Aunque Daphne no tenía intención de hacerlo, se encontró despojándose de sus ropas y entregándoselas a Murat.

¿Sería así como se sentiría la cobra ante el encantador de serpientes?

Una vez desnuda, se metió en el agua y sintió cómo sus músculos se relajaban. Al instante, sintió las manos de Murat en el pelo, quitándole las horquillas y pasándole una pastilla de jabón y una esponja.

El agua de la bañera estaba cristalina, lo que hacía que Daphne se muriera de vergüenza al imaginar que Murat la estaba observando enjabonarse el cuerpo desde detrás de la bañera, pero, cuando se giró, comprobó que Murat estaba de espaldas, sacando un camisón de un cajón.

Así que lo había dicho en serio.

Aunque eso quería decir que Murat estaba cumpliendo con su palabra, Daphne no pudo evitar sentirse repentinamente molesta. ¿Acaso aquel hombre no se había dado cuenta de que estaba desnuda? ¿No la encontraba sexualmente atractiva? ¿No estaba excitado?

Daphne terminó de bañarse y se puso en pie.

– ¿Me pasas una toalla? -le dijo a Murat.

Murat así lo hizo, pero apenas la miró.

¡Genial! Ahora que era su mujer, apenas la miraba. Perfecto. Ya no la deseaba. ¿Y qué? Ella tampoco lo deseaba.

Daphne se enrolló en la toalla y salió de la bañera. Murat le entregó un camisón que ella no conocía, pero en aquellos momentos estaba tan enfadada que poco le importaba. Daphne dejó caer la toalla al suelo y se puso el camisón, que resultó ser de una seda rosa casi transparente.

¡Como si a Murat le importara mucho!

Daphne sintió unas terribles ganas de salir y gritar de furia. ¿Por qué demonios no se fijaba en ella? ¿Y por qué demonios a ella le importaba tanto que no lo hiciera?

No estaba enamorada de Murat. Últimamente, ni siquiera le caía bien. Entonces, ¿por qué la molestaba tanto que no quisiera seducirla?

– Me voy a la cama -anunció.

– ¿Qué tal el baño? -contestó Murat.

– Bien.

– ¿Has terminado?

– Ya me he secado y vestido, así que yo diría que sí -contestó Daphne en tono sarcástico.

En un abrir y cerrar de ojos, se encontró en brazos de Murat, que la besaba y la acariciaba por todas partes.

– Me deseas -murmuró sorprendida.

– ¿Qué te hace pensar que no era así?

– Estaba desnuda y ni siquiera me has mirado.

– Te había prometido que no te iba a molestar mientras te bañabas.

La estancia estaba llena de velas y de flores y Murat depositó a Daphne sobre la ropa de cama blanca inmaculada.

Daphne se dijo que debería protestar, pero no lo hizo porque estaba encantada con los besos y las caricias de Murat, que estaba dando buena cuenta de sus necesitados pezones.

El deseo se había apoderado de ella.

– Murat, te necesito -jadeó desabrochándole la camisa.

– Tanto como yo a ti -contestó Murat quitándosela.

Momento que Daphne aprovechó para quitarse el camisón en señal de invitación. Era consciente de que aquello no era lo más inteligente por su parte, pero era incapaz de controlar el deseo que se había apoderado de ella. Aunque se había acostado con otros hombres, jamás había deseado a ninguno como deseaba a Murat.

La desesperación hizo que alargara los brazos para quitarle los pantalones. Necesitaba sentirlo dentro de ella. En aquel mismo instante.

– ¿Impaciente? -sonrió Murat colocándose entre sus piernas-. Permíteme que acabe con tu suplicio, mi dulce esposa.

En lugar de llenar su cuerpo con su erección, Murat se inclinó entre sus piernas, le separó los labios húmedos con dos dedos y presionó su boca contra el centro húmedo y caliente de Daphne.

Daphne sintió el impacto del placer con tanta fuerza que estuvo a punto de gritar, pero consiguió controlarse y evitar así que la oyeran los vecinos, lo que no fue fácil porque, con cada lengüetazo de Murat, el placer era insoportablemente intenso.

Murat se tomó su tiempo dibujando círculos con la lengua alrededor del centro de placer de Daphne, que se entregó al mundo de las sensaciones y se dejó llevar por lo que su sentido del tacto le trasladaba al cerebro.

Cuando la tensión fue tan fuerte que creía que no iba a poder aguantarla más, Murat la dejó descansar durante un rato para volver a comenzar transcurridos unos segundos. Así la llevó al borde del éxtasis varias veces, haciéndola disfrutar de sensaciones jamás conocidas, haciéndole descubrir la inmensa capacidad de placer de todo ser humano.

Al cabo de varias horas descubriendo uno el cuerpo del otro, explorando sin vergüenza, alcanzando cotas de éxtasis inimaginables, Murat le pidió permiso para internarse en su cuerpo y Daphne se lo concedió encantada.


El momento de la unión fue realmente mágico y, mientras Murat se movía en su interior, no dejaba de mirarla intensamente a los ojos mientras Daphne pensaba que no había tenido tantos orgasmos seguidos en su vida.

Capítulo 12

Daphne se despertó a la mañana siguiente con la sensación de estar completamente unida con el Todo.

«Qué noche tan hermosa hemos compartido», pensó levantándose.

Hacía tiempo que Murat se había ido. Daphne recordaba vagamente que se había despedido de ella con un beso al amanecer.

Todo había resultado perfecto.

Excepto…

Daphne se llevó la mano a la tripa y se preguntó si se habría quedado embarazada porque la noche anterior Murat y ella habían hecho el amor varias veces y ninguna con protección.

Daphne decidió que había llegado el momento de entender realmente lo que había sucedido. Aunque quisiera seguir casada con Murat, tenía que conseguir que el príncipe entendiera que no se podía salir siempre con la suya, que si quería que su matrimonio fuera feliz y duradero, tenía que asumir que las decisiones las tomaban los dos y tenía que comprometerse a no volver a obligarla a hacer nada que ella no quisiera.

En cualquier caso, quedarse embarazada era la peor solución, así que Daphne se dijo que iba a tener que evitar compartir la cama con Murat, lo que no le iba a resultar nada fácil porque aquel hombre hacía el amor con una magia maravillosa.

Tenía que ser fuerte.

Daphne se aseó y se vistió. Murat le había comentado algo de que aquel día había una reunión tribal y que tenía que ver a los jefes de nómadas y Daphne había accedido a acompañarlo.

Expresamente para la ocasión, le habían dejado preparado un vestido de encaje y una pequeña diadema de diamantes y oro.

Daphne se quedó mirándola. Sabía que Murat era el príncipe heredero y que algún día sería rey, pero nunca había pensado en ella como en la futura reina. Ahora, mirando la corona, sintió el peso de varios miles de años de historia sobre ella.

Daphne se cepilló el pelo con cuidado hasta que le pareció que brillaba, se colocó la corona sobre la cabeza asegurándose de que estuviera recta y, cuando estuvo preparada, salió de la tienda, donde la esperaba uno de los hombres de confianza de Murat.

– Buenos días, princesa Daphne -la saludó el hombre haciéndole una reverencia-. Los juicios están a punto de empezar. Por favor, acompáñeme.

Hacía una mañana maravillosa y clara y el campamento estaba casi vacío, pero Daphne se fijó en que había una carpa enorme en la que cabían fácilmente mil personas y allí fue precisamente adonde se dirigieron.

Al verla entrar, Murat fue hacia ella y la tomó de la mano.

– Vamos a empezar -sonrió.

Daphne recordó entonces las maravillosas sensaciones de la noche anterior y se dijo que debía decirle cuanto antes a Murat que aquello no podía volver a suceder, pero decidió que aquél no era ni el momento ni el lugar.

Lo siguió hasta dos pequeños tronos situados en un estrado. A su izquierda estaba el tribunal tribal y frente a ellos varias filas de personas sentadas. En el centro había un hombre mayor que parecía el maestro de ceremonias.

Aquel hombre leyó un documento antiguo en un idioma que Daphne no pudo reconocer, pero Murat le había contado la noche anterior lo que iba a hacer. Por lo visto, por la mañana revisarían casos de delincuentes y Murat tendría la última palabra sobre su sentencia mientras que, por la tarde, habría peticiones.

Tras escuchar el caso de varios robos, Murat absolvió a dos de los acusados por creer que los habían acusado en falso y sentenció a un tercer hombre a seis meses de prisión por haber robado unas cabras.

A Daphne le pareció una medida desproporcionada, pero Murat le explicó que robarle a una familia del desierto su pequeño rebaño de cabras era como condenarlos a morir porque corrían el riesgo de morir de hambre antes de poder salir del desierto o de llegar a otro campamento. Además, no podrían acarrear sus posesiones y tendrían que dejarlas atrás. Los niños más pequeños no tendrían leche para comer. Robar era una cosa muy seria en el desierto y Daphne entendió a la perfección el castigo.

A continuación, llevaron a un hombre de casi treinta años acusado de haber robado junto con otros dos cómplices veinte camellos de una familia. Los dos cómplices era la primera vez que pasaban por el tribunal, pero el jefe era la tercera, así que tenía antecedentes. Para colmo, en la huida habían matado a uno de los animales que se había quedado rezagado, algo que entre la gente del desierto ya constituía en sí mismo un delito imperdonable.

Murat escuchó a ambas partes y se giró hacia el tribunal.

– Cadena perpetua -dijeron sus miembros.

El criminal dejó caer la cabeza sobre el pecho.

– Tengo dos hijos y soy viudo.

Murat asintió y mandó llevar a los niños a su presencia. Entraron en la estancia un chico de unos catorce años que llevaba de la mano a una niña mucho más pequeña. El chico lloraba sin parar mientras que la niña parecía confusa, como si no entendiera lo que estaba sucediendo.

– Aquí tenemos a los dos hijos del ladrón – dijo el príncipe mirando a los allí reunidos.

Se hizo un momento de silencio y, a continuación, un hombre alto de unos cuarenta y pocos años se puso en pie y avanzó hacia el estrado.

– Yo me hago cargo de ellos -anunció.

Murat permaneció en silencio.

– Doy mi palabra de que los trataré como si fueran mis propios hijos. El chico podrá ir a la universidad si quiere.

Daphne miró al hombre y enarcó las cejas.

– Y la chica también -prometió el hombre.

– Muy bien -murmuró Daphne.

Murat asintió complacido, pero todavía no había dado su beneplácito, así que el hombre llamó a alguien y una niña de unos once años se puso en pie y avanzó hacia ellos.

– Es mi hija pequeña, la hija a la que más quiero -explicó el hombre-. La entrego a la tutela del príncipe para asegurar el bienestar de los dos chicos que me llevo.

La niña lo miró horrorizada.

– Papá…

– No pasa nada, cariño. Todo irá bien -le aseguró su padre acariciándole la cabeza.

Murat se puso en pie.

– El acuerdo me parece bien. Los hijos del ladrón entrarán en una familia nueva y sus pasados serán olvidados. Su vida estará limpia y no cargarán con la culpa de su padre.

Dicho aquello, se acercó a Daphne, le tendió la mano, que ella aceptó, y ambos salieron de la carpa por la parte trasera.

– No entiendo por qué ese hombre ha entregado a su hija.

– Porque es el seguro de que tratará bien a los otros dos. El tribunal hace exámenes periódicos para asegurarse de que los hijos de ladrones entregados a otras familias son tratados bien. Si no fuera así, se los quitarían y también perdería a su hija. Es la manera de asegurarse de que ese hombre cuidará a esos niños como si fueran suyos de verdad, y lo digo muy en serio. Esos niños jamás tendrán el estigma de ser los hijos de un ladrón -le explicó Murat mientras iban hacia su tienda-. Solemos actuar así con los hijos de los delincuentes para darles una oportunidad ya que ellos no son culpables por las decisiones erróneas que tomaron sus padres. En cualquier caso, conozco al hombre que se va a quedar con los hijos de este delincuente y sé que es un buen hombre. Han tenido suerte.

Al entrar en su tienda, Daphne comprobó que la comida los estaba esperando. Murat la ayudó a sentarse y se sentó frente a ella. Al cabo de unos segundos, una chica joven les sirvió la comida.

– ¿Y esta tarde? -preguntó Daphne.

– Esta tarde cualquier persona que lo desee podrá acercarse a nosotros para que mediemos en algún contencioso.

– Supongo que tardarás un montón de tiempo con eso.

– No te creas. Tengo fama de ser muy duro y solamente los más valientes se atreven a pedir mi consejo.

– ¿Eres un hombre justo?

– Cuando el destino de mi gente está en mis manos, te aseguro que no me tomo la responsabilidad a la ligera. Escuchó a ambas partes e intentó encontrar la mejor solución para todos los involucrados.