de decirlo-. ¿No podrías pedirles algo de dinero? Después de todo, Kit y Andrew son sus nietos.

– No -apretó los labios con firmeza-. No quiero tener nada que ver con ellos. No confío en ellos. Creen que pueden jugar con normas diferentes al resto de la humanidad. Si aceptara dinero de ellos, se creerían con el derecho de interferir en mi vida. Vendrían aquí, mandarían a todo el mundo, buscarían beneficios y querrían llevar a los niños a Inglaterra… No, no los pediré nada.

– ¿Y qué hay de los bancos?

¿Qué estaba haciendo?, se preguntó Cal con desesperación. Se suponía que debía animar a Juliet a vender, no sugerirle que salvara Wilparilla para sí misma.

Pero Juliet estaba sacudiendo la cabeza.

– Ya tengo una deuda enorme y nunca me dejarían dinero en las condiciones que lo necesito.

– De acuerdo, veremos qué se puede hacer sin inversión.

Cal agarró la hoja de necesidades urgentes y frunció el ceño.

– Tenemos a cuatro hombres y no les hará daño trabajar algo para variar. Tendremos que valernos sin constructores. Eso significará nada de helicópteros ni personal para atrapar a los toros. Tendremos que hacerlo todo nosotros mismos.

Se frotó la barbilla pensativo y Juliet se encontró fijándose en el vello de su antebrazo y en la solidez de su muslo. Llevaba pantalones cortos y el impulso de frotar la palma contra su piel le produjo cosquilleos en la mano. Apartó la vista aprisa.

– Las reparaciones son el mayor problema, sobre todo de los vehículos -prosiguió Cal sin captar la distracción de Juliet-. Si no podemos invertir en maquinaria nueva, tendremos que salvar lo que tenemos y para ello habrá que contratar a un mecánico decente. Creo que conozco al hombre que necesitamos. Tendremos que pagarle, pero merecerá la pena.

Soltando la lista, Cal se levantó.

– Iré a llamarlo ahora mismo -dijo para detenerse en cuanto pensó que no era él el que pagaba los salarios-. Si te parece bien, claro está.

Juliet sonrió con debilidad.

– Por supuesto.

En cierto aspecto, fue un alivio que saliera de la cocina. Juliet se miró las manos al notar con horror que le estaban temblando. En un minuto, había pasado de ver a Cal ser como consejero y capataz cualificado a contemplar al hombre de cuerpo fuerte y moreno; un hombre con unos ojos firmes y una boca que la debilitaba sólo de mirarla.

El recuerdo de sus labios contra los de ella le produjo un peligroso cosquilleo en la boca del estómago.

No debía pensar en ello, se dijo Juliet con desesperación. Era mejor olvidar aquel beso. Ella y Cal parecían haber empezado con mal pie, eso era todo. Era difícil creer lo frío y hostil que lo había encontrado, y lo que le había irritado aquel primer día. Sólo el día anterior había creído que lo odiaba y ahora…

Ahora simplemente estaba haciendo el trabajo por el que lo pagaba, se dijo con firmeza. No tenía por qué sentir nada por él. Cal era su capataz y eso era todo.

– Hemos tenido suerte -a pesar de sí misma, a Juliet le dio un vuelco el corazón cuando Cal volvió de la oficina-. He llamado a Sam y está harto de estar jubilado. Podrá venir la próxima semana.

– Bien.

– Ah, también he buscado un ama de llaves.

– ¿Un ama de llaves?

– Vamos a necesitar todas las manos que podamos encontrar y serás de más utilidad si no estás atada por los niños y la cocina.

– Me encantaría ser útil -admitió ella un poco avergonzada.

– Puedes aprender. Y seguramente podrás hacer mucho más de lo que crees. Hay un montón de trabajo de papeleo y aunque no sea más, podrás revisar las vallas y las tuberías. Supongo que sabrás conducir, ¿verdad?

Ella asintió.

– Bueno, tampoco hay motivo por el que no puedas aprender a montar. Necesitaremos todos los jinetes que podamos encontrar para poder seguir a los rebaños si no vamos a tener helicóptero.

Juliet había abierto la boca para decirle que ya sabía montar perfectamente, pero sus últimas palabras la distrajeron.

– Lo entiendo -admitió con preocupación-, pero no puedo permitirme un ama de llaves si voy a tener que pagar al mecánico.

– No necesitas preocuparte por eso. Yo lo solucionaré.

Ella lo miró asombrada.

– ¿Y por qué ibas a hacerlo?

– Porque de todas formas, ya pensaba pagar a un ama de llaves para mí y para Natalie. Alguien tiene que vigilar que haga sus deberes.

Cal se preguntó cómo había llegado a la situación no sólo de ayudar a Juliet a salvar Wilparilla, sino hasta ayudar a pagar de su propio bolsillo. Al final, sería para su propio beneficio, se aseguró a sí mismo. Si ayudaba Juliet ahora, ella confiaría en él cuando le dijera que la única opción era vender.

– He estado hablando con mi tía -continuó-. Maggie se crió aquí en el campo pero se fue a Melbourne con su marido cuando se casó. Ahora está viuda y quiere volver. Ella sabía que yo también quería volver y me sugirió hace tiempo que podría venir a cuidar a Natalie mientras yo estuviera trabajando.

– Pero no le puedo pedir que aparte de Natalie cuide a dos niños de tres años -protestó Juliet.

– A Maggie no le importa. Siempre dice que sólo le interesa la gente por debajo de los seis años o por encima de los sesenta. Es una mujer que puede asustar, pero por alguna razón, los niños la adoran. Estarán completamente a salvo con Maggie.

– Suena maravilloso.

– Sólo hay una condición -prosiguió Cal-. Maggie dice que está demasiado vieja y es demasiado gruñona como para compartir casa con nadie. Estaría contenta de pasar el día aquí, pero quiere su casa propia para volver por las tardes -vaciló un momento-. Le dije que arreglaríamos la casa del capataz y que se podría quedar en ella.

– ¿Eso significaría que Natalie y tú os quedaríais aquí?

– Sí.

– ¿No te importa?

– No, si no te importa a ti.

La voz de Cal era muy impersonal. Juliet lo miró de soslayo y ya no pudo apartar la vista de él. Sus ojos grises la mantuvieron cautiva mientras se le secaba la garganta.

– No, no me importa.

– Entonces arreglado.

Cal tuvo que obligarse a sí mismo a respirar. Ella tenía unos ojos extraordinarios, tan profundos y azules que uno se podía perder con facilidad en ellos, unos ojos que invitaban a pensar en la suavidad de sus labios y en el aroma de su piel.

Se hizo un silencio que pareció envolverlos mientras permanecían allí de pie mirándose y el aire pareció cargarse de electricidad. Debería haber sido fácil romperlo, moverse o irse, pero de alguna manera, no pudieron.

– ¡Papá! ¡Juliet! ¡Venid a ver esto!

La risa de Natalie desde la terraza rompió la tensión y los dos dieron un respingo.

Muy agradecido por la distracción, Cal siguió a Juliet a la terraza. Al instante supieron de qué se estaba riendo Natalie. Los dos gemelos habían encontrado un par de cubos de plástico y se los habían puesto en la cabeza para desfilar delante de Natalie. Cuando aparecieron los padres en la terraza, en medio de las payasadas tropezaron y cayeron de trasero.

Estaban tan ridículos que Cal y Juliet no pudieron evitar reírse. Al ver que la audiencia había aumentado, los gemelos se sacaron los cubos de la cabeza al unísono y miraron tan encantados por el público que Cal sonrió y miró a Juliet.