Cuando los sirvientes recogieron el último plato, Daphne dejó la servilleta y sonrió.

– Te quiero dar las gracias por lo que has hecho hoy.

– Yo prefiero no hablar de ello.

– ¿Por qué no? Has hecho feliz a Aisha.

– Lo que he hecho ha sido acceder a los deseos de una niña malcriada, una chica demasiado joven para saber realmente lo que quiere en la vida. ¿De verdad crees que amará a ese chico para siempre? ¿Y qué ocurrirá cuando ya no sea así? Entonces, será pobre y odiará a su marido. Por lo menos, su padre buscaba asegurarle el futuro.

Daphne no se podía creer que Murat creyera de verdad que casarse a los dieciséis años con un hombre de casi sesenta fuera algo bueno.

– Su padre la quería vender, lo que es horrible -contestó indignada.

– Desde luego, estoy de acuerdo contigo en que los motivos del padre no eran los mejores, pero Farid es un buen hombre y Aisha habría tenido la vida solucionada con él.

– Sí, y cuando se hubiera muerto, se tendría que haber casado con uno de sus hijos.

– A lo mejor, para entonces, se había enamorado de él.

– O, a lo mejor, no.

Murat se quedó mirándola como si fuera idiota.

– Una vez viuda, habría sido libre para casarse con quien quisiera.

– Así que solamente se vería obligada a casarse con un nombre al que no ama una sola vez. Ah, bueno, genial.

– No entiendes nuestras costumbres -se indignó Murat dándole la espalda.

– No es eso, Murat. Estás enfadado porque he intercedido en nombre de la chica.

– Estoy enfadado porque mi esposa se ha puesto del lado de una jovencita descerebrada y yo he hecho lo que me ha pedido. Estoy enfadado porque creo que Aisha se ha equivocado.

Murat dejó de hablar, pero Daphne sospechó que había algo más aparte de los problemas de la adolescente.

Murat se apartó del comedor y fue a sentarse en un sofá y Daphne lo siguió.

– Murat, le has concedido la libertad a una mujer. ¿Qué tiene eso de malo?

– ¿Qué es lo que no te gusta de nuestro matrimonio? -le espetó Murat-. ¿Por qué quieres escapar?

¿Así que era eso? ¿Acaso veía Murat a Daphne en Aisha?

– Yo no estoy enamorada de otro hombre -le aseguró Daphne-. De haber sido así, te lo habría dicho.

– Nunca se me había pasado por la cabeza.

– Estar casada contigo no es terrible -le explicó Daphne con prudencia-. De hecho, yo nunca he dicho algo así, pero sí he repetido varias veces que lo que no me gusta es cómo lo has hecho. No me preguntaste si me quería casar contigo.

– Sí, te lo pedí y me dijiste que no.

– Claro y, entonces, decidiste casarte conmigo mientras estaba inconsciente. Murat, no deberías haberlo hecho. No podías hacerlo.

– Podía y lo hice.

– Lo dices como si fuera algo positivo.

– Conseguir lo que me propongo es siempre positivo -insistió Murat yendo hacia ella-. Ahora, estamos casados y debes aceptarlo.

– No pienso hacerlo.

– ¿Y si estás embarazada?

– No lo estoy -protestó Daphne llevándose las manos a la tripa.

– Todavía no lo sabes, pero, en cualquier caso, quiero que tengas bien claro que, si lo estás, tienes que saber que mi hijo o mi hija jamás abandonará este país. Tú, si quieres, puede irte.

– Yo jamás abandonaría a mi bebé.

– Entonces, ya has tomado tu decisión.

A Daphne le entraron ganas de gritar. ¿Por qué aquel hombre se negaba a entender?

– No pienso volver a acostarme contigo.

– Eso habías dicho antes y mira lo que pasó anoche.

Daphne sintió como si la hubiera abofeteado.

– ¿Acaso me lo echas en cara para demostrarme que me había equivocado?

– Tus palabras se las lleva el viento.

Daphne se giró porque estaba tan dolida que no quería que Murat viera que estaba al borde de las lágrimas.

– Me arrepiento de haberte acompañado en este viaje. Ojalá no hubiera salido nunca de palacio.

– Si quieres volver, puedes hacerlo ahora mismo.

– Muy bien.

Capítulo 13

Murat abandonó la tienda sin mirar atrás. Daphne no sabía qué hacer, así que se quedó donde estaba.

Menos de cuarenta y cinco minutos después, oyó que llegaba un helicóptero. En ese momento, uno de los agentes de seguridad fue a buscarla y, en un abrir y cerrar de ojos, Daphne se vio abandonando el desierto en mitad de la noche.

Mientras veía alejarse las hogueras, pensó en el dolor que Murat le acababa de infligir. Era imposible que hubiera compartido aquella maravillosa noche de amor con ella única y exclusivamente para demostrarle que tenía razón.

Daphne se negaba a creer que no hubiera significado nada para él. ¿Por qué no lo admitía Murat? ¿Y por qué la había dejado ir con tanta facilidad?

«Como la otra vez», pensó con tristeza.

Al llegar a palacio, se metió en la suite que compartía con Murat y se dio cuenta de que lo echaba terriblemente de menos.

– ¿Qué tal lo habéis pasado? -le preguntó Billie a la mañana siguiente.

– La verdad es que ha sido una experiencia maravillosa -contestó Daphne sinceramente intentando no dejar traslucir su tristeza.

– Pero no has llegado a ver la Ciudad de los Ladrones, ¿no? -intervino Cleo tapándose la boca al instante-. Por favor, dime que Murat te había contado lo de la Ciudad de los Ladrones porque, de lo contrario, me la voy a cargar.

– No te preocupes, claro que me lo contó. No, he vuelto antes de tiempo y no pude verla -contestó Daphne-. Una pena, porque me habría gustado volver a ver a Sabrina y conocer a Zara.

– Bueno, Billie te puede llevar cuando quieras – sonrió Cleo. Billie asintió.

– Mira, Daphne, hay algo delicado que te queremos decir y no sabemos cómo hacerlo, así que yo creo que lo mejor es soltarlo y ya está. Sabemos que ocurre algo porque no tienes buena cara. Además, has vuelto antes de tiempo y Murat no ha vuelto contigo. Teniendo en cuenta las circunstancias en las que os casasteis, Billie y yo hemos pensado que, a lo mejor, querías hablar. No te sientas obligada, pero, si quieres hacerlo, estamos aquí para escucharte.

Daphne se mordió el labio inferior. Lo cierto era que le apetecía confiar en alguien, pero…

– Vosotras estáis en posiciones diferentes.

– ¿Te refieres a que nosotras estamos enamoradas de nuestros maridos y tú no sabes si lo estás del tuyo? -le preguntó Billie.

– Exactamente.

– Murat no es tan malo, ¿no?

– No lo sé.

Lo cierto era que, aunque no le gustaba nada lo que le había hecho, cómo se había aprovechado de las circunstancias y la había manipulado, Daphne no estaba segura de lo que sentía por aquel hombre.

– En cualquier caso, también está el asunto de que algún día serás reina. ¿Eso qué te parece? -le preguntó Cleo.

– La otra vez que estuve aquí, era mucho más jovencita, solo tenía veinte años, y la idea de ser reina me aterrorizaba porque era una chica muy seria y sabía que ser reina era una responsabilidad enorme. No estaba segura de hacerlo bien.

– ¿Y ahora? -le preguntó Billie.

– Ahora, no lo sé. Por una parte, creo que podría ayudar a Murat porque no tiene a nadie en quién confiar.

– Sí, tienes toda la razón. Aunque sus hermanos lo ayudan siempre es mejor una esposa -opinó Cleo.

– Yo creo que podría venirle muy bien mi presencia – sonrió Daphne.

– Entonces, lo de ser reina no te plantea ningún problema. Eso quiere decir que los problemas los tienes con Murat y eso lo vas a tener que solucionar tú sola -intervino Billie.

– Sí, tienes razón -contestó Daphne bajando la cabeza.

Billie se sentó en el borde del sofá y se inclinó para aproximarse a Daphne.

– Te voy a decir una cosa que no debería decirte, pero lo voy a hacer porque me siento en la obligación moral. Cleo, no se lo digas a nadie. Ni a Zara ni a Sadik ni a nadie, ¿de acuerdo?

Cleo asintió.

– Si quieres irte, no tienes más que decírmelo -le dijo Billie a Daphne-. Te puedo llevar a Estados Unidos en cinco horas.

– ¿Cómo es posible? Se tarda mucho más normalmente.

Billie sonrió.

– Iríamos en un caza, sin equipaje. Esos aviones son increíblemente rápidos. Conque me avises con una hora de antelación, es suficiente. Si lo estás pasando muy mal y quieres volver a tu casa, dímelo.

Daphne sintió lágrimas en los ojos. Aquellas mujeres apenas la conocían pero estaban dispuestas a ayudarla en lo que fuera necesario.

– Muchas gracias por la oferta. No creo que las cosas se pongan tan feas, pero, si me quiero ir, sé dónde encontrarte.

Sus cuñadas se fueron después de comer y Daphne salió a los jardines a pasear. Al cabo de un rato caminando, se sentó en un banco al sol.

Ahora que estaba sola, podía admitir la verdad. Echaba de menos a Murat. A pesar de que era un hombre imperioso y de que la volvía loca, lo echaba de menos. Se moría por oír su voz y su risa, por verlo trabajar y saber que sus fuerzas serían un día heredadas por sus hijos.

Y, sobre todo, se moría por sentir sus manos sobre su cuerpo.

¿Cuándo había dejado de odiarlo y había empezado a sentir afecto por él? ¿O acaso jamás lo había odiado? ¿Y ahora qué debía hacer? ¿Debía olvidarse de lo que había sucedido y seguir adelante como si tal cosa?

Su corazón le decía que no, que aceptar lo que había sucedido significaría que pasaría toda su vida siendo un objeto en la vida de Murat y ella quería más, quería que Murat la mimara, la tuviera en cuenta y la amara.

Daphne se dio cuenta de que quería que la amara tanto que fuera a buscarla, que no la dejara irse tan fácilmente. En definitiva, lo que quería era saber si estaba a salvo enamorándose de él.

¿Y cómo convencer a un hombre que se creía invencible de que no pasaba nada por mostrarse vulnerable de vez en cuando? ¿Cómo conseguir que se abriera a ella y le entregara su corazón?

Daphne se tocó la tripa. Si estaba embarazada, tendría toda la vida para dilucidar las respuestas a sus preguntas. De no estarlo, le quedaba muy poco tiempo.

¿Y qué quería en realidad? Si tuviera que elegir, ¿qué elegiría? ¿Estar embarazada o no?


Murat no recordaba la última vez que se había emborrachado porque, normalmente, no se emborrachaba nunca.

Era el príncipe heredero y debía estar siempre alerta, pero aquella noche le importaba todo muy poco.

Llevaba todo el día esperando a que Daphne volviera, pero no había vuelto. Mientras avanzaba por el desierto con su gente, había ido pendiente por si aparecía un helicóptero, pero no había sido así.

Murat se daba cuenta ahora de que no debería habérselo puesto tan fácil. Si hubiera ignorado la explosión de cólera de Daphne, ella no se habría ido, seguiría a su lado.

El hecho de que Daphne no aceptara su matrimonio como algo irrevocable lo ponía furioso. ¿Cómo se atrevía a cuestionar su autoridad? Él, que le había hecho el honor de casarse con ella.


En lugar de mostrarse lógica y agradecida, no paraba de pelearse con él y le hacía la vida difícil mirándolo siempre con ojos acusadores.

Mientras se tomaba otra copa de coñac, Murat se dijo que Daphne necesitaba tiempo y, si estaba embarazada, lo tendría. De no ser así, volvería a irse. No quería ni pensar en ello. No quería que Daphne se fuera. No lo iba a permitir.

El sonido de unos pasos que se acercaban lo sacó de sus pensamientos y, al levantar la mirada, se encontró con varios ancianos, jefes de las tribus, que se inclinaban ante él junto a la chimenea.

Murat los invitó a sentarse y, tras las conversaciones sin importancia de costumbre, como la carrera de camellos que iba a tener lugar al día siguiente, uno de los ancianos se atrevió a ir directamente al grano.

– Alteza, nos hemos dado cuenta de que nuestra querida princesa Daphne se ha ido.

– Así es.

– ¿Se ha puesto enferma?

– No, Daphne tiene una salud excelente – contestó Murat.

– Menos mal.

Entonces, se hizo el silencio.

– Es estadounidense -comentó otro al cabo de un rato.

– De eso ya me he dado cuenta -contestó Murat.

– Las mujeres occidentales pueden resultar de lo más testarudas y difíciles. A veces, no entienden las sutilezas de nuestras costumbres. Claro que la princesa Daphne es un ángel.

– Sí, un ángel -afirmaron los demás.

– Yo no diría tanto -murmuró Murat.

Más bien, él habría dicho que era un diablo, un diablo que lo sacaba de quicio y que, si no tenía cuidado, pronto lo tendría atrapado.

– ¿Ha probado a pegarle? -le preguntó uno de los ancianos.

Murat se irguió y lo miró con furia. El anciano dio un paso atrás.

– Mil perdones, Alteza.

Murat se puso en pie y señaló la oscuridad.

– Fuera de aquí -le ordenó al anciano-. Vete y que no vuelva a verte en mi vida.