Daphne sintió que las lágrimas le abrasaban los ojos. Era la primera vez en su vida que oía a su padre decir algo así y lo decía porque se había casado por la fuerza con un hombre al que no amaba.
– Nos habría encantado que hubierais celebrado una gran boda, pero hemos leído que dentro de unos meses se celebrará una enorme recepción, así que fenomenal. En cuanto sepas la fecha, nos lo dices, ¿eh? Para sacar el billete de avión y esas cosas… Ay, hija, qué contentos estamos. Supongo que tú estarás encantada, ¿no? Claro, cómo no vas a estar encantada.
Su madre siguió en su monólogo personal y su padre lo salpicaba con comentarios parecidos mientras Daphne miraba por la ventana al horizonte.
– Y dentro de unos meses, un año como mucho, oiremos los pasitos de una princesita o de un principito. ¡Oh, eso sí que será maravilloso! – añadió su madre.
En ese momento, Daphne recordó que había hecho el amor con Murat en el oasis sin ningún tipo de protección y sintió que el terror se apoderaba de ella.
– Os tengo que dejar -se despidió de sus padres.
Oh, no. De haberse quedado embarazada, su destino sí que estaría unido para siempre al de Murat y Bahania porque Daphne sabía que, según las leyes de aquel país, no se permitía que ninguna mujer divorciada abandonara el territorio nacional con sus hijos y, menos, la reina.
«Sólo ha sido una vez», se dijo para calmarse mientras volvía a sus habitaciones.
Era imposible que una se quedara embarazada así de fácilmente.
– Alteza, la estaba esperando -le dijo otra doncella cuando salió del ascensor.
Daphne sonrió a pesar de lo mal que se encontraba.
– Me han encargado que la lleve a sus nuevos aposentos.
– ¿Mis nuevos aposentos? -se sorprendió Daphne -. ¿Con el príncipe? -añadió al comprender.
La doncella sonrió encantada.
– ¿Y mis cosas?
– Ya las han llevado.
Claro, Murat se había hecho cargo ya de todo.
– Muy bien -contestó Daphne manteniendo la compostura.
A continuación, siguió a la doncella por un vericueto de pasillos hasta llegar frente a unas enormes puertas de madera labrada.
Una vez dentro, miró a su alrededor. Se encontraba en una estancia espaciosa y luminosa desde cuyos ventanales se veía el océano.
Dentro, los muebles y los cuadros eran impresionantes y el tamaño de la sala, gigantesco. Además, había varias puertas cerradas a los lados y Daphne supuso que serían comedores, salones y dormitorios.
Daphne se sentía tan mal que temía desmayarse así que, tras despedir a la doncella, se dirigió hacia lo que esperaba que fuera el dormitorio.
De repente, se dio cuenta de que Murat estaba sentado en un rincón.
¿Esperándola?
Ignorándolo, se metió en la cama, se acurrucó y cerró los ojos.
– No te encuentras bien -comentó el príncipe poniéndose en pie-. Voy a llamar al médico.
– Déjame en paz -contestó Daphne.
– No puedo.
Daphne se dio la vuelta haciendo un esfuerzo para no llorar. Ya estaba harta de llorar. Llevaba varios días llorando.
Sin embargo, el estrés era tan fuerte que no pudo evitar que una lágrima le recorriera la mejilla. Murat se dio cuenta, se sentó en el borde de la cama y la tomó entre sus brazos.
– No pasa nada -intentó consolarla.
– Claro que pasa. Pasa mucho y el culpable eres tú -protestó Daphne.
Murat le acarició el pelo y la espalda y la acunó. Daphne quería decirle que no era una niña pequeña, que no podía darle un abrazo y decirle que todo iba bien, pero en aquellos momentos no podía hablar.
Daphne no sabía cuánto tiempo la había tenido Murat en brazos, pero, al final, el dolor desapareció y dejó de llorar.
– He hablado con tu padre -le contó-. No quiere ayudarme.
– ¿Y te sorprende?
– No, pero me decepciona -contestó Daphne apartándose-. Jamás te perdonaré lo que me has hecho.
Murat era consciente de ello. Casarse con Daphne de aquella manera le había parecido desde el principio un gran riesgo, pero, una vez que tomó la decisión, no había marcha atrás. Estaba dispuesto a aceptar su odio a corto plazo para conseguir su aceptación a largo plazo.
– El tiempo lo cura todo -comentó-.
– En este caso, no. Te aseguro que mi furia no hará sino crecer.
Murat le apartó un mechón de pelo de la cara y sonrió.
– He visto la nueva escultura que has empezando. La figura se parece sospechosamente a mí, pero es un hombre que se cae por las escaleras, ¿no?
– No he hecho más que empezar -contestó Daphne con los ojos encendidos por la rabia-. No tenías derecho a…
– Por favor, otra vez esta conversación no -la interrumpió Murat poniéndole los dedos sobre los labios.
– Entonces, ¿Cuál quieres? ¿Prefieres ésa en la que te digo que eres un canalla mentiroso? ¿O te gusta más ésa en la que te recuerdo que haberme arrebatado mi libertad es un acto repugnante que jamás te perdonaré?
– Variaciones sobre el mismo tema.
– Es lo único sobre lo que me interesa hablar.
Murat le tomó la mano izquierda y se dio cuenta que se había quitado el anillo.
– No llevas el anillo.
– ¿Por qué lo iba a llevar?
– Porque es el símbolo de nuestro matrimonio y de tu posición en mi mundo -contestó Murat sacándose el anillo del bolsillo y haciendo amago de ponérselo.
Daphne se lo impidió.
– No te comportes como una niña.
– Me comporto como me da la gana.
– Muy bien. Lo dejo aquí hasta que cambies de opinión -contestó Murat dejando el anillo en la mesilla de noche.
Daphne tomó aire.
– Murat, me voy a ir. Al final, conseguiré irme, conseguiré encontrar la manera de escapar de tí y de este palacio.
– No eres mi prisionera.
– Por supuesto que lo soy. Lo he sido desde el principio. ¿Te importaría decirme por qué?
– Te recuerdo que has sido tú la que has ido tomando todas las decisiones. Excepto una.
– Sí, excepto una, la de casarme contigo -se lamentó Daphne-. Me iré en cuanto esté segura de que no estoy embarazada.
Murat se puso en pie y la miró sorprendido.
– ¿Embarazada?
Daphne puso los ojos en blanco.
– No pongas esa cara de padre feliz porque no creo que lo esté. Solamente hemos hecho el amor una vez y, para que lo sepas, me arrepiento profundamente.
Embarazada. Por supuesto. Era una posibilidad. Se habían dejado llevar por la pasión del momento y no habían tomado precauciones en el oasis.
Un niño. Un hijo. El heredero.
– Deja de sonreír -gritó Daphne.
– ¿Estoy sonriendo?
Lo cierto era que Murat se sentía en la gloria.
– No va a haber ningún hijo.
– Todavía no lo sabes.
– Lo más seguro es que no esté embarazada. Fue sólo una vez.
– Sólo hace falta una vez -le recordó Murat tomándole el rostro entre las manos-. Daphne, conoces las leyes de mi país. Sabes perfectamente lo que ocurriría si estuvieras embarazada.
Daphne lo miró desesperada.
– Que tú ganarías, que jamás podría irme porque no sería capaz de abandonar a mi propio hijo y jamás me estaría permitido llevármelo fuera del país -contestó Daphne apartándose-. Para que lo sepas, no pienso volver a acostarme contigo y, en cuanto haya comprobado que no estoy embarazada, me iré.
Murat dudaba mucho que estuviera hablando serio.
– ¿Tan pronto vas a abandonar a tu pueblo? Eres la futura reina de Bahania.
– Tu gente ha vivido sin mí durante mucho tiempo, así que no creo que me echen de menos. Sobrevivirán.
– Cambiarás de parecer.
– De eso, nada -insistió Daphne poniéndose en pie-. Murat, tú te crees que esto es un juego, pero yo estoy hablando muy en serio. No quiero vivir aquí y no quiero estar casada contigo.
– Te convenceré de que sí.
– No puedes.
Murat estaba convencido de que sí podía. Era el príncipe heredero Murat de Bahania y Daphne no era más que una mujer normal y corriente, así que era evidente que su fuerza de voluntad no tenía nada que hacer al lado de la suya.
Murat era consciente ahora de que no debería haber permitido que se fuera diez años atrás, un error que no estaba dispuesto a repetir.
– Yo quiero estar enamorada del hombre con el que me case y a ti no te quiero.
– Me querrás.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Me vas a obligar a amarte?
– Sí.
– Eso no es posible.
– Ya lo verás.
Capítulo 10
Cleo estaba sentada entre un montón de cajas de zapatos y sonreía.
– Ya veo que cuando eres la futura reina, no sales en busca de accesorios sino que los accesorios vienen a ti.
Daphne se paseaba entre los muestrarios de ropa que habían enviado a palacio varias tiendas y diseñadores de moda.
– Con la ropa, pasa lo mismo -comentó estudiando una chaqueta de cachemir azul pálido-. Esto es increíble.
– Para que lo sepas, te odio por no tener la misma talla de zapatos que yo -bromeó su ahora cuñada admirando un par de preciosas sandalias.
La ropa había comenzado a llegar hacía tres días. Al principio, Daphne la había almacenado en la habitación vacía que había junto a la suite que compartía con Murat, pero esa estancia pronto se llenó.
Al final, pidió permiso para utilizar un salón de conferencias que no se usaba e hizo que llevaran allí todas las ropas junto con algunos sofás y varios espejos.
Vestirse como la esposa del príncipe heredero era algo muy serio.
– Deberías estar muy contenta. Esta ropa es preciosa -comentó Cleo.
– Sí -sonrió Daphne levemente.
Sin su hija cerca, que en aquellos momentos estaba durmiendo la siesta, aquella mujer era demasiado observadora. Daphne no sabía qué decir. Había pasado una semana desde que se había casado con Murat y seguía sintiéndose engañada y atrapada.
Fiel a su palabra, había evitado a Murat todo lo que había podido y estaba durmiendo en la habitación de invitados. Él lo había aceptado y se comportaba como si no hubiera sucedido nada, insistiendo en hablar de su futuro en términos de décadas.
– ¿Quieres que hablemos? -le preguntó su cuñada.
– No sé si hay mucho que decir -contestó Daphne.
– Sé que tu boda ha sido muy rápida -comentó Cleo sentándose en el mismo sofá que ella-. Ha habido rumores, ¿sabes?
– Ya me imagino -contestó Daphne suspirando-. Yo no quería esto. Sí, ya sé que una mujer que se ha casado con el príncipe heredero y que algún día será reina no debería quejarse, pero yo no quería casarme con Murat.
– Si no eres feliz tienes todo el derecho del mundo a quejarte.
– Ojalá fuera así de sencillo -comentó Daphne.
No quería hablar de lo que había hecho Murat. Suponía que a su cuñada no le haría ninguna gracia saberlo y Daphne no quería meter cizaña.
– ¿Has pensado en darle una oportunidad a vuestra relación? -le propuso Cleo-. Ya sé que estos chicos son muy déspotas y actúan por su cuenta, pero bajo esa fachada son unos maridos increíbles. Lo único que tienes que hacer es llegar hasta su corazón.
– Yo no creo que Murat tenga corazón.
– ¿Lo dices en serio?
– No -contestó Daphne -. Lo que pasa es que esta situación me está desbordando. Por lo visto, todo el mundo quiere conocerme. No paran de llegar invitaciones y yo no quiero aceptar ninguna, pero Murat tiene que ir, así que eso significa…
Daphne todavía no había decidido qué significaba aquello. ¿Tendría que ir con él? ¿Tendría que fingir que era una esposa feliz? ¿Y si se negaba? Aunque la molestaba sobremanera la actitud de Murat hacia ella, Murat no era el único involucrado en todo aquel asunto. De alguna manera, Daphne se sentía responsable hacia los ciudadanos de Bahania y no quería que se sintieran avergonzados por su comportamiento.
– No le quiero hacer la vida fácil -admitió-, pero mi ética me obliga a hacer lo que a él le viene bien. Qué situación tan penosa.
– Me parece que le das demasiadas vueltas a la cabeza. Te aconsejo que te relajes y que disfrutes del presente. Tú por lo menos te has criado en un entorno de dinero y los asuntos de etiqueta no te son desconocidos. Tendrías que haber visto mi primera lección de protocolo. Al profesor se le pusieron los pelos de punta.
Aquello hizo reír a Daphne.
– Los príncipes merecen la pena. Yo doy gracias al cielo todos los días por haber conocido a Sadik y haberme enamorado de él. No fue fácil, pero ahora… aunque suene cursi, mi vida es perfecta – sonrió Cleo.
– Cuánto me alegro por ti -contestó Daphne sinceramente.
Cleo había tenido una vida muy dura y se merecía aquel final feliz, pero no todo el mundo tenía la misma historia.
Daphne se preguntó qué debía hacer. ¿Debía ignorar sus responsabilidades porque ella lo único que quería era irse de allí o debía desempeñar su papel mientras estuviera Bahania? ¿Aun a riesgo de desempeñarlo con demasiado ahínco y corriendo el riesgo de que, al final, terminara gustándole?
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