Daphne asintió.
– ¿Qué vas a hacer con Brittany?
– Nada.
– ¿No vas a ordenar que tu avión dé la vuelta?
– No. A pesar de la idea que tienes de mí, no voy a forzar a mi prometida a que se case conmigo. Vendrá por su propia voluntad.
– Te equivocas. Brittany no se va a casar contigo.
Murat la miró con desinterés.
– ¿Cuánto tiempo me vas a retener aquí? – quiso saber Daphne.
– Todavía no lo he decidido -contestó Murat.
– Mi familia acudirá en mi rescate. Por si no lo sabes, tienen mucho poder político.
Murat no parecía impresionado en absoluto.
– Lo único que sé de tu familia es que sigue siendo tan ambiciosa como antes, tal y como demuestra que tu hermana quiera que una Snowden se case con el príncipe heredero de Bahania.
Daphne sabía que era cierto.
– Yo no soy como ellos.
– Te creo -contestó Murat-. La cena se sirve a las siete. Por favor, vístete adecuadamente.
– ¿Y si no quiero cenar contigo? -rió Daphne.
– No tienes opción -contestó Murat-. En cualquier caso, quieres cenar conmigo. Tienes muchas preguntas que hacerme. Lo veo en tus ojos.
Y, dicho aquello, se giró y se fue.
– Qué hombre tan molesto -murmuró Daphne una vez a solas.
Lo peor era que tenía razón. Tenía un montón de preguntas y, lo que era todavía peor, un deseo implacable de cerrar lo que había quedado sin terminar entre ellos.
A pesar de que había pasado mucho tiempo y de que Murat había cambiado, Daphne no había perdido ni un ápice de interés por el único hombre al que había amado.
Capítulo 3
Daphne abrió la maleta y se quedó mirando su contenido. Aunque una parte de ella quería ignorar lo que le había dicho Murat de que se vistiera adecuadamente para cenar, otra parte le apetecía estar increíble y dejarlo con la boca abierta.
Eligió un sencillo vestido sin mangas y lo colgó de una percha en la puerta del baño mientras se duchaba.
Un cuarto de hora después, Daphne salía de la ducha sintiéndose de maravilla y se fijó en que había un montón de maquillajes y productos para el cuidado de la piel sobre la cómoda que había junto al espejo.
Allí donde mirara había mármol, oro, madera labrada y espejos biselados. ¿Cuántas mujeres se habrían mirado en aquellos espejos acicalándose para encontrarse con un miembro de la familia real?
¿Cuántas historias de amor habrían presenciado aquellas paredes? ¿Cuántas risas? ¿Cuántas lágrimas?
Daphne pensó que, sí las circunstancias hubieran sido diferentes, habría disfrutado de encontrarse en aquella parte del palacio.
«¿A quién pretendo engañar? Pero si lo estoy disfrutando un montón», pensó.
A Daphne siempre le habían encantado aquel palacio y aquel país. El único problema había sido Murat. Al principio, no había sido así. Al principio, Murat había sido encantador y misterioso, exactamente el tipo de hombre que Daphne siempre había querido conocer.
Mientras se ponía los rulos calientes, Daphne recordó aquella maravillosa fiesta a la que habían acudido en España, aquella fiesta en la que se habían conocido.
Durante el verano de su último curso universitario, había decidido irse a viajar por Europa para evitar a los amigos ricos y ostentosos de sus padres. Sin embargo, cuando se encontraba en Barcelona, no había tenido más remedio que acceder a los deseos de su madre, que le había rogado que fuera a un cóctel que organizaba el embajador.
A los diez minutos de estar en la fiesta, ya estaba aburrida y se quería ir, pero conoció entonces a cierto hombre alto, guapo y que la hizo reír al pedirle ayuda para darle esquinazo a la hija pequeña de los anfitriones, que lo perseguía con intenciones amorosas.
– Cuando venga, yo me meto debajo de la mesa y usted le dice que no me ha visto, ¿de acuerdo? – le había pedido Murat mirándola con sus maravillosos ojos negros.
En aquel momento, Daphne había sentido que el corazón le daba un vuelco, se había ruborizado y había pensado que estaría dispuesta a seguir a aquel hombre al fin del mundo.
Después de aquello, pasó toda la noche con ella, acompañándola a cenar y bailando bajo las estrellas. Hablaron de libros y de películas, de fantasías de la infancia y de sueños de adultos y, cuando Murat la acompañó al hotel y la besó, Daphne se dio cuenta de que corría peligro de enamorarse de él.
Murat no le dijo quién era hasta la tercera cita. Al principio, Daphne se había puesto nerviosa porque nunca había conocido a un príncipe, pero pronto se tranquilizó y vio que para algo servía haber sido educada para convertirse en la mujer de un presidente.
– Ven conmigo -le había pedido Murat cuando llegó el momento de volver a Bahania-. Ven a conocer mi país, conoce a mi pueblo y deja que mi gente descubra lo maravillosa que eres.
Daphne comprendía ahora que aquello no había sido una declaración de amor, pero con veinte años le había parecido más que suficiente, así que había abandonado el viaje y se había ido a Bahania, donde se había enamorado de Murat y de su mundo.
Daphne terminó de maquillarse, se quitó los rulos, se ahuecó el pelo con los dedos, se puso el vestido de seda que le llegaba justo por encima de la rodilla y se preguntó qué pensaría Murat al verla.
¿Qué diferencias encontraría entre la mujer en la que se había convertido y la niña que lo había amado hasta la locura?
Lo había amado tanto, con tanta devoción, que lo único que la hubiera podido obligar a irse habría sido descubrir que él no la amaba, y eso fue precisamente lo que sucedió.
– No pienses en eso -se dijo Daphne apartándose del espejo y saliendo del baño.
Al volver al salón principal, vio que la cena ya estaba servida y que Murat la estaba esperando.
– Llegas pronto -la saludó sonriendo.
– Lo he hecho adrede -contestó Daphne -. Quería ver cómo se servía la cena.
– Qué divertido…
– No es divertido cuando se entra por la puerta normal, pero cuando puede que haya un pasadizo secreto…
– Ah, ¿lo dices porque te quieres escapar? -dijo Murat enarcando una ceja-. No te va a resultar fácil. Te recuerdo que por aquí nos gusta mantener cautivas a las mujeres guapas.
– ¿Me estás diciendo que vas a hacer todo lo posible para que no encuentre los pasadizos secretos?
– No, lo que te estoy diciendo es que la puerta principal no se puede abrir desde dentro del harén, sólo desde fuera -contestó Murat acercándose al carrito de las bebidas.
Una vez allí, agarró una botella de champán y miró a Daphne, que asintió.
– No me sorprende que la puerta no se pueda abrir desde dentro. ¿De verdad no hay ninguna otra manera de salir de aquí? -comentó.
– ¿Por qué ibas a querer irte? -preguntó Murat abriendo la botella y sirviendo dos copas.
– Porque no me gusta ser prisionera de nadie -contestó Daphne aceptando una.
– Pero si estás en el paraíso.
– ¿Quieres que te cambie el sitio?
Murat la miró divertido.
– Veo que no has cambiado. Cuando te conocí decías todo lo que se te pasaba por la cabeza y sigues haciéndolo.
– ¿Me estás diciendo que no he aprendido a estar en mi lugar?
– Exactamente.
– Me gusta pensar que estoy en mi lugar siempre que quiero.
– Qué típico de las mujeres -contestó Murat alzando su copa-. Quiero brindar por nuestro pasado en común y por lo que el futuro pueda depararnos.
Daphne pensó en Brittany, que debía de estar aterrizando ya en Nueva York.
– ¿Qué te parece si brindamos por nuestras vidas separadas?
– No tan separadas. Te recuerdo que en breve seremos familia.
– De eso, nada. Te recuerdo que no te vas a casar…
– Por la belleza de las mujeres Snowden -la interrumpió Murat-. Venga, Daphne, brinda conmigo. Ya hablaremos otro día de esas cuestiones menos agradables.
– Muy bien -accedió Daphne pensando que, cuanto más tiempo ocuparan hablando de cosas banales, más tiempo tendría Brittany de llegar sana y salva a su casa-. Por Bahania.
– Por fin, algo en lo que estamos de acuerdo -contestó Murat brindando con ella.
A continuación, le indicó que se sentara y, cuando Daphne se hubo puesto cómoda en un sofá, él se sentó en una butaca próxima.
– ¿Estás cómoda aquí?
– Dejando de lado que me mantienes secuestrada en contra de mi voluntad, sí, estoy muy cómoda -suspiró Daphne dejando su copa sobre la mesa-. Lo cierto es que el harén es precioso.
– ¿Tuviste ocasión de ver la ciudad de camino al palacio?
– No mucho porque tenía prisa por llegar, pero me fijé en que había crecido.
– Sí, sobre todo el distrito financiero -comentó Murat con orgullo.
– Creo que ha habido otros cambios -comentó Daphne-. Todos tus hermanos se han casado, ¿no?
– Sí, todos con mujeres estadounidenses. Lo mejor para mejorar el linaje de una familia es incorporar sangre nueva.
– Supongo que eso hará que las mujeres que se han casado con tus hermanos se sientan muy especiales.
– ¿Por qué no iban a sentirse especiales ayudando a mejorar los genes de una familia tan noble?
– Por si no te has dado cuenta, a muy pocas mujeres en el mundo les apetece convertirse en conejas.
Murat sacudió la cabeza.
– ¿Por qué siempre les das la vuelta a las cosas para hacerme parecer una mala persona? Todas mis cuñadas son mujeres maravillosas y están encantadas con la decisión que han tomado. Cleo y Emma han tenido hijos este último año y Billie está embarazada de nuevo. Sus maridos las miman y las tratan con devoción, lo que las hace completamente felices.
Al oír aquello, Daphne sintió cierta envidia. Ella siempre había querido encontrar a un hombre que la amara con todo su corazón, pero no había tenido suerte.
– Así que tú eres el único que queda soltero.
– Sí, algo que me recuerdan todos los días -contestó Murat haciendo una mueca de disgusto.
– ¿Te están presionando para que te cases y tengas un heredero?
– No te puedes ni imaginar.
– Creo que ha llegado el momento de que hablemos de Brittany y de por qué vuestra unión jamás funcionaría.
– Eres una mujer difícil y testaruda.
– Si tú lo dices.
– Hablaremos de tu sobrina cuando yo así lo decida.
– No tienes elección.
– Por supuesto que la tengo. Además, a ti no te apetece hablar de Brittany ahora mismo. Tú lo que quieres es hablarme de ti, contarme lo que has estado haciendo durante estos últimos años. Tú lo que quieres es impresionarme.
– Te equivocas.
Murat enarcó una ceja y esperó. Daphne se revolvió incómoda en el sofá. Sí, era cierto que se moría por impresionarlo con todo lo que había hecho, pero no le gustaba que Murat se hubiera dado cuenta de sus intenciones.
– Venga, Daphne -la animó Murat acercándose a ella-. Cuéntamelo todo. ¿Terminaste la universidad? ¿Y en qué trabajas? -añadió tomándole la mano izquierda entre las suyas-. Veo que no le has entregado tu corazón a nadie.
A Daphne no le gustó aquello, y todavía menos le gustaban los escalofríos que recorrían su espalda cuando Murat la tocaba.
– No estoy casada, pero no voy a hablar contigo de mi corazón porque no es asunto tuyo.
– Muy bien. Entonces, háblame de la universidad.
Daphne dio un trago al champán y se le pasó por la cabeza la idea de beberse la copa de un trago, pero se contuvo a tiempo.
– Terminé mis estudios sin ningún problema y soy veterinaria.
– Me alegro por ti -comentó Murat sinceramente-. ¿Y te gusta tu trabajo?
– Mucho. Hasta hace poco, he estado trabajando en una clínica muy grande en Chicago. Durante los tres primeros años que trabajé para ellos, pasé los veranos en Indiana, trabajando en una explotación ganadera.
Pocas veces había conseguido Daphne sorprender a Murat y estaba disfrutando de lo lindo.
– ¿Y qué hacías? ¿Traer terneros al mundo?
– Efectivamente.
– Qué poco decoroso… -se horrorizó el príncipe.
Aquello hizo reír a Daphne.
– Era mi trabajo y me encantaba, pero últimamente he pasado a trabajar con animales más pequeños. Perros, gatos, pájaros, animales domésticos, mascotas. Por cierto, si tu padre necesita ayuda con sus gatos, dile que le echo una mano encantada.
– Se lo diré -contestó Murat-. Chicago es muy diferente a Bahania.
– Desde luego. Para empezar, no te puedes ni imaginar el frío que hace allí en invierno.
– Aquí no sufrimos esas cosas.
Y era cierto. En aquel paraíso el clima era maravilloso.
– Veo que no estás muy unida a tu familia – comentó Murat de repente.
Daphne estuvo a punto de atragantarse con el champán. No hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta de que no era una Snowden «de verdad», pero la había sorprendido mucho que Murat hiciera un comentario así.
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