Sobre todo con un hombre tan experimentado y que conocía la anatomía femenina tan bien. ¿Acaso los príncipes herederos recibían clases de sexo para no quedar mal?

– No eres virgen.

– ¿Perdón?

– No eres virgen -repitió Murat.

– Murat, tengo treinta años -rió Daphne -. ¿Qué te creías?

– Que no entregarías tu virginidad con tanta facilidad.

– ¿Me estás juzgando? -se indignó Daphne.

– Aunque hace diez años estuvimos prometidos, ni siquiera te toqué. Te fuiste de aquí tan inocente como llegaste.

– ¿Y?

– Dime el nombre del hombre que te ha desflorado para que lo pueda torturar y decapitar.

Daphne se rió, pero se dio cuenta de que Murat no estaba de broma. Definitivamente, estaba rabioso.

– Hablas en serio -se sorprendió sentándose.

– Por supuesto.

– Esto es una locura. No puedes ir por ahí matando a todos los hombres con los que me he acostado.

Murat frunció el ceño.

– ¿Con cuántos te has acostado?

– ¿Con cuántas mujeres te has acostado tú en estos años?

– Eso no es asunto tuyo.

– Lo mismo te digo.

– Tu situación es completamente diferente. Tú eres una mujer y los hombres pueden aprovecharse de ti. Dame sus nombres.

– Vives en la Prehistoria, Murat -contestó Daphne poniéndose en pie y buscando sus braguitas y su sujetador-. Me estás volviendo loca -añadió vistiéndose-. Soy una mujer moderna que lleva una vida muy tranquila. Para que lo sepas, he estado con unos cuantos hombres, con los que me ha apetecido, te lo aseguro, pero siempre he elegido con cuidado. Te aseguro que ninguno de los hombres con los que me he acostado se ha aprovechado de mí -añadió-. ¡No sé por qué te estoy dando explicaciones!

– Porque te sientes culpable por lo sucedido.

– Hasta hace unos minutos, no era así, pero ahora un poco.

– No me refería a lo que ha sucedido entre nosotros sino a haberte acostado con esos otros hombres…

– Nada de eso es asunto tuyo -lo interrumpió Daphne poniéndose los vaqueros-. Te estás comportando como un idiota. Lo que es todavía peor, te estás comportando como un cerdo machista y eso es imperdonable.

– Me preocupo por ti y quiero cuidarte.

Daphne se puso la camisa.

– Yo no necesito que ningún hombre me cuide. He estado sola y muy bien durante muchos años. En cuanto a los hombres con los que me he acostado, quiero que quede claro aquí y de una vez por todas que jamás te daré sus nombres. No necesito tu protección.

Murat se puso en pie y Daphne se dijo que, por muy guapo que estuviera desnudo, no debía volver a tocar a aquel hombre porque Murat no le acarreaba más que problemas, no era más que un hombre machista y estúpido.

¡Y pensar que se había sentido realmente atraída por él!

– Eres peor de lo que yo creía -concluyó Daphne mientras Murat se vestía-. Por muy bien que nos vaya en la cama, jamás me casaré contigo. No me casaría contigo ni aunque fueras el último hombre sobre la faz de la tierra.

– Soy el príncipe Murat de…

– ¿Sabes una cosa? No dejas de repetir esa frasecita, la he oído tantas veces que ya estoy harta. Para que lo sepas, no me impresionan tus títulos -le espetó Daphne-. ¿Quieres saber por qué me fui hace diez años? Me fui porque tu ego era tan grande que ni siquiera reparabas en mí. No me querías. No me amabas. Yo solamente era un elemento más de tu lista de responsabilidades. Tenías que casarte y tener herederos, pero me parece que hay una cosa que tú no sabes y es que una mujer necesita importarle al hombre con el que se va a casar, necesita que él la necesite. No quería casarme con un hombre para el que yo solamente era una mujer -concluyó-. Me fui porque no eras lo suficientemente bueno para mí.

Murat no se podía creer lo que Daphne le acababa de decir.

¿Cómo se atrevía? Sin embargo, no le dio tiempo a expresar su indignación porque Daphne fue directamente hacia su yegua, se montó y la puso al galope, alejándose del oasis.

– ¡Espera! ¡No sabes volver sola! -le gritó Murat poniéndose las botas.

Daphne no se molestó en contestarle ni en volver la cabeza, sino que espoleó a su montura para que corriera todavía más aprisa.

– Maldita mujer -murmuró Murat abrochándose la camisa y montando a toda velocidad en su caballo para seguirla.

Murat tardó varios minutos en verla y, para entonces, Daphne había enfilado hacia el este y la parte rocosa del desierto.

– No vayas por ahí, no te salgas del camino – le gritó.

Sin embargo, Daphne no lo oyó o decidió no hacerle caso. En lugar de quedarse en el camino marcado, se dirigió directamente hacia los establos por lo que ella debía de creer que era un atajo-

Murat sintió que el corazón se le aceleraba y, cuando vio que la yegua de Daphne se paraba en seco y que Daphne salía despedida por los aires y caía al suelo, sintió que se le paraba.

Capítulo 8

A Murat se le antojó que pasaba una eternidad en el infierno hasta que llegó junto a Daphne. Una vez junto a su cuerpo, activó el dispositivo de emergencia que siempre llevaba con él.

Al desmontar de su caballo, comprobó que Daphne había perdido el conocimiento, que estaba pálida y que había un charco de sangre junto a su cabeza.

– No -exclamó Murat horrorizado-. Te pondrás bien. Te tienes que poner bien.

Pero Daphne no contestó y, al tocarla, Murat comprobó que estaba fría.

Al instante, el dolor y la furia se apoderaron de él. ¡Que un error tan tonto pudiera causar tanto daño…!

La única herida que tenía era la de la cabeza y ya había dejado de sangrar. Por supuesto, Murat no tenía manera de saber si Daphne había sufrido lesiones internas, pero tenía el pulso constante y fuerte.

En aquel momento, oyó un helicóptero que se acercaba, así que se puso en pie y le hizo señales. Cuando el aparato tomó tierra, levantando una gran nube de arena, Murat cubrió el cuerpo de Daphne con el suyo para protegerla.

– Está herida -les dijo a sus hombres-. No sé si es grave, pero vamos a tener que tener cuidado al levantarla con el cuello y la columna vertebral.

Los médicos colocaron a Daphne un collarín y la instalaron en una camilla para subirla al helicóptero, donde Murat la agarró de la mano y se sentó a su lado.

– Te ordeno que te pongas bien -murmuró cerca de su rostro-. Soy el príncipe heredero Murat y te ordeno que abras los ojos y me hables ahora mismo.

No sucedió nada. Murat tragó saliva y se acercó al oído de Daphne.

– Daphne, por favor.


Murat se paseaba por el vestíbulo principal del harén.

Su médico personal le había confirmado lo que los médicos de urgencias le habían dicho y Murat se sintió aliviado al saber que Daphne no sufría lesiones internas ni fracturas óseas.

– Ha tenido mucha suerte -comentó su padre sentado en el sofá-. No tengo a Daphne por una joven sin cabeza. Haber salido al galope de esa manera… Seguro que ha sido porque le has dicho algo que la ha molestado.

– Es uno de mis muchos talentos -contestó Murat con amargura-. Molestar a Daphne constantemente.

«Jamás volverá a suceder», se prometió a sí mismo.

– Va a estar inconsciente unas cuantas horas más. Puede que un día entero, pero no ha sido nada grave -le confirmó su médico-. Dentro de una semana estará como nueva.

– ¿Le duele? -preguntó Murat.

– Ahora no, pero, cuando se despierte, le va a doler bastante la cabeza, así que he dejado unos cuantos medicamentos. Cuando se despierte, que se quede guardando cama durante un par de días y que, cuando se levante, no haga esfuerzos innecesarios. Volveré mañana por la mañana.

– Gracias -lo despidió Murat.

– No se preocupe, Alteza, su prometida se pondrá bien -se despidió el médico.

A pesar de que se lo había asegurado varias veces, Murat quería que Daphne abriera los ojos y lo llamara de todo para estar seguro.

Cuando el médico se fue, Murat entró en la habitación de Daphne a verla. La encontró monitorizada y acompañada por una enfermera.

– Se va a poner bien -le dijo su padre, que lo había seguido-. Ya has oído al médico. Estará acompañada por esta enfermera las veinticuatro horas del día.

– No. A partir de ahora y hasta que se despierte, yo cuidaré de ella. Puede irse -le dijo Murat a la enfermera-. Si pasa algo, la llamaré.

– Pero Murat… -objetó su padre.

– Sólo la cuidaré yo -insistió Murat.

– Como tú quieras.

Lo que Murat quería en aquellos momentos era que Daphne abriera los ojos.


Daphne se sentía como si hubiera alguien golpeando una sartén de hierro en el interior de su cabeza.

Lo cierto era que le dolía todo el cuerpo.

¡Pero lo que más le dolía era la cabeza!

Además, estaba muerta de hambre y tumbada en una cama. Ella no recordaba haberse tumbado en la cama. Lo cierto era que no recordaba nada excepto…

Caballos.

Había estado montando a caballo, se había enfadado con Murat y se había ido al galope, decidida a no hablar con él nunca más y, de repente, se había encontrado volando por los aires…

Daphne abrió los ojos y se encontró con que estaba en su habitación del harén. Miró a su alrededor y dio un respingo al ver a un desconocido dormitando en una silla junto a su cama.

Se trataba de un hombre alto y moreno que llevaba el pelo revuelto y no se había afeitado.

Daphne comprobó que eran las dos de la madrugada. Girar la cabeza hacia el reloj le había producido un espantoso dolor, así que volvió a apoyarla sobre la almohada y se quedó mirando al desconocido.

De repente, se dio cuenta de que era Murat.

– ¿Murat? -murmuró.

¿Era posible? Desde lo que lo conocía, jamás había visto a Murat así, siempre lo había visto impecablemente vestido. ¿Qué hacía con aquella pinta y dormitando en una silla?

Daphne le rozó la mano y Murat se despertó al instante.

– ¿Daphne?

– Hola.

Murat se echó hacia delante y la miró con ansiedad.

– ¿Cómo te encuentras? Supongo que te dolerá la cabeza. Tienes que tomarte la medicación que ha dejado el doctor para ti y, si tienes hambre, puedes comer, pero muy poquito el primer día. No te puedes levantar. Ya sé que eres una testaruda, pero insisto en que sigas a rajatabla los consejos del doctor. Tienes que descansar durante un par de días. Al final de la semana podrás volver a hacer tu vida normal. No voy a aceptar un «no» por respuesta -le advirtió.

A pesar de que le dolía la cabeza, Daphne no pudo evitar sonreír.

– Siempre dando órdenes, ¿eh?

– Perdona, yo sólo quiero que te pongas bien -contestó Murat tomándole la mano entre las suyas y besándole los dedos.

Aquella dulzura hizo que a Daphne le entraran unas tremendas ganas de llorar, lo que le hizo plantearse que el golpe que se había dado en la cabeza debía de haberle dañado el cerebro.

– ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Treinta y cinco horas -contestó Murat.

– Vaya. ¿Qué pasó?

– Te caíste del caballo.

– De eso, me acuerdo -contestó Daphne tocándose la frente-. Supongo que debí de caer de cabeza.

– Así es. Tenía miedo de que te hubieras hecho algo más, pero no es así. No te has roto nada ni tienes lesiones internas.

Daphne lo miró y le acarició la mejilla.

– Tienes un aspecto terrible.

– Ha sido por una buena causa -sonrió Murat.

– Pero si llevas la misma ropa que cuando salimos a montar a caballo -se extrañó Daphne.

– Sí…

– ¿No te has duchado ni afeitado desde entonces?

– No, quería estar contigo.

– No te entiendo.

– No me he separado de ti desde que llegamos del hospital -le explicó Murat.

– ¿Y has estado todo ese tiempo en esa silla? -preguntó Daphne intentando no sonar demasiado incrédula.

– Sí.

– A mi lado.

– Sí.

– Porque estabas…

– Preocupado -concluyó Murat besándole la mano de nuevo.

Al instante, Daphne sintió que algo cálido y brillante crecía en su pecho. Murat no tenía necesidad de estar a su lado cuidándola. Estaba en su palacio, completamente a salvo. Aquel hombre era el príncipe heredero y, de haberlo querido así, habría podido tener a un equipo médico entero cuidándola, pero había elegido hacerlo él.

– No sé qué decir -admitió Daphne.

– Entonces, no digas nada. Voy a llamar a la enfermera para que te traiga la medicación.

En ese momento, a Daphne le sonaron las tripas, lo que hizo sonreír a Murat.

– Y algo de comer -añadió-. ¿Sopa?

Daphne asintió.

Mientras lo veía ir hacia la puerta de la habitación, se dijo que, tal vez, había sido un poco dura a la hora de juzgarlo.

Aunque se hubiera comportado con ella de manera déspota y marimandona, sus acciones hablaban de algo muy diferente e importante.