– Es muy amable por tu parte -le agradeció a Douglas-. Pero no quiero interferir en tus planes.
No sabía si aceptar o rechazar el ofrecimiento. Mientras Max, poco a poco, se iba convirtiendo en una especie de hermano mayor para Tanya, con Douglas nunca lograba sentirse relajada. Era un hombre muy controlador y nunca estaba segura de sus intenciones, así que su compañía era muy estresante. Tanya no podía imaginar al productor pasando un domingo -o cualquier otro día de la semana- relajado y sin hacer nada.
– No serás ninguna interferencia. No nos haremos ni caso. Nunca hablo con nadie los domingos. Tráete algo para leer, lo que quieras; yo pongo la comida y la piscina. Y, sobre todo, no te maquilles ni te arregles demasiado.
Parecía haberle leído el pensamiento, porque lo último que le apetecía a Tanya era tener que arreglarse en domingo. Sin embargo, tampoco lograba imaginarlo despeinado. A Max, sí. A Douglas, ni por asomo.
– Si voy, te tomo la palabra -aceptó Tanya con cautela-. Ha sido una semana muy larga y estoy cansada.
– Esto es solo el principio, Tanya. Reserva fuerzas para más adelante, porque las necesitarás. En enero y febrero, estos días te parecerán de chiste.
– Quizá debería volver a casa y saltar de un puente ahora mismo -dijo Tanya, asustada y deprimida al mismo tiempo.
Le resultaba muy duro no ver a su familia, pero, además, empezaba a preguntarse si estaría a la altura del trabajo que le habían encomendado.
– Para entonces ya te habrás acostumbrado. Te lo tomarás con calma, créeme. Y cuando acabe, lo único que querrás es volver a empezar.
Siempre decía lo mismo y parecía estar convencido de ello. Era su verdad.
– ¿Por qué será que no te creo cuando dices eso? -preguntó Tanya.
– Créeme, lo sé. Quizá trabajemos juntos en otra película -dijo él con voz segura y esperanzada, como si fuera algo fácil de prever.
No habían empezado ni siquiera la primera, pero todo el mundo en Hollywood quería trabajar en las películas de Douglas Wayne. Actores y guionistas le acosaban para que los incluyera en su equipo, porque Douglas significaba, casi con seguridad, un premio de la Academia y el Oscar era lo máximo a lo que podía aspirar cualquiera en aquella profesión. Por supuesto, para Tanya también tenía cierto atractivo, pero en aquellos momentos solo aspiraba a aprender cómo funcionaba una película, sobrevivir, no hacer el ridículo y lograr un resultado decente. Toda la semana había sido un constante desafío y, en más de una ocasión, el desánimo había hecho mella en ella.
– Bueno, entonces ¿vienes mañana? ¿A las once?
Tanya vaciló por un instante y luego claudicó. Era demasiado complicado decir que no, así que aceptó.
– Muy bien. De acuerdo -respondió educadamente.
– Te veo mañana entonces, y no lo olvides: nada de maquillaje. Y si no quieres, ni te peines.
«Sí, seguro -pensó Tanya utilizando una habitual expresión de Megan-. Y yo me lo creo.»
Pero le hizo caso. Al día siguiente se recogió el pelo en una simple coleta y no se puso ni pizca de maquillaje. Aunque durante toda la semana tampoco había invertido mucho tiempo en arreglarse, era agradable no tener que hacer ningún esfuerzo. Para las reuniones, ni tan siquiera los actores se arreglaban demasiado. Pero aquella mañana de domingo, desde luego, no perdió ni un minuto delante del espejo. Se puso una camiseta gastada de Molly, unas chancletas y sus vaqueros más viejos. Cargó un montón de folios que quería repasar, un libro que llevaba un año queriendo empezar y el crucigrama de The New York Times, uno de sus pasatiempos favoritos. Había dado el día libre a su chófer -al fin y al cabo, era domingo-, así que cogió un taxi hasta la casa de Douglas.
Fue el productor mismo quien le abrió la puerta y se fijó en que había llegado en taxi. Llevaba una camisa inmaculada, unos vaqueros perfectamente planchados, unas sandalias de cocodrilo de color negro y ni un solo mechón de pelo fuera de lugar. En la casa se respiraba una tranquilidad absoluta. El día de la fiesta había habido una legión de camareros atendiendo a los invitados, pero aquel domingo no había un solo sirviente en toda la finca. Se respiraba silencio y paz.
Douglas condujo a Tanya hasta la piscina y la invitó a sentarse, tumbarse o hacer lo que le apeteciera. Junto a la chaise longue en la que estaba instalado, él también tenía un montón de papeles. Desapareció al instante y volvió al cabo de un momento con una bebida que depositó en la mano de Tanya, a pesar de que ella no había pedido nada. Era un Bellini -champán con zumo de melocotón-, una de sus bebidas favoritas. Un poco temprano para Tanya, pero la probó y descubrió que estaba muy suave.
– Gracias -dijo Tanya, sorprendida y sonriente.
Él se llevó un dedo a los labios y la miró con el ceño fruncido.
– ¡Chis! -la riñó con gravedad-. Ni una palabra. Has venido a relajarte. Luego, si quieres, hablamos.
El productor se instaló en una silla al otro lado de la piscina y estuvo leyendo un rato el periódico. Después se puso crema protectora en el rostro y los brazos y se tumbó a tomar el sol. No le dirigió ni una sola palabra, así que, finalmente, Tanya logró relajarse. Leyó plácidamente e hizo el crucigrama mientras daba pequeños sorbos de vez en cuando al Bellini. Sorprendentemente, resultó una maravillosa manera de pasar el domingo. Douglas seguía tumbado sin moverse y Tanya supuso que se habría dormido. Después, ella también se tumbó a tomar el sol. Era una hermosa tarde de septiembre y hacía un calor agradable. Se oía el piar de los pájaros y Tanya se sintió completamente relajada.
Más tarde, cuando abrió los ojos, se sorprendió al ver a Douglas cerca de ella mirándola con una cálida sonrisa. Tenía la sensación de haber dormido durante horas.
– ¿He roncado? -preguntó somnolienta.
Él se echó a reír. Era la primera vez que Tanya había conseguido relajarse junto a Douglas, una sensación agradable que había propiciado la amable actitud del productor. Tanya se preguntó si podrían llegar a ser amigos. Hasta entonces, no se le había pasado por la cabeza, pero en esos momentos estaba viendo otro aspecto de su persona.
– Muchísimo -dijo bromeando-. No solo me has despertado sino que han venido los vecinos a quejarse.
Tanya se echó a reír. Douglas le tendió un plato donde había dispuesto fruta en rodajas, ensalada, un poco de queso y tostadas.
– Pensé que tendrías hambre al despertarte.
Douglas se mostraba tan atento que Tanya empezó a sentirse como una holgazana niña mimada. Era un anfitrión fantástico y había cumplido estrictamente su palabra: la había dejado sola y apenas habían conversado.
Douglas desapareció de nuevo y, al cabo de un instante, Tanya oyó el piano. El instrumento estaba instalado en la salita de música que había junto a la piscina y que se cerraba con una cristalera corredera. Cuando terminó de comer, Tanya se levantó y se dirigió hacia allí. Douglas estaba tocando una complicada pieza de Bach y no se fijó en su presencia. Tanya se sentó y se dejó llevar por su maestría y talento. Finalmente, él levantó la vista y la miró.
– Siempre procuro tocar el piano los domingos -dijo con una amplia sonrisa-. Es el mejor momento de la semana, y cuando no puedo hacerlo, lo echo de menos.
Tanya se acordó de lo que le habían contado sobre los estudios de piano de Douglas. Se preguntó por qué no habría seguido su carrera. Estaba claro que le encantaba tocar y que tenía un talento extraordinario.
– ¿Tocas algún instrumento? -preguntó él.
– Mi ordenador -contestó ella con una sonrisa tímida.
Era un hombre de lo más peculiar, con una gran variedad de habilidades e intereses.
– Una vez yo mismo monté un piano, una experiencia divertidísima -dijo apartando los dedos del teclado-. Logré hacerlo funcionar y ahora está en el barco.
– ¿Hay algo que no sepas hacer?
– Sí-dijo él asintiendo con énfasis-. No sé cocinar. Me aburre comer, me parece una pérdida de tiempo.
Eso explicaba por qué estaba tan delgado y por qué nunca hacía un descanso en sus reuniones.
– Como porque no me queda más remedio, para sobrevivir. Sé que para cierta gente es una afición, pero yo no lo soporto. No tengo paciencia ni para pasarme un montón de rato cocinando ni para estar cinco horas sentado a la mesa degustando platos. Aparte de la cocina, tampoco juego al golf, aunque sé jugar. Pero también me aburre. Antes solía jugar al bridge, pero ahora ya no. La gente se vuelve mezquina y malvada con el juego. Si tengo que pelearme con alguien o insultarle, prefiero hacerlo por algo que me importe de verdad, no por un juego de naipes.
Tanya se echó a reír ante su razonamiento.
– A mí me pasa lo mismo con el bridge. Jugaba en la universidad, pero precisamente por la misma razón que tú comentas, no he vuelto a jugar. ¿Juegas a tenis? -preguntó Tanya, solo por seguir con la conversación.
Douglas comenzó a tocar otra pieza menos exigente y contestó:
– Sí, pero me gusta más el squash. Es más rápido.
Estaba claro que era un hombre con poca paciencia; un hombre al que le gustaba que las cosas se movieran deprisa. Era una persona interesante, alguien a quien estudiar, y Tanya pensó en que estaría bien incluir un personaje como él en alguno de sus relatos. Podría hacer algo increíble con alguien tan polifacético.
– He jugado a squash alguna vez pero no soy muy buena. Mi marido también juega. Se me da mejor el tenis.
– Tendríamos que jugar algún día -dijo concentrándose de nuevo en la música, mientras Tanya le escuchaba complacida.
Al cabo de un rato, Tanya volvió a salir al jardín y se tumbó a tomar el sol. No quería molestar a Douglas. Parecía abstraído en la pieza de música; se pasó una hora tocando. Cuando salió, Tanya le dijo con admiración:
– Me encanta oírte tocar.
Douglas parecía renovado y lleno de energía. Tenía los ojos brillantes, por lo que era fácil adivinar los beneficios que le aportaba el instrumento. Era muy bueno tocando y un auténtico placer escucharle.
– Tocar el piano alimenta mi espíritu -dijo él con sencillez-. No podría vivir sin tocar.
– Yo siento lo mismo con la escritura -confesó Tanya.
– Se puede adivinar leyendo lo que escribes -dijo él observándola.
Tanya estaba relajada y cómoda, algo que no había creído posible el día anterior, cuando recibió su invitación. La había sorprendido; estaba resultando un día agradable y totalmente relajante.
– Por eso quise trabajar contigo. Al leerte supe que sentías auténtica pasión por tu trabajo, como me ocurre a mí con el piano. La mayoría de la gente no goza tanto de las cosas. Con las primeras líneas que leí de tu trabajo, supe que tú sí. Es un don poco común.
Tanya asintió, halagada, pero no respondió. Se quedaron sentados en silencio un rato y después ella echó un vistazo a su reloj. Sorprendida, descubrió que eran ya las cinco de la tarde y que las seis horas que llevaba con él habían pasado volando.
– Debería irme. Si llamas a un taxi, volveré al hotel -dijo a la vez que empezaba a recoger sus cosas y las metía en la bolsa.
Douglas movió la cabeza con un gesto negativo y afirmó:
– Te llevo yo.
No estaban lejos, pero Tanya no quería molestarle. Ya había hecho bastante por ella. Había sido un día perfecto y la pena y la culpa que sentía por no haber podido ver a su familia se habían esfumado.
– Puedo coger un taxi.
– Ya sé que puedes. Pero me encantaría poder acompañarte -insistió Douglas.
Entró en casa a coger las llaves y salió al instante. Fueron juntos al garaje, tan impoluto como una sala de operaciones, y le abrió la puerta de un Ferrari plateado. Tanya se sentó en el asiento del copiloto y Douglas puso el coche en marcha. Se dirigieron hacia el hotel compartiendo un silencio que, después de aquella tranquila tarde de domingo, ya no era incómodo. Aunque no habían hablado mucho, Tanya sentía que se habían hecho amigos. Aquella tarde, había conocido cosas de él que no habría adivinado, y le había encantado escuchar cómo tocaba el piano en el momento culminante del día.
El Ferrari se deslizó por el camino que conducía al hotel y se paró bajo el alero de la entrada del Beverly Hills. Douglas miró a Tanya, sonrió y dijo:
– Ha sido un día estupendo, Tanya, ¿verdad?
– Me ha encantado -dijo ella con sinceridad-. Me ha parecido que estaba de vacaciones.
Sorprendentemente, aquel había sido el mejor plan posible, una vez descartada la posibilidad de volver a casa. Siempre había estado tensa a su lado; hoy, en cambio, se había quedado dormida en su piscina y se había pasado horas leyendo junto a él sin decir palabra. Aparte de Peter, había muy poca gente con la que pudiera estar así. Era una sensación extraña.
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