Un suave resplandor procedente de varias linternas y velas iluminaba el camino hacia los ascensores que, desde luego, no funcionaban. También allí había gente que miraba consternada las puertas cerradas

La habitación de Mike se hallaba en la sexta planta.

Podría haber sido peor, mucho peor.

– Hemos de subir por las escaleras – anunció con pesar, aunque no por sí mismo. Dadas las exigencias físicas de su trabajo, por no mencionar el riguroso entrenamiento al que estaba sometido continuamente, podía subirlas en dos minutos sin empezar a sudar.

Pero para ella no sería tan fácil. La falda mojada tenía que limitarla, y esos tacones… bueno, resaltaban las piernas deslumbrantes, pero no podían ser cómodos. A la tenue luz, le brillaba el pelo húmedo. También la piel, junto con los ojos, llenos de misterios profundos y oscuros.

– Seis plantas de escaleras -añadió con tono de disculpa-. Iremos despacio -le aseguró, y habría jurado que ella se reía. Pero cuando la escrutó en la oscuridad, solo esbozaba una sonrisa.

– Lista cuando tú lo estés -dijo.

En el momento en que abrió la puerta que daba a las escaleras, los recibió una negrura total. Para tranquilizar a la mujer que tenía al lado, volvió a tomarle la mano.

– No te preocupes -del bolsillo sacó un bolígrafo que también era linterna. Cuando la encendió, ella lo miró sorprendida.

– ¿Llevas una linterna en el bolsillo?

Y una agenda electrónica. Y un teléfono móvil de última generación, capaz de conectarse a Internet y leer su correo electrónico. Era un fanático de lo tecnológico y no podía evitarlo, pero en su defensa se podía aducir que había pasado muchos años en Rusia, lejos del hogar. Esos juguetes de algún modo lo hacían sentirse más cerca de su país.

– Tienes que ser ingeniero -decidió ella.

– No lo soy -la vio sonreír, y le pareció tan hermosa que se quedó sin aliento.

– ¿Seguro? -seguía bromeando-. Ahora que lo pienso, lo pareces.

– ¿De verdad quieres saberlo? -preguntó en voz baja, con el deseo repentino de hablarle de sí mismo y oír su historia a cambio. Era una tontería, e incluso arriesgado, porque con esa conexión emocional adicional, sabía que lo que compartieran esa noche iba a ser la relación más poderosa que jamás había tenido.

Ella lo miró fijamente a los ojos, buscando algo que solo Dios conocía. Y al final negó con un movimiento de cabeza.

– Es tentador -susurró con pesar, y alzó una mano para rozarle la boca-. Pero no. No quiero saberlo.

Durante largo rato no se movió, con la esperanza de que ella cambiara de parecer, pero el momento pasó y forzó una sonrisa.

– Me gustaría estar preparado -indicó y dirigió la linterna hacia delante. «Por favor, que esté «preparado» con un preservativo en el neceser».

– Preparado -soltó una risa breve, un sonido algo oxidado, como si no lo hiciera a menudo. «Que sea una caja de preservativos», pensó Mike.

Empezaron a subir. A1 llegar al rellano de la primera planta, él hizo una pausa.

– ¿Necesitas descansar?

– ¿Después de un tramo de escalera? – movió la cabeza-. Dime que no te parezco tan frágil:

Era pequeña pero no frágil, no con esas curvas maravillosas y ese rostro tan lleno de vida.

– No me pareces frágil -repuso tras un largo escrutinio que le agitó el cuerpo.

– Respuesta inteligente.

Subieron otra planta y, cuando Mike volvió a detenerse en el rellano, ella enarcó una ceja.

– ¿Tú necesitas descansar?

Él sonrió y subieron el siguiente tramo, pero al oír una carcajada delante de ellos, Mike se detuvo otra vez. Repantigados en los escalones, dos hombres compartían una botella de lo que debía ser un líquido poderoso, a juzgar por las sonrisas bobaliconas que exhibían.

– Mira -dijo uno con voz pastosa mientras 1e daba con el codo a su amigo-. Esa sí que es manera de pasar el tiempo, amigo -e1 borracho le ofreció un guiño exagerado a Mike-. No hace falta que te diga que no pases frío, ¿eh? Tienes tu propia manta.

Los dos soltaron una carcajada estentórea, y al hacerlo, resbalaron unos escalones para caer enredados. Eso los hizo reír con más ganas.

Mike pasó por encima de ellos y la ayudó a hacer lo mismo.

El siguiente tramo comenzó de la misma manera, pero entonces oyeron un gemido extraño y acalorado, seguido de un veloz jadeo. Mike no sabía qué esperaba encon-trar. Una pelea, quizá. Alguien apuñalado o con un balazo, alguien de parto… no sabía reconocerlo por los sonidos asustados. Aunque estaba preparado para cualquier cosa y trató de mantener a la mujer detrás de él para protegerla.

Pero ella se negó a permitirlo. Apartó las manos de él y con terquedad permaneció a su lado.

Los sonidos procedían de una pareja, y no se trataba de una pelea ni de heridas graves, como había temido Mike, sino de un emparejamiento salvaje. Tenían las ropas desgarradas. Se retorcían contra la pa-red, y a juzgar por el grito de placer que escapó de los labios de ella, se hallaban al borde del orgasmo.

Mike miró a «Lola», pero ella no cerró los ojos ni pareció abochornada. Simplemente observaba a la pareja que tenían delante, como hipnotizada. Disponían de una vista perfecta. La mujer estaba apoyada contra la pared; el hombre podía tocar y agarrar a voluntad, lo que hacía. Ella tenía los pechos al descubierto, que se movían con frenesí en la cara del hom-bre, lo cual provocaba abundancia de gemidos por parte de ambos. Las manos de él le sostenían la falda a la altura de las caderas para poder embestirla una y otra vez.

– ¡Ahora! ¡Ahora! -gritó-. ¡Oh, Billy, ahora!

– Sí -convino Billy mientras continuaba sus embates-. Sí, nena.

– Ohhh -los pechos oscilaron. El trasero subió y bajó. La piel chocó contra piel-. ¡Oh, Billy, voy a llegar otra vez!

– Sí, nena. Yo también.

Juntos soltaros más gritos y chillidos, y luego se dejaron caer con gemidos guturales.

La mujer que había junto a Mike soltó un sonido ahogado.

– ¿Crees que podremos continuar avanzando?

Sonaba… sin aliento, y la palma que sostenía en su mano se había puesto húmeda. Casi sudorosa.

Mike conocía la sensación. Él nunca se había considerado un mirón, pero presenciar la unión de esa pareja, con Lola a su lado, había potenciado su deseo. Estaba tan encendido, duro e increíblemente preparado, que apenas pudo asentir.

– Vamos -musitó, y al unísono comenzaron a correr.

Subieron la quinta planta y luego la sexta.

A1 llegar al rellano, Mike se detuvo, convencido de que en esa ocasión había ido demasiado deprisa.

– Como me preguntes si necesito descansar -afirmó ella con cara seria-, te pegaré -ni siquiera jadeaba. Tampoco él, y habían subido muchos escalones-. Y si te maravillas de la buena forma que tengo -continuó-, cuando es evidente que tú te encuentras en igual buen estado, te…

– Lo sé -interrumpió-. Me pegarás. No te preocupes, me contendré y admiraré tu resistencia y fuerza más tarde. Vamos.

Llegaron a la puerta. No había nadie y en el pasillo reinaba una oscuridad absoluta salvo por el haz de luz que proyectaba la útil linterna de Mike.

Sacó la tarjeta y la miró a la cara. Ella lo observaba con expresión inescrutable. Despacio alargó una mano y le acarició la mejilla con un dedo.

– ¿Estás segura?

– ¿Ya lamentas haberme invitado?

– ¿Bromeas?

– Bueno, entonces, no lamento estar aquí -ella también alzó una mano y le tocó la cara, pasó un dedo por su labio inferior, por la mandíbula con un día de bar-ba… A1 acercarse a la oreja, él contuvo el aliento y todos sus músculos se tensaron-. ¿Vamos a quedarnos aquí toda la noche? – añadió-. ¿O entraremos y…?

– ¿Y? -instó, acercándose al tiempo que le acariciaba el cuello y se deleitaba con el escalofrío que experimentó ella. Apoyó la yema del dedo pulgar sobre los latidos frenéticos en la base de su cuello.

– Y terminar esto -susurró, cerrando los ojos y echando la cabeza un poco hacia atrás para brindarle más espacio-. Terminemos lo que empezamos nada más mirarnos a los ojos. ¿De acuerdo?

– Sí. Más que de acuerdo -con el cuerpo hormigueándole, introdujo la tarjeta en la ranura.

3

La habitación parecía más oscura que el pasillo. Oscura pero cálida, y de algún modo invitadora. Era su refugio seguro de la tormenta. Corrine entró y se movió en silencio hacia la ventana. Apartar las cortinas no dio más luz a la habitación. Pero a esa altura, la noche y la tormenta estaban sobrenaturalmente en silencio. Apenas podía distinguir la ciudad abajo, y era fácil creer que se hallaban en cualquier parte del mundo, solos.

Él se situó detrás de ella, sin tocarla.

– No estoy casado -anunció-. Ni tengo pareja -cuando ella ladeó la cabeza para mirarlo, sonrió-. Lo sé, no quieres hablar de ti misma y tampoco de mí, pero quería que supieras eso.

Le costaba imaginar a ese hombre sin compañía.

– ¿Estás solo?

– Salgo con mujeres de vez en cuando -se encogió de hombros-. No me ha surgido nada serio. A1 menos aún no.

Se sintió egoístamente aliviada. Nunca se había casado y hacía tanto que no tenía una pareja, que ya casi había olvidado cómo era. Lo extraño era que, a pesar de no salir con hombres, estaba siempre rodeada de ellos. Pero a pesar de eso, nunca en la vida había sido más consciente de uno que en ese momento. Se sentía rodeada por su perfecto desconocido; volvió a temblar, un temblor provocado por la necesidad.

Si esa necesidad no hubiera sido tan fuerte, tan innegable y recíproca, se habría muerto de vergüenza, porque Corrine Atkinson nunca había necesitado a nadie.

– Yo tampoco estoy casada ni tengo pareja -dijo, volviéndose hacia él-. Como mínimo, mereces saber eso.

Él esbozó una sonrisa lenta que estuvo a punto de pararle el corazón.

– Bien -dijo.

Más relámpagos centellearon, pero el trueno sonó apagado, como si sucediera en otro tiempo y lugar.

– Me encanta ver las tormentas -comentó Corrine, de pronto nerviosa-. En especial por la noche.

– Por la noche es diferente -acordó-. Más intenso. Cuando no puedes ver, se activan los otros sentidos y sientes más.

Exacto. Él lo entendía. Lo cual le produjo aún más nerviosismo.

– Mi madre odia este tiempo. Le estropea el pelo -«¿de dónde ha salido eso?» Corrine jamás compartía cosas de su vida. Eso significaba abrirse; y no era su estilo.

Antes de poder ocultar ese desliz con una broma ligera, él le acarició el cabello.

– Pero hace que el tuyo sea más hermoso.

Incómoda con los cumplidos, se llevó una mano al pelo revuelto.

– Me encantan las ondas -añadió, y volvió a acariciárselo.

Sintió el contacto hasta la punta de los dedos de los pies.

– Por lo general, lo mantengo recogido -otro dato personal-. Me lo dejo largo porque así lo puedo recoger. Si me lo cortara, parecería una fregona.

Él rio.

«Santo cielo, ¿quién le ha dado permiso a mi lengua para tomar el control de mi boca?»

– Es tan suave -le colocó un mechón, rebelde detrás de la oreja y luego bajó los dedos por la mandíbula.

Ella dejó de respirar. La mano bajó por el cuello para juntar más las solapas de la chaqueta. Creía que tenía frío. La gentileza de ese hombre la desarmó.

– Puedo dormir en el suelo -musitó él. La ternura de su voz, combinada con el cuidado con que la tocaba, fue la perdición de Corrine.

– No, yo…

Mike se llevó una mano al pecho. -Quería que vinieras a mi habitación más que respirar, pero ahora que estás aquí, no deseo apresurar las cosas.

Ella intentó recordar la última vez que se había sentido atraída por un hombre, pero no fue capaz. Veía a hombres atractivos en todo momento, y ni uno había despertado su interés.

Ese hombre no solo avivaba una chispa, sino que había provocado un incendio, y no era sencillamente por su belleza física, aunque la tenía. Ni tampoco su sonrisa, a pesar de que habría bastado para desbocarle las hormonas. Tenía algo, era tan grande y duro, pero tan… gentil. Probablemente se reiría de eso, o quizá se sentiría abochornado. Aunque tal vez no; no parecía un hombre que se abochornara por muchas cosas.

– No lo haces -repuso al final.

Mike le sonrió, luego apoyó las manos en sus hombros y la hizo girar de nuevo. En lo que comenzó como un contacto ligero y sexy, le tanteó los músculos hasta encontrar el nudo de tensión en la nuca. Con un sonido de simpatía, la masajeó.

Corrine estuvo a punto de caer al suelo, incapaz de contener el suave gemido de placer mientras los dedos de él se centraban con absoluta precisión en el lugar donde ella más los necesitaba.

– Mmm, estás tan contraída… Trata de relajarte un poco -trabajó los músculos hasta los brazos y siguió a las yemas de los dedos, para volver a subir hasta el cuello. Lo repitió una y otra vez, con infinita paciencia, hasta que ella tuvo que aferrarse al alféizar de la ventana para evitar deslizarse al suelo en un amasijo líquido de enorme gratitud-, ¿Mejor?