– No permitiré que te olvide -le dijo Jack-. Te enviaré fotos y puedes venir a visitarnos.
– Ya no será lo mismo -consiguió decir, aún con los ojos cerrados.
Oyó llegar la camioneta y los pasos familiares de Gray subiendo las escaleras del porche.
– ¿Clare? -le tocó el brazo y su voz era muy suave-. Si quieres llegar a tiempo para el avión de Darwin tenemos que irnos.
Clare asintió, enmudecida por la desesperación. Besó a Alice por última vez, se la entregó a Jack y después empezó a bajar las escaleras, sin volver la vista atrás.
Como si se hubiera dado cuenta de repente de lo que sucedía, Alice empezó a llorar y Clare se tapó los oídos con desesperación. Gray puso la maleta en la parte trasera de la camioneta y se sentó a su lado. Tras observar su rostro un momento, puso en marcha el motor, tratando así de que no se oyera el llanto de Alice, que cada vez lloraba con más desesperación.
– Vámonos, por favor -susurró Clare y Gray arrancó.
Las lágrimas se deslizaron por sus mejillas, mientras que con la mirada siempre al frente, se apretaba con fuerza los oídos, como temiendo oír aún el llanto de Alice. A pesar de repetirse que no debía volver la vista, no pudo evitar darse la vuelta para ver por última vez la casa y las figuras que la despedían en el porche.
Pero tanto la casa, como Alice y Jack habían desaparecido ya como tragados por el rojo polvo del desierto que iba levantando la camioneta.
Sintiéndose morir de pena, Clare miró al frente di nuevo. Aquella sería la última vez que pasara al lado de riachuelo. Tenía que recordarlo todo, porque los recuerdos serían lo único que le quedaría.
Para alivio suyo, Gray no intentó entablar conversación. En la pista de aterrizaje colocó su maleta en la avioneta y cuando la ayudó a subir, volver a sentir el roce de sus manos le resultó muy difícil de soportar.
Había dejado la camioneta a la sombra y pensó que la encontraría allí cuando regresara, pero que ella no estaría.
Aun viendo lo difícil que le resultaba marcharse Clare sabía que hacía lo correcto, aunque una parte de ella se negara a creer que ya no volvería a viajar en la destartalada camioneta, que nunca volvería a subir la; escaleras del porche, ni dejar que la puerta se cerrara tras ella. No vería a Alice ponerse de pie, ni dar sus primeros pasos o decir las primeras palabras.
Y Gray permanecería allí sin ella, moviéndose por aquellas tierras con su ágil caminar, entrecerrando los ojos para avistar el horizonte, sacudiéndose el polvo de sombrero, y ya era demasiado tarde para decirle cuánto lo amaba.
El avión de Darwin estaba ya estaba listo en la pista con la hélice en movimiento, cuando aterrizaron en Mathinson. Clare se alegró en el fondo, porque así se ahorrarían una despedida larga.
Como una autómata, compró el billete y facturó el equipaje. Después de cumplir con todos los trámites de aeropuerto, Clare y Gray se quedaron mirándose en silencio.
– ¿Vas a regresar directamente? -preguntó ella, finalmente.
– Lizzy llega hoy de Perth -le dijo Gray, con voz cansada-. Su vuelo aterrizará dentro de un par de horas, así que haré tiempo hasta entonces y me la llevaré a casa.
– Muy bien -Clare no pudo seguir mirándolo, así que se concentró en la tarjeta de embarque, que no dejaba de manosear-. Alice estará bien -le dijo, sin estar segura de si estaba tratando de convencerse a sí misma o a Gray.
– Por supuesto que sí.
Una azafata empezó a recoger las tarjetas de embarque y Clare se dio cuenta de que había llegado la hora de la despedida.
– Bueno… -parece que ya ha llegado el momento.
– Sí.
Se miraron sin decir palabra. Clare, sintiendo una mezcla de deseo y pánico, pensó que si Gray la tocaba estaría perdida, pero no lo hizo. Le vio apretar las manos, pero la dejó volverse y entregar la tarjeta de embarque a la azafata.
Clare se dio cuenta de que todo había terminado, de que la estaba dejando marchar y se sintió como helada, incapaz de llorar.
Pasó la barrera y entró en la pista de aterrizaje.
– ¿Clare? -había desesperación en su voz, así que se apresuró a volverse. El viento hizo que los cabellos le cubrieran la cara. Se los colocó detrás de la oreja y lo miró, sus ojos plateados brillaron bajo la luz del sol.
– ¿Sí?
– Yo… -Gray se detuvo, frustrado. Detrás de ella las hélices se movían cada vez más rápido y una azafata la esperaba, con impaciencia en lo alto de las escaleras del avión-. Gracias, Clare -consiguió decir finalmente, sintiéndose como derrotado-. Gracias por todo.
Clare no pudo decir nada. Trató de sonreír, pero no lo consiguió, así que se apresuró a avanzar por la pista de aterrizaje hasta el avión, para que él no pudiera ver las lágrimas que corrían por sus mejillas.
El avión despegó y Clare pudo ver cómo quedaba atrás aquel polvo rojizo del desierto, que tan familiar le resultaba ya, y como, poco a poco, se iba alejando del aeropuerto hasta perderlo de vista por completo.
Estaba otra vez lloviendo. Clare miró aquel cielo oscuro y las gotas que golpeaban contra sus cristales y recordó con dolor el calor y la luz de las desérticas extensiones australianas. Llevaba un mes en Londres, cuatro semanas desoladoras. Debería resultarle ya más fácil, pero no era así. El recuerdo de Bushman's Creek era como un dolor que, lejos de ir aminorando, se hacía tan agudo en algunas ocasiones que le hacía dar un respingo.
Quería dar un paseo hasta el riachuelo o sentarse en el porche a mirar el cielo estrellado. Deseaba estar en la fresca cocina y esperar a oír las pisadas de Gray sobre las escaleras de madera y escuchar cerrarse la puerta del porche antes de verlo aparecer, sacudiéndose el polvo del sombrero, con esa media sonrisa que la hacía estremecer.
Conservaba un reloj con la hora australiana y de vez en cuando lo miraba para imaginar lo que estaría haciendo exactamente en aquel momento. Cuando permanecía desvelada sobre la cama sabía que Gray estaba a caballo, con el sombrero caído sobre los ojos, contemplando el horizonte, pensativo o dirigiendo el ganado. Clare se lo podía imaginar deteniéndose para almorzar: Joe estaría liándose un cigarrillo, Ben comiendo con ansia unas galletas y Gray tomando una taza de té, tan tranquilo como siempre.
Y cuando esperaba en la parada del autobús, con el cuello del abrigo subido para protegerse de la humedad, se imaginaba a Gray echado en aquella cama que habían compartido, la habitación iluminada tan solo por la luz de las estrellas. Conocía su modo de dormir, como se le relajaba la expresión del rostro y su pecho subía y bajaba con ritmo acompasado, y se moría de ganas por escuchar el sonido de su respiración y sentir la calidez de su piel.
Tampoco dejaba de pensar en Alice y rezaba todos los días para que fuera feliz, ni se apartaba de su pensamiento el modo en que la luz cambiaba sobre las dehesas y la paz y el silencio que reinaban en ellas.
Nada le parecía igual en Londres. Las calles repletas de gente que tanto le gustaran una vez le parecía que se estrechaban demasiado a su alrededor, y le hacían sentir claustrofobia. Eran demasiado ruidosas y había demasiada gente en ellas. En Australia estaba rodeada de espacio y luz, pero en Londres le costaba encontrar un trocito de cielo.
Suspiró y volvió a mirar a la pantalla del ordenador. Debía pensar en su estancia en Australia como si se tratara de un sueño, y de alguna manera tratar de olvidarla. En Londres tenía su vida, un trabajo, amigos y un alojamiento hasta que se marcharan los inquilinos de su apartamento. No tenía sentido que siguiera viviendo para un sueño, aunque hubiera sido maravilloso.
Lo había intentado. En la oficina la habían recibido con los brazos abiertos y se había volcado en su trabajo con la esperanza de olvidar que un día había sido feliz fregando, cocinando, limpiando y dando de comer a las gallinas.
Por las tardes, cuando ya no podía refugiarse en su trabajo, se esforzaba en salir y hacer las cosas que había creído echar de menos en el rancho, pero nada llenaba su vacío, y aunque sonreía y fingía pasárselo bien, se sentía triste y sola.
Mark había sido su última esperanza. Se había aferrado al pensamiento de que, en cuanto lo volviera a ver, renacería todo lo que había sentido por él, y se daría cuenta de que lo de Gray no había sido más que una ilusión, pero no había sido así. Habían cenado juntos, en un restaurante que no tenía nada que ver con la cocina del rancho, y hablado mucho, pero como viejos amigos, no como amantes. Lo había encontrado atractivo, encantador, todo lo que una vez deseó, pero no era Gray.
Gray… Cada vez que pensaba en él, la añoranza se hacía dolorosa. Dejó el trabajo que llevaba tratando de terminar durante la última media hora y tomó el reloj que guardaba en su mesa de despacho. Eran casi las tres y media en Londres, pero en Bushman's Creek ya debían de estar brillando las estrellas y Gray debía de estar durmiendo tranquilamente. Clare lo podía imaginar con tanta claridad que hasta era capaz de oír el sonido de su respiración y cuando volvió a mirar la pantalla, las lágrimas que inundaban sus ojos le impidieron ver con claridad lo que había escrito.
El teléfono sonó y, antes de responder, se esforzó por que su voz sonara normal. Era Anette, la recepcionista que había a la puerta de su despacho.
– ¿Estás ocupada? -le preguntó-. Tengo aquí a una persona que desea verte.
– ¿Quién es?
– Se llama Gray Henderson. Le he preguntado si lo estabas esperando y me ha respondido que creía que no… ¿Clare? -Anette calló un momento, confundida por la intensidad del silencio que se había hecho al otro lado de la línea-. Clare, ¿estás ahí?
Clare estaba con el auricular en la mano, sin dar crédito a lo que acababa de oír. Colgó muy despacio, sin responder y se levantó, sorprendida de que la sostuvieran las piernas. Como en un sueño se dirigió lentamente hacia la puerta y la abrió.
Había un hombre de pie, delante de la mesa de despacho de Anette, un hombre delgado y bronceado que se volvió al oír la puerta y la miró.
Gray.
Una oleada de alegría e incredulidad se apoderó de ella y se tuvo que apoyar en la manilla de la puerta, para no caerse.
– Eres tú -susurró.
– Sí, soy yo -su voz era la misma de siempre, pausada y tranquila, se quedó mirándolo fijamente, pensando que tal vez fuera producto de su imaginación y por lo tanto desaparecería de un momento a otro, si apartaba los ojos de él.
Parecía cansado y no sonreía. Observó en él una inseguridad que no había visto nunca, y enseguida pensó que le traía malas noticias. ¿Por qué si no iba a estar allí?
– ¿Alice…? -preguntó, incapaz de traducir sus pensamientos en palabras.
– Está bien -se apresuró a responder Gray.
Clare dejó escapar un suspiro de alivio y la tensión desapareció. Detrás de él vio que Anette los miraba sin perder detalle y se hizo a un lado para permitir pasar a Gray.
– Pasa.
Gray dudó un momento y después entró en el despacho. Clare cerró la puerta y ambos se quedaron mirándose en silencio.
– ¿Cómo estás? -empezó a decir Gray.
– Bien -le respondió, aunque hubiera deseado decirle que se sentía triste, sola y desesperada.
Se hizo un incómodo silencio y Clare se humedeció los labios.
– ¿Cómo… cómo me has encontrado? -le preguntó, aunque parte de ella le gritaba que cómo podía estar hablando de semejantes trivialidades cuando por fin lo tenía allí, y lo único que tenía que hacer era cruzar el despacho para tocarlo.
– Pregunté a Stephen. Recordé que le habías hablado de tu trabajo y pensé que tal vez recordaría el nombre de tu agencia. No me equivoqué.
– ¿Stephen? -preguntó Clare, esperanzada-. ¿Están él y Lizzy otra vez juntos?
– No, Lizzy se encuentra todavía en el rancho.
A Clare se le volvió a caer el mundo encima. Había tratado de no pensar en Lizzy y, cuando imaginaba el rancho, ella nunca aparecía ni en «su» cocina, ni sentada en su «su» silla del porche.
Clare se acercó a su mesa y se puso a ordenar unos papeles, dándose tiempo para tratar de borrar la amargura y la decepción de su rostro. Tenía la cabeza baja y el pelo negro le tapaba la cara, pero cuando levantó la vista vio que los ojos de Gray la observaban sin disimulo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? -le preguntó, casi con mala educación.
Gray no respondió inmediatamente. Se acercó a la ventana y contempló la lluvia, como si estuviera pensando de qué manera explicarse mejor, pero cuando habló, su respuesta fue bastante sencilla. Se dio la vuelta y la miró con sus ojos castaños.
– Vine a ver si eras feliz -le dijo.
Clare se quedó boquiabierta.
– ¿Feliz? -repitió, como si hubiera olvidado el significado de esa palabra.
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