Corrine le rodeó el cuello con los brazos y pegó la cara a su cuello para inhalar profundamente el aroma masculino que la había obsesionado durante meses. Con sus manos grandes, él le apretó las nalgas, luego le tomó los pechos y bajó la cabeza para probarlos, empleando la lengua y luego los dientes hasta que las caderas de Corrine se sacudieron en reacción.

– Mike.

– Lo sé.

– Date prisa.

– Quítate todo, entonces -susurró con voz ronca. En dos segundos los dos quedaron desnudos. Corrine apenas se había erguido antes de que Mike deslizara las manos entre sus muslos para abrírselos-. Mmm, estás húmeda.

Sí. Húmeda y caliente, y así le había dejado los dedos a él, esos dedos que la acariciaban despacio una y otra vez, hasta que la tuvo arqueada hacia esa mano.

– ¡Mike!

– Dime.

– No pares -para cerciorarse de que no lo haría, cerró las piernas alrededor de él y de su mano, retorciéndose y frotándose sin pudor, desesperada por más-. Necesito…

– Entonces, hazlo -instó al tiempo que se inclinaba para introducir un pezón en la boca y succionarlo mientras metía un dedo dentro de ella.

Si él no la hubiera sostenido por la cintura, habría caído hacia atrás. En ese momento, Mike retiró el dedo despacio, tanto que Corrine creyó que iba a gritar, solo para moverlo una y otra vez en su interior con infinita paciencia. Con cada contacto ella gritaba su nombre.

– Llega para mí -instó, con la boca llena con un pecho y los dedos otra vez en su interior-. Llega para mí, cariño.

Y lo hizo. Explotó. Y cuando pudo volver a oír, a ver, comprendió que lo estrujaba con las piernas y aún seguía entonando su nombre.

Mike respiraba tan dificultosamente como ella. Alzó la cabeza y la miró con ojos oscuros, muy oscuros. Ella le tomó la cara entre las manos y lo besó.

– No hemos terminado.

Él sonrió y suspiró, al tiempo que sacaba un pequeño envoltorio de la cartera. Con atrevimiento, le quitó el preservativo y se lo puso, una tarea no tan fácil como había imaginado. Al terminar, él temblaba y ella estaba impaciente por tenerlo dentro.

– No -dijo cuando Corrine intentó subirlo a la mesa encima de ella-. No nos aguantará.

Era un escritorio viejo y que protestaba con crujidos. Mike ladeó la cabeza, la alzó y antes de que ella pudiera decir una sola palabra, la apoyó contra la puerta del despacho. Casi no le dio tiempo a abrir los muslos cuando la penetró en su totalidad. Al sentir que la llenaba por completo, Corrine cerró los ojos con el corazón desbocado. Los sentidos se le dispararon.

– Sí.

Otra embestida poderosa la hizo gritar, completamente perdida en él, como de costumbre. Podría haber estado aterrada, incluso furiosa, por el dominio que tenía sobre ella, pero si el gemido ronco que emitía Mike servía de indicación, él estaba igual de perdido.

Entonces alzó la cabeza, con los ojos llenos de una pasión, necesidad y anhelo tan poderosos, que Corrine se quedó sin aliento. Con la mirada cautiva en él, Mike comenzó a llevarlos a ambos otra vez al borde del abismo.

– Mírame -gruñó.

– Lo hago, Mike, lo hago.

– No pares. No pares de mirarme, ni siquiera después… -calló cuando ella echó la cabeza atrás y se arqueó, temblando con otro orgasmo.

Él la siguió.

Aún estaban húmedos y temblorosos, sin aliento, cuando llamaron a la puerta.

– ¿Corrine? -era Stephen y parecía preocupado. Y cauteloso-. Hemos oído unos ruidos -explicó-. Solo quería asegurarme que estabas bien. ¿Corrine?

Horrorizada, aturdida y todavía abrazada a Mike, se quedó paralizada y lo miró. Le había prometido que estaban solos.

– ¿Corrine? ¿Está Mike contigo?

– Ahora salgo -logró responder.

¿Qué era peor? ¿Que la sorprendieran en esa posición comprometedora, con Mike todavía dentro de ella, o la expresión en la cara de él? Una expresión que más que sorpresa mostraba aceptación.

– ¿Cómo ha sucedido esto? -murmuró Corrine-. Dios mío, Mike, dijiste que se habían ido. No lo habrás hecho a propósito, ¿verdad?

Él ni parpadeó, pero le soltó los muslos para que pudiera deslizarse por su cuerpo aún duro y ardiente. Corrine permaneció allí, desnuda y temblorosa a medida que la furia se mezclaba con la humillación.

– Lo hiciste.

Apartándose, él fue a buscar los pantalones.

– ¿Es eso lo que crees? -preguntó-. ¿Que sería capaz de algo así?

– No lo sé. ¿Por qué no me respondes? Él se dejó los pantalones sin abrochar y la encaró.

– Porque deberías conocer la respuesta.

11

Se sentía culpable. Pero no por el motivo que Corrine parecía considerar. Sin importar lo que ella creyera, no había hecho el amor en el trabajo para que los sorprendieran.

Lo había hecho porque le era imposible dejar de tomarla, tanto como dejar de respirar. Que hubieran estado en el despacho de ella debería haber bastado para detenerlo, para devolverle la cordura, pero era otro signo de lo perdido que estaba.

Y así como se sentía furioso por haberla tomado contra la puerta, un vistazo a la cara de Corrine le indicó que ella estaba más furiosa.

En menos de sesenta segundos la vio recuperar su personalidad de comandante. A pesar de sí mismo, Mike observó fascinado la transformación. Cuando se alisó el cabello, irguió los hombros e iba a abrir la puerta, él emitió un silbido.

– Es asombroso -comentó con tono de cierta amargura-. Pasas de ser una mujer cálida, encendida y cariñosa a una fría, dura y centrada en un abrir y cerrar de ojos.

Sabía que era un golpe bajo, pero no la perturbó. Le dirigió una gélida mirada.

– No se lo íbamos a contar a nadie.

– Creo que ya es demasiado tarde.

– No te voy a perdonar esto.

Mike asintió, como si ella no le acabara de clavar un puñal en el corazón.

– Porque crees que lo hice a propósito -lo ponía enfermo que semejante noción pudiera pasarle por la cabeza, pero antes de que pudieran librar esa batalla en particular, ella abrió la puerta y se enfrentó a lo que él sabía que era su mayor miedo: quedar expuesta ante los demás.

Stephen aguardaba.

– Buenas noticias -espetó Corrine-. Nos hemos dejado la piel durante meses, y dado que habrá un parón hasta la llegada del nuevo equipo, por no mencionar el fallo de programación del ordenador, todos tenemos derecho a un largo fin de semana – miró su reloj de pulsera y estudió la fecha-. Ya estamos a jueves. No quiero veros a ninguno hasta el lunes. Llamaré a los demás.

Por lo general una noticia así sería recibida con un hurra. Pero en esa ocasión no iba a poder escapar de Stephen con tanta facilidad.

– Maldita sea -susurró este, mirando por encima del hombro para cerciorarse de que se hallaban solos-. ¿Tenéis idea del ruido que hacíais?

Corrine palideció, aunque por lo demás no mostró ningún signo exterior de emoción.

– ¿Has oído lo que acabo de decir?

– Sí, días libres, cosas por el estilo. Pero…

– ¿Qué necesitas? -cortó ella con esa voz fría y conocida.

– ¿Necesitar? -Stephen los miró-. Hmm…

– Muy bien. Nos vemos el lunes -fue a cerrar la puerta de su despacho, luego pareció recordar que Mike seguía allí de pie detrás de ella. Le lanzó una mirada que le indicaba que se largara.

Pero él no pensaba ir a ninguna parte hasta que no aclararan la situación.

– Necesito un momento -aclaró ella.

Sin importar lo que Corrine quisiera, ese momento no iba a desaparecer con un simple movimiento de la muñeca. Él se volvió hacia Stephen.

– Escucha, no estoy seguro de lo que has oído, pero…

– No quieres saberlo.

Corrine cerró los ojos.

– Pero si me retorcieras el brazo -continuó Stephen, observándolos con creciente diversión a medida que se desvanecía la sorpresa inicial-, diría que primero oí los golpes contra la puerta.

– Muy bien -se apresuró a manifestar Corrine-. Soy humana, ¿de acuerdo? Pero el trabajo ha terminado y me niego a disculparme por algo que es un asunto estrictamente personal -agarró a Mike del codo y lo sacó de su despacho.

Entonces, antes de que él pudiera parpadear, entró y cerró de un portazo, dejándolos a los dos fuera. Y echó el cerrojo.

Stephen miró a Mike con expresión de curiosidad.

– Supongo que eso es todo, ¿no?

– Sí -respondió, aliviado de que no insistiera o se burlara-. Eso es todo.

– No te preocupes. Tampoco fue tan obvio.

– De acuerdo -Mike suspiró-. Bien.

– Quiero decir, ahí dentro podríais haber estado haciendo cualquier cosa. Fotocopias. Enviar faxes. Cosas de informática…

«Así es», se dijo Mike. Podrían haber estado haciendo cualquier cosa.

– Salvo por esa parte de «No pares, Mike, oh, por favor, no pares» -añadió Stephen-. Eso te delató, grandullón -lo miró largo rato.

– ¿Qué? -dijo Mike-. Si quieres exponer algo, hazlo.

– Bueno, podría decirte lo increíblemente estúpido que es esto.

– Sí.

– O podría solicitarte detalles.

– Vas a conseguir que te haga daño, Stephen -frunció el ceño.

– Oh, chico. Dime que no estás enamorado. Dime que no eres tan estúpido.

– ¿Por qué sería estúpido enamorarse? -preguntó a la defensiva.

– Esa no es la parte estúpida. A menos que te estés enamorando de la Reina de Hielo.

– Se llama Corrine.

Stephen gimió.

– Has caído. Maldita sea, Mike, estás metido hasta el cuello.

Cuando se quedó solo, clavó la vista en la puerta cerrada, cuestionándose las tres cosas que le habían sucedido.

Primero, había perdido el control y hecho el amor con Corrine en el trabajo, consiguiendo que los dos quedaran en una situación muy comprometida.

Segundo, ella jamás lo iba a perdonar.

Y tercero, acababa de darse cuenta de que quizá Stephen tuviera razón, en cuyo caso se hallaba metido en un problema del que no iba a poder salir.

A sus hermanos les encantaría saber que se había enamorado. Él, el hombre que solo le temía al compromiso, de pronto anhelaba con todo su corazón estar comprometido con una mujer que no solo era su comandante, sino que no creía en ninguna debilidad. Y estaba convencido de que consideraría esa súbita necesidad una gran debilidad.

Quería un compromiso con Corrine. Eso lo aturdió y deseó tener una silla a mano. Como no había, se dejó caer al suelo sin quitar la vista de la puerta aún cerrada.

¿Qué le estaba pasando? ¿Qué le pasaba a su existencia despreocupada? Ojalá lo supiera. Diablos, lo sabía. Y muy bien.

Corrine fue de un lado a otro de su despacho, pero sin importar lo mucho que caminara, las imágenes se negaban a desaparecer. Ella con la espalda contra la pared, las piernas enroscadas en torno a Mike, la cabeza echada hacia atrás mientras dejaba que la poseyera con frenesí.

Dejaba que la poseyera. Nunca en toda su vida había dejado que nadie la poseyera. No, lo había exigido, y ese recuerdo la marcaba. Y todo el mundo lo sabía.

Se dijo que ya estaba hecho y que no iba a llorar por algo irremediable. Su equipó lo sabía. Ya se ocuparía de eso. De lo que no podría ocuparse era de evitar que volviera a pasar.

Alzó el auricular del teléfono y marcó un número.

– Mamá -saludó aliviada cuando su madre contestó-. Te echo de menos – una subestimación de la realidad. No había ninguna parte en la tierra donde se sintiera mejor, más cómoda, más a gusto en su propia piel que con su familia-. Tengo tres días libres y me voy a casa.

Después de oír el júbilo de su madre, recogió el bolso, dejó el maletín y abrió la puerta de su despacho.

Tropezó con Mike y cayó en su regazo. Los brazos de él la rodearon, y envuelta en su calidez, olvidó odiarlo.

– ¿Estás bien? -murmuró.

Corrine se puso de rodillas y lo señaló.

– Tú.

Estaba sentado con las piernas cruzadas, en el suelo, con aspecto tan desdichado como se había sentido ella antes de llamar a su casa, lo cual la satisfizo.

– Yo -convino.

– ¿Qué haces en el suelo?

– No estoy seguro de que vayas a creerme. Ni yo mismo lo creo musitó-. Además, pensé que dejarte tan furiosa podría ser una idea verdaderamente mala.

Con toda la dignidad que pudo, se puso de pie y le lanzó una mirada abrasadora cuando le impidió marcharse.

– No es un buen momento para hablar, Mike.

– Lo sé -pero no la soltó-. Quiero que me mires a los ojos, Corrine, y que me digas que de verdad crees que te hice esto para causarte algún daño. Que te tomé contra la puerta de tu despacho con el único propósito de dejar que todo el mundo se enterara de lo que sucedía.

Por supuesto que no podía mirarlo a los ojos y afirmar eso.

– No es un buen momento.

– Mírame, maldita sea… -le impidió soltarse-. Dímelo.

Estaba furioso, dolido y de malhumor. Igual que ella. Lo apartó y recogió el bolso que había dejado caer.