Daphne creía que las tres princesas se iban a sorprender, pero Cleo suspiró, Billie sacudió la cabeza y Emma se puso triste.
– Es su orgullo -le dijo Emma-. A todos les pasa lo mismo. Son hombres demasiado orgullosos.
– No sé si fue por orgullo -objetó Daphne.
– Intenta entenderlo desde su punto de vista – le aconsejó Cleo-. Él te había ofrecido todo y tú lo rechazaste y lo abandonaste. Eso lo debió de dejar bastante abatido y los príncipes abatidos no van en busca de las mujeres que los han abandonado.
– No eras más que una mujer -sonrió Billie.
– Sí, resulta de lo más cómico ver a un príncipe en plan imperial -sonrió Emma.
Daphne no entendía nada.
– Daphne, no deberías juzgar los sentimientos de Murat porque no fuera detrás de ti cuando te fuiste -le aconsejó Cleo-. Es el príncipe heredero y tiene un ego tan grande que no le permite actuar con naturalidad aunque quiera. Seguramente, pensó que, si iba detrás de ti, sería una debilidad por su parte.
– Pero si me amaba…
– Sí, tienes toda la razón del mundo, pero nosotras somos mujeres y lo entendemos de otra manera. Reyhan estaba enamorado de mí, pero lo ocultó durante años porque su orgullo le impedía hablar con una persona que él creía que lo había rechazado. Seguramente, a Murat le pasó lo mismo.
– ¿Y todas las mujeres con las que ha salido en estos diez años? No creo que sufriera mucho por mi partida, la verdad.
– No sé, piénsatelo -insistió Cleo.
En ese momento, se abrieron las puertas doradas y entraron unos cuantos sirvientes con varios carritos de comida.
– ¿Te habíamos dicho que habíamos encargado comida para comer todas juntas? -sonrió Billie.
Tras comer con las princesas, que se fueron sobre las tres, Daphne se quedó a solas y se sentó junto al sofá que había frente al jardín.
A pesar de todo, había tenido un día maravilloso. Si su compromiso con Murat hubiera sido cierto, le habría encantado conocer a sus futuras cuñadas, pero no era de verdad y su teoría sobre que Murat no había ido tras ella porque su orgullo se lo había impedido a pesar de que la amaba era muy bonita, pero no era cierta.
– Ya no importa -murmuró Daphne.
No, ya no importaba porque, aunque le había costado muchos años, había conseguido olvidarse de Murat.
Su corazón estaba a salvo.
Aquella tarde y para sorpresa de Daphne, las puertas doradas volvieron a abrirse, pero en aquella ocasión no recibió la visita de Murat sino del rey.
– Es un placer volver a tenerte entre nosotros -dijo el monarca abrazándola.
Aunque Daphne no estaba de acuerdo con lo que Murat se traía entre manos, ella también estaba encantada de volver a ver al rey Hassan, un hombre que siempre se había portado de maravilla con ella, sobre todo al verla joven, enamorada y aterrorizada.
– Ven, vamos a sentarnos -le indicó el monarca yendo hacia los sofás-. Mi hijo te envía una sorpresa.
En aquel momento, volvieron a abrirse las puertas y aparecieron unos cuantos sirvientes con carritos, pero esta vez no era fruta lo que llevaban sino útiles de escultura y arcilla.
Al instante, Daphne sintió un intenso cosquilleo en las yemas de los dedos. Se moría por sentir la arcilla entre las manos.
¿Pero acaso creía Murat que podía sobornarla así?
– Déle las gracias de mi parte.
– Podrás dárselas tú misma dentro de un rato porque me ha dicho que pasará a verte.
«Qué ilusión», pensó Daphne mientras sonreía educadamente.
– Supongo que sabrás que la boda se va a celebrar dentro de cuatro meses. Es poco tiempo, pero, si contratamos al personal adecuado, yo creo que nos dará tiempo de tenerlo todo listo.
Daphne dio un respingo.
– Majestad, sin ánimo de ofender, encontrar al personal adecuado no es el problema. El problema es que no me voy a casar con Murat.
– Esto va a ser una lucha de titanes porque los dos sois muy testarudos -comentó el monarca chasqueando con la lengua-. Me pregunto quién ganará al final.
– Yo, por supuesto. Esto es como la fábula del conejo y el perro de caza. El conejo gana porque, mientras que el perro corre para cenar, el conejo corre para salvar la vida.
– Interesante -comentó el rey tomándole la mano entre las suyas-. Muchas veces me he preguntado cómo habrían sido las cosas si te hubieras casado con Murat. ¿Tú nunca te lo has planteado?
– No -mintió Daphne-. En aquel entonces, yo no quería casarme. Era demasiado joven, igual que Murat.
– Él no se ha casado.
– Ya lo sé. De haber estado casado, no me mantendría prisionera en el harén.
– Sabes que no me refiero a eso -sonrió Hassan-. Tú tampoco te has casado.
– He estado muy ocupada con mis estudios y con mi trabajo.
– Menuda excusa. ¿Y no será que estabais los dos esperando a que el otro diera el primer paso?
– En mi caso, le aseguro que no -contestó Daphne-. En cuanto a su hijo, por lo que tengo entendido ha disfrutado de la compañía de tantas mujeres que no creo que se acuerde ya de aquélla con la que estuvo prometido hace más de una década.
– ¿Y ahora?
– Apenas nos conocemos.
– Tal vez, ha llegado el momento de que empecéis a hacerlo -apuntó el rey poniéndose en pie -. Murat quiere casarse contigo. Tus padres aprueban la boda y yo, también. ¿Tú qué dices?
Daphne no contestó.
– ¿De verdad te parece que casarte con mi hijo sería tan horrible?
– Sí -contestó Daphne mordiéndose el labio inferior-. Majestad, ¿usted me obligaría a casarme con Murat en contra de mi voluntad?
– Si tuviera que hacerlo, sí -contestó el rey sin pestañear.
Cuando Murat llegó al harén, encontró a Daphne en el jardín. Estaba sentada en un banco de piedra, con la cabeza echada hacia delante en actitud abatida, así que corrió a su lado, la tomó de las manos y la abrazó.
Daphne estaba tan destrozada que lo dejó hacer.
– Nadie me quiere ayudar -comentó-. De mi familia, no me sorprende, pero mis amigos ni siquiera se creen que me tengas cautiva en contra de mi voluntad. Lo único que quieren es que los invite a la boda.
– Pues ya sabes lo que tienes que hacer -contestó Murat.
Daphne levantó la mirada con lágrimas en los ojos.
– No era eso lo que yo esperaba oír.
Murat sabía que lo que Daphne quería oír era que la dejaba libre, pero no estaba dispuesto a hacerlo.
– Te va a encantar ser reina. Las reinas tienen mucho poder.
– El poder nunca me ha interesado.
– Eso es porque nunca lo has tenido.
– Murat, sabes que esto no está bien.
– ¿Porqué?
– Porque yo no me quiero casar contigo. Lo que quiero es recuperar mi libertad.
– ¿Para qué? ¿Para vacunar a perros y gatos obesos? Aquí ocuparías un lugar en la historia del país, serías reina, madre y abuela de los futuros reyes.
– No es suficiente.
¿Aquella mujer había sido siempre así de cabezota?
– ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué me abandonaste hace diez años?
Daphne lo miró con un tremendo dolor en los ojos.
– Ya no importa.
– A mí me gustaría saberlo.
– No lo entenderías.
– Pues explícamelo tú.
– Murat, tienes que dejarme ir.
En lugar de contestar, Murat la besó, lo que tomó a Daphne completamente por sorpresa. Sin embargo, a pesar de la reticencia inicial, ella también lo besó y Murat sintió un deseo tan desesperado de hacerle el amor que estuvo a punto de desnudarla allí mismo.
Por supuesto, no lo hizo, pero sí estuvo un buen rato besándola lenta y apasionadamente… hasta que el deseo también se apoderó de Daphne.
– ¿Lo ves? -le dijo apartándose-. Entre nosotros hay mucho más de lo que parece. Ahora vamos a tener tiempo de conocernos bien para que te vayas haciendo a la idea de casarte conmigo.
– Yo no estaría tan seguro -contestó Daphne a pesar de que su deseo la traicionaba.
Murat le acarició la mejilla y se fue.
La victoria estaba cercana.
Su plan era dejar a Daphne sin defensas para que así entendiera que su boda era inevitable. Tarde o temprano, lo aceptaría, se casaría con él y sería feliz y él…
Él volvería a su vida normal, contento, pero sin haber dejado que la experiencia lo conmoviera ni lo más mínimo.
Capítulo 6
Daphne tomó un trozo de arcilla y siguió esculpiendo. Por fin, el proyecto que tenía en mente estaba tomando forma.
A su alrededor, el jardín brillaba lleno de vida, se oían los cantos de los loros y varios de los gatos del rey sesteaban al sol.
«Desde luego, esta cárcel no está tan mal», pensó Daphne.
Allí, el entorno era maravilloso, la comida deliciosa, tenía una cama cómoda y un baño suntuoso.
Aun así, nada de aquello compensaba el hecho de que estuviera prisionera con la amenaza de casarse con Murat pendiendo sobre su cabeza.
Murat había hablado de darse tiempo para conocerse mejor, pero Daphne dudaba mucho que eso quisiera decir que estaba dispuesto a abrirle su corazón. Aun así, una parte de ella sentía profunda curiosidad e interés por la oferta.
Daphne tomó un cincel y esculpió el pecho y el rostro de la figura de barro.
– Muchas personas han muerto por menos – dijo una voz a sus espaldas.
Daphne se giró y se encontró con Murat, el protagonista de la figura. Estaba tan metida en su obra que no lo había oído llegar, pero ahora que lo veía ataviado con una camisa blanca remangada, sintió una punzada de deseo.
«No puede ser», se dijo.
No se podía permitir desear a Murat. Aquello no haría sino complicar todavía más las cosas. ¿Acaso no había aprendido de la primera vez? No debía olvidar que aquel hombre la mantenía prisionera contra su voluntad y que había amenazado con casarse con ella incluso aunque ella no quisiera.
– ¿Qué haces aquí? -le espetó.
– ¿Acaso no puedo venir a ver a mi prometida?
Daphne puso los ojos en blanco.
– Dicen que el que calla, otorga -continuó Murat.
– Que digan lo que quieran -contestó Daphne.
– Eres una mujer muy difícil -suspiró Murat.
– Comparada contigo, no tengo nada que hacer. Tú sí que eres un hombre difícil.
Murat no contestó, pero se acercó.
– Estás un poco acelerada. Yo creo que pasar un tiempo aquí te vendrá bien para relajarte.
– ¿Has venido a verme por algún motivo en especial o solamente para molestarme?
– He venido a decirte que va a venir una persona a verte dentro de un rato.
– ¿El primero de los tres fantasmas? -se burló Daphne.
– ¿Acaso necesitas que vengan a verte?
– No, yo siempre he mantenido vivo el Espíritu de la Navidad en mi corazón.
– No sabes cuánto me alegro de oír eso porque eso quiere decir que nuestros hijos tendrán unas Navidades maravillosas.
Daphne apretó las mandíbulas.
– ¿Cuántas veces quieres que te repita que no me voy a casar contigo?
– Puedes repetirlo todas las veces que quieras, pero no te voy a hacer ni caso. Como te iba diciendo, he venido a decirte que va a venir una persona a verte. Se trata del señor Peterson, un miembro de mi servicio personal especializado en coordinar acontecimientos de estado.
– ¿Cómo una boda?
– Exactamente. Te agradecería mucho que te mostraras educada y cooperadora con él.
– Y yo te agradecería mucho que me dejases en libertad, pero, por lo que parece, ninguno de los dos se va a salir con la suya.
– ¿Por qué te empeñas en fastidiarme?
– Porque es la única manera de llegar a ti – contestó Daphne limpiándose las manos y girándose hacia él-. Murat, de verdad que no te entiendo. ¿Por qué insistes en casarte con una mujer que no quiere estar contigo? -añadió mirándolo a los ojos.
Murat sonrió y se acercó un poco más a ella.
– Tú dices que no quieres estar conmigo, pero tu cuerpo habla de otras cosas -murmuró Murat besándola.
A continuación, antes de que a Daphne le diera tiempo de contestar, Murat le puso una mano sobre un pecho y comenzó a acariciarle el pezón con el pulgar.
Daphne abrió la boca sorprendida, momento que Murat aprovechó para introducirse en su interior y besarla con pasión.
Daphne se rindió, le pasó los brazos por el cuello y lo besó también de manera erótica, apretando su cuerpo contra el de Murat. El deseo explotó entre ellos y Daphne se encontró teniendo que hacer un gran esfuerzo para no sucumbir ante él.
Había tocado a Daphne para enseñarle una lección, pero ahora era él quien estaba aprendiendo el riesgo de una necesidad no satisfecha.
Daphne lo abrazaba con fuerza y lo besaba con fruición y Murat se encontró explorando su pecho y deseando explorar todo su cuerpo.
Sin embargo, se recordó que no era el momento y se apartó de ella. Conocería todo su cuerpo en breve, en cuanto Daphne hubiera entendido que su boda era inevitable.
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