– ¿Lo ves? Me deseas -le dijo hablando con una calma que no sentía.
Daphne sacudió la cabeza.
– No es lo mismo desear tener a un hombre en la cama durante un par de semanas que desear compartir con él la vida -le espetó-. Si estabas intentando demostrarme algo, no me has impresionado lo más mínimo.
– Tu cuerpo no dice lo mismo.
– Por fortuna, tomo las decisiones con el cerebro.
– Tu cerebro también me desea -insistió Murat-. Te resistes porque eres cabezota. Me alegro mucho de que la chispa sexual siga viva entre nosotros después de tanto tiempo porque, así, me darás hijos sanos, inteligentes y fuertes.
– Claro, y supongo que mi recompensa por ello será verte feliz. Desde luego, es genial -se burló Daphne.
Murat no se dejó provocar.
– Tu recompensa será el honor de que te haya hecho mi esposa.
– Eres un hombre arrogante, egocéntrico y molesto -le espetó Daphne.
– Di lo que quieras, pero sé que no es verdad. Ya te estás enamorando de mí y en breve, en pocas semanas, te morirás por disfrutar del placer de estar cerca de mí.
– Cuando los burros vuelen. Ya te he dicho que no me voy a casar contigo y te lo repito.
– El señor Peterson está a punto de llegar. Por favor, compórtate -sonrió Murat.
Daphne sintió que la furia se apoderaba de ella.
– ¡Vete de aquí! -gritó.
– Tus deseos son órdenes para mí, mi amada prometida.
El señor Peterson resultó ser un hombre increíblemente menudo y puntilloso que se presentó con un maletín del que sacó un montón de documentos y papeles.
– Señorita Snowden, el príncipe Murat me ha informado que la boda tendrá lugar dentro de cuatro meses, así que disponemos de muy poco tiempo. En cualquier caso, le he traído unos cuantos documentos históricos para que se informe usted de las bodas que se han celebrado en este país antes que la suya. También he confeccionado una lista con sugerencias sobre las flores y otros asuntos relacionados. Puede que algunas de mis ideas le parezcan obsoletas a una mujer joven y moderna como usted, pero aquí en Bahania tenemos una historia, una historia larga y honorable que tenemos que respetar.
– No va a celebrarse ninguna boda -le espetó Daphne disfrutando de la expresión de terror del señor Peterson.
– ¿Cómo ha dicho?
– He dicho que no me voy a casar con Murat.
– Querrá usted decir el príncipe Murat.
Teniendo en cuenta que, en teoría, era la prometida del susodicho, ¿cómo se atrevía aquel hombrecillo a corregirla?
– Príncipe o no príncipe, no me voy a casar con él.
– Entiendo.
– Muy bien. Pues, si entiende eso, entienda también que no hay ningún motivo por el que usted y yo tengamos que tener esta conversación. Le agradezco mucho que haya venido a visitarme. Hasta luego – lo despidió Daphne con la esperanza de que el hombre se fuera.
Por supuesto, no fue así.
– El príncipe Murat me ha dicho que…
– Ya supongo lo que le habrá dicho, pero se equivoca. No va a haber boda. He dicho que no me voy a casar con él. ¿Le ha quedado claro?
El señor Peterson agarró un bolígrafo y una hoja de papel en blanco.
– Creo que deberíamos hablar de la lista de invitados. Me han dicho que proviene usted de una familia numerosa y distinguida. ¿Sabe cuántos familiares suyos van a venir?
Daphne suspiró comprendiendo que el señor Peterson había decidido ignorarla y seguir adelante.
– No tengo ni idea -contestó tan contenta.
– ¿Le importaría confeccionarme una lista de invitados cuando lo supiera?
– Sí, sí me importaría. No voy a darle ninguna lista.
– No tendré más remedio que ponerme en contacto con su madre.
– Muy bien, haga lo que quiera -contestó Daphne poniéndose en pie-. Perdone, pero tengo que dejarlo porque tengo que solucionar este tema de una vez por todas.
A continuación, se dirigió a la puerta, que estaba abierta para que el señor Peterson pudiera irse cuando quisiera. Daphne la abrió. Los dos guardias que había fuera se sorprendieron al verla y Daphne aprovechó el momento de confusión para salir corriendo por el pasillo.
Ante ella había unos ascensores y tuvo la suerte de que uno de ellos estaba allí. Una vez dentro, pulsó el botón de la segunda planta y observó con placer cómo las puertas se cerraban en las narices de los guardias.
De momento, había conseguido escapar.
Al llegar a la segunda planta, salió del ascensor y se apresuró a encaminarse hacia el ala del palacio donde se encontraban los despachos administrativos.
Al llegar a un amplio vestíbulo, Daphne no supo hacia dónde ir, así que se acercó a un recepcionista.
– ¿El príncipe Murat?
– ¿La está esperando?
En ese momento, Daphne escuchó pasos apresurados en la distancia.
– Soy su prometida -contestó en tono cortante.
Inmediatamente, el hombre dio un respingo.
– Sí, por supuesto, señorita Snowden. Tiene que seguir usted el pasillo de la izquierda. Hay dos guardias en la puerta del despacho del príncipe, así que es fácil localizarlo. Si quiere, la acompaño.
– No hay necesidad -contestó Daphne caminando aprisa en la dirección que el hombre le había indicado.
Al llegar frente al despacho de Murat, vio que uno de los guardias se llevaba la mano al auricular que tenía en el oído, como si estuviera recibiendo instrucciones.
– Voy a entrar y no me lo vais a poder impedir -anunció Daphne con resolución.
Al instante, los dos hombres fueron hacia ella enarbolando sus armas.
– No creo que al príncipe le hiciera ninguna gracia que me matarais.
Daphne volvió a oír pasos apresurados por el pasillo.
¡La iban a atrapar!
– ¡Murat! -gritó cuando uno de los guardias la asió del brazo.
Murat apareció en la puerta.
– ¿Qué pasa aquí? -se extrañó-. Soltadla inmediatamente -añadió al ver que su escolta personal había apresado a su prometida.
Daphne aprovechó para correr a refugiarse detrás de él.
– ¿Y el señor Peterson? -le preguntó Murat.
– No nos hemos llevado muy bien -contestó Daphne-. Lo único que quería era que habláramos de la boda y yo ya le he dicho que no va a haber ninguna boda, así que no ha sido una conversación muy agradable para ninguno de los dos.
Murat la tomó de la mano y la llevó a su despacho.
– Quédate aquí -le dijo-. Ahora vuelvo.
Dicho aquello, se fue a hablar con la guardia.
Una vez a solas, Daphne se fijó en que estaba en una estancia preciosa desde la que se veían los jardines.
– De momento, estás a salvo -anunció Murat al volver-. Voy a ir hablar con mi equipo de seguridad. No deberían haberte dejado escapar.
– Diez puntos a mi favor -contestó Daphne.
– Me parece interesante que, siendo libre, hayas venido corriendo a mí.
– Obviamente, he venido aquí porque quiero hablar contigo. Murat, tenemos que hablar de la boda. No puedes hacerme esto.
– Creo que lo mejor será que hablemos dando un paseo a caballo por el desierto, así que ve a cambiarte de ropa.
– ¿Y si no quiero?
– Claro que quieres.
Daphne recordó los paseos que habían dado diez años atrás por el desierto, el olor de la brisa, el movimiento del caballo y la belleza del entorno.
– Sí, sí quiero, pero no me gusta nada que te creas que sabes lo que quiero en todo momento.
– Sé lo que quieres en todo momento. Ahora, ve a cambiarte de ropa. Te recojo dentro de media hora.
– ¿Eso quiere decir que me puedo pasear por el palacio con total libertad?
– Claro que no -sonrió Murat.
Capítulo 7
Daphne se acomodó en la silla de montar y respiró hondo. Había pasado mucho tiempo al aire libre en los jardines del harén, pero por alguna razón la vida le parecía mucho mejor y mucho más brillante ahora que estaba sentada sobre un caballo a punto de entrar en el desierto.
Tenía mil razones para seguir estando enfadada con Murat. Para empezar, por supuesto, que seguía manteniéndola prisionera e insistiendo en que se iban a casar, pero, por extraño que pareciera, ahora mismo nada de aquello importaba.
Lo único que deseaba Daphne en aquellos momentos era cabalgar a toda velocidad y sentir el viento en el pelo, quería dar vueltas sobre la arena con los brazos extendidos hasta marearse y beber agua fresca de un manantial subterráneo.
Después de haber hecho todo eso, ya tendría tiempo de estar enfadada con él.
– ¿Preparada? -le preguntó Murat.
Daphne asintió y se bajó el ala de sombrero hacia la punta de la nariz para evitar que el abrasador sol dañara su piel.
A su lado, Murat estaba más guapo que nunca ataviado con un pantalón de montar negro y una camisa blanca.
– ¿Cuándo has montado por última vez? -le preguntó Murat.
– Hace un par de meses. Suelo montar de manera regular, pero he estado un poco liada con el trabajo.
– Entonces, vamos a ir un poco despacito al principio.
– Yo prefiero ir rápido.
Murat sonrió.
– Ya lo sé, pero vamos a esperar un poco, hasta que te hayas hecho con tu yegua.
Las cuadras reales estaban situadas a cuarenta minutos en coche de palacio. Daphne era consciente de que podría vivir allí muy feliz estudiando los caballos pura sangre y planeando futuras generaciones de increíbles equinos árabes.
Por supuesto, no quería que Murat lo supiera ya que ya tenía suficiente poder sobre ella como para que descubriera otras de sus debilidades.
Mientras dejaban atrás los últimos símbolos de la civilización y se adentraban en la arena del desierto, Daphne no pudo evitar reír encantada.
– Lo que pienses de mí ya es otra cosa, pero no puedes negar que siempre te ha encantado Bahania -comentó Murat.
– No lo niego -contestó Daphne.
– Deberías haber vuelto antes a visitarnos.
– No me parecía lo más inteligente por mi parte.
– ¿Por qué? ¿Acaso creías que te iba a poner las cosas difíciles?
Daphne no estaba segura de qué contestar. Si decía que sí, implicaría que creía que Murat había estado enamorado de ella cuando se había ido y no lo creía así y, si decía que no, se arriesgaba a que Murat no le hiciera gracia.
Normalmente, le importaba muy poco que a Murat le hicieran gracia o no sus contestaciones, pero aquella tarde era diferente porque no le apetecía discutir.
– Me pareció que podría ser un poco raro.
– Podría haberlo sido, sí -admitió Murat sorprendiéndola-. Sin embargo, supongo que es muy triste que no hayas podido volver durante tanto tiempo.
Daphne miró a su alrededor, deleitándose en la belleza del desierto y se dijo que Murat tenía razón. Amaba aquellas colinas de arena rojiza que daban paso a kilómetros de vacío, amaba a las diminutas criaturas que eran capaces de vivir en un entorno tan hostil y, sobre todo, amaba la sensación de llegar a un oasis, un regalo divino.
– Aquí se respira historia -comentó Daphne pensando en todas las generaciones que habían andado por aquellos mismos caminos y que habían disfrutado con aquellos mismos paisajes.
– Es cierto que en el desierto estamos más próximos al pasado. Yo, aquí, me siento más cerca de mis antepasados.
Daphne sonrió.
– Provienes de un linaje de hombres inclinados a secuestrar a sus mujeres. ¿Por qué era así? ¿Es que acaso genéticamente no podéis convencer a una mujer por las buenas?
– Ten cuidado. Estás jugando con fuego.
Fuego era lo que Daphne sentía en aquellos momentos en su interior al mirar a Murat e imaginarse con él protagonizando escenas de cuerpos desnudos acariciándose y tocándose llevados por exquisitos sentimientos de pasión.
Daphne se revolvió incómoda en la silla y se dijo que era mejor no pensar en aquellos asuntos ya que, tal y como estaban las cosas entre ellos, acostarse con Murat sería un desastre porque creería que le estaba diciendo que se quería casar con él.
En cualquier caso, Daphne no podía evitar dejar de preguntarse cómo se comportaría Murat en la cama. A juzgar por sus besos, tenía que ser un compañero de juegos eróticos maravilloso.
Diez años atrás, demasiado joven y candorosa, la obvia experiencia de Murat en temas sexuales la había asustado, pero ahora estaría encantada de hacer un seminario intensivo de fin de semana con él.
«La próxima vez», se prometió Daphne a sí misma.
Cuando ni su futuro ni su libertad corrieran peligro.
– Es cierto que esas uniones y matrimonios de los que hablas comenzaron de manera un tanto violenta, pero todos terminaron felices.
– ¿Cómo lo sabes?
– Por las cartas y los diarios de la época.
– Me encantaría leerlos -sonrió Daphne-. No es porque no te crea, pero… bueno, la verdad es que no te creo.
– ¿Me crees capaz de mentir?
– Te creo capaz de adulterar la verdad si eso te viniera bien.
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