Había además un aparato de música, un televisor, un reproductor de vídeos, un micrófono y un equipo de grabación bastante sofisticado. En medio de todo eso, la cama de agua parecía un accesorio secundario con las sábanas de rayas como la piel de un leopardo desordenadas.

Cuando Bess abrió la puerta, la voz de Paula Abdul atronaba con Opposites attract desde el reproductor de discos compactos y Randy se ajustaba delante del espejo el nudo de su corbata de cuero gris. Vestía pantalones anchos con pinzas y una americana informal cruzada de tonos púrpura, gris y blanco. Se había aplicado brillantina al pelo y, a pesar de que se lo había cortado según lo prometido, todavía le caía en bucles hasta el cuello.

Bess se estremeció al verlo, por una vez, tan elegante. Era tan apuesto y encantador cuando se lo proponía. Sin embargo la actitud rebelde que había elegido alzaba demasiados obstáculos entre ellos. Observó que cada día se parecía más a su padre y, a pesar de su animosidad contra Michael, debía reconocer que era muy atractivo. El aroma de productos de tocador masculino la envolvió cuando entró en la habitación. Echaba de menos esos olores desde la partida de Michael. Por un instante imaginó que volvía a tener un marido y un matrimonio feliz.

– Prometí a Lisa que me lo cortaría y lo he hecho, pero no estoy dispuesto a llevarlo más corto -afirmó Randy sin volverse hacia su madre.

Bess se acercó al equipo de música y miró la luz titilante del panel de control.

– ¿Cómo se baja el volumen? -exclamó.

El joven se aproximó y se inclinó con gracia para apagar el aparato. Cuando se enderezó, dibujó una media sonrisa mientras observaba a Bess.

– Estás despampanante, mamá.

– Gracias. Tú también estás muy guapo. ¿Ropa nueva? -preguntó al tiempo que le retocaba el nudo de la corbata.

– Es una ocasión importante…

– ¿De dónde has sacado el dinero?

– Tengo un trabajo, mamá.

– Sí, claro. He pensado que podríamos ir juntos.

– Muy bien.

Bess dejó que él condujera y se sintió embargada por un secreto placer maternal al tener de acompañante a su hijo adulto, algo con lo que había fantaseado cuando él era un adolescente y que rara vez sucedía desde que se había convertido en hombre. Tomaron la carretera 96 hacia White Bear Lake, que se hallaba a más de dieciséis kilómetros al oeste. Atravesaron campos cubiertos de nieve, pasaron por fincas donde se criaban caballos y por zonas que carecían de alumbrado. El lago parecía una sábana azul grisácea a la luz tenue de un octavo de luna, y el resplandor de las casas que lo bordeaban semejaba un collar de ámbar. Compartía su nombre con la ciudad que se extendía a lo largo de la curva noroeste y palidecía el cielo nocturno con la aureola de sus luces.

Cuando se acercaban a la población, a cuya izquierda el lago formaba una bahía, Randy habló por fin.

– Ahí es donde vive el viejo.

– ¿Dónde?

– En esos apartamentos.

Bess miró por encima del hombro y vislumbró unas luces, árboles altos y esqueléticos y un edificio imponente que había admirado a menudo cuando pasaba con el coche.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Bess.

– Me lo dijo Lisa.

– Tu padre también acudirá a la cena.

Randy siguió con la vista fija en la carretera.

– Trata de actuar con naturalidad con él, por favor.

– Sí, madre.

– Por el bien de Lisa.

– Sí, madre.

– Randy, si dices “sí, madre” una sola vez más, te daré un puñetazo.

– Sí, madre.

Bess le dio un puñetazo y los dos rieron.

Los Padgett vivían en la zona oeste de la ciudad, en un barrio residencial de clase media. Randy encontró la casa sin dificultad y escoltó a su madre a lo largo de un camino lleno de automóviles estacionados hasta una vereda que discurría entre montículos de nieve y conducía a la puerta principal.

Tocaron el timbre y esperaron.

Les recibieron Mark y Lisa, seguidos de una mujer baja que lucía un vestido azul con falda plisada y cuello blanco. Tenía el cabello castaño y rizado y una sonrisa que le formaba seis hoyuelos en las mejillas y hacía desaparecer sus ojos.

Mark le pasó un brazo por la espalda y la presentó.

– Esta es mi madre, Hildy.

– Esta es mi madre, Bess, y mi hermano Randy -dijo Lisa.

Hildy Padgett les estrechó la mano con fuerza, como un estibador.

– Encantada de conoceros. ¡Jake, ven aquí! -llamó. Tenía voz de contralto.

Se les unió el padre de Mark, un hombre alto, de cabello ralo, sonriente y con un audífono en la oreja izquierda. Vestía pantalones marrones y una camisa de cuadros, con el cuello desabrochado y los puños doblados. No llevaba americana.

Bess comprendió que los Padgett no se darían ínfulas, ni siquiera en la boda. Sintió una instantánea simpatía por ellos.

Se dirigieron al salón, que estaba decorado en un estilo rústico, con un empapelado de cuadros azules y blancos y una moldura que recorría todo el perímetro de la habitación, unos treinta centímetros por debajo del techo. Los muebles eran macizos y parecían cómodos. La estancia estaba llena de gente. Entre ella, cerca de la arcada que daba al comedor, estaba Michael Curran, que al oír el timbre se dio la vuelta y vio entrar a Bess, vestida muy a la moda, y a Randy, que le sorprendió por su estatura. El muchacho lucía un abrigo holgado y llevaba el cuello levantado. Al verlo Michael se enterneció. ¡Dios, cómo había crecido Randy! Lo había visto por última vez unos tres años atrás, por Pascua, en un centro comercial atestado de gente que se había decorado como una granja en miniatura, con cabritas, pollos y patos. Michael acababa de comprar una chaqueta y salía de J. Riggings cuando, en medio del gentío, reconoció a Randy, que caminaba hacia él mientras mantenía una animada conversación con un muchacho de más o menos su edad. Michael le había sonreído y se había dirigido hacia él pero, cuando Randy lo vio, se detuvo, se puso serio, tomó del brazo a su amigo y giró de pronto hacia la derecha para entrar en una tienda de ropa femenina.

Ahora estaba allí, tres años después, más alto que su madre y muy bien parecido. Guardaba un gran parecido con él, aunque Randy era mucho más apuesto. Michael advirtió con un estremecimiento que su pelo oscuro era idéntico al suyo. Observó cómo estrechaba la mano de los anfitriones y entregaba su abrigo. De repente Randy reparó en él. Entonces se acarició la corbata y su sonrisa se desvaneció.

Michael sintió una opresión en el pecho. Se hallaban a años luz de distancia, uno en cada extremo de la habitación, mientras el pasado desfilaba a toda prisa ante ellos para separarlos aún más. Qué sencillo sería, pensó Michael, cruzar el salón, pronunciar su nombre y abrazar a ese joven que de niño lo había idolatrado, lo había seguido como una sombra mientras segaba el césped, barría el sendero de entrada a la casa o cambiaba el aceite del coche. «¿Puedo ayudarte papaíto?»

Sin embargo Michael se había quedado paralizado, con un nudo en la garganta, atrapado en los errores pretéritos.

Jake Padgett se interpuso entre ellos, y en ese instante Bess se volvió hacia Michael. Forzaron una sonrisa, mientras él permanecía bajo la arcada. Podría haberse aproximado a Randy mientras Bess estaba cerca para actuar de amortiguador, pero el dolor por el último desaire se lo impidió. Además los reproches que Bess le había hecho en el apartamento de Lisa aún resonaban en sus oídos: «Randy necesita a su padre.»

El salón estaba lleno de gente: los otros cuatro hijos de los Padgett, todos más jóvenes que Mark, la abuela, el abuelo… Los dos recién llegados debían recorrer la estancia para saludar a todos los presentes, pero Randy se aseguró de mantenerse lejos de Michael. Bess, sin embargo, estrechó una mano tras otra hasta que por fin se acercó a su ex esposo.

– Hola, Michael -dijo con frialdad, como si la breve tregua nunca hubiera tenido lugar.

– Hola, Bess.

Desviaron la vista hacia los invitados con el fin de evitar mirarse. Se esforzaron por encontrar algunas palabras triviales de cortesía, pero no lo lograron. Michael observó con disimulo su atuendo, su pelo, sus joyas, sus uñas.

¡Cómo había cambiado! Tanto como Randy, sino más.

Bess, que sostenía bajo el brazo un elegante bolso de charol negro, comentó sin mirar a Michael:

– Randy ha crecido mucho, ¿verdad?

– Ya lo creo. No podía creer que fuera él.

– ¿Piensas saludarle o te quedarás aquí parado?

– ¿Crees que querrá hablarme?

– Inténtalo y así lo sabrás.

Ambos recordaron cómo Randy, de pequeño, entraba los sábados por la mañana en su dormitorio con sumo sigilo y subía a su cama. «Los dibujos, papi», susurraba, y Michael abría los ojos y se inclinaba para darle un beso. A continuación los dos salían de la habitación y encendían el televisor para ver los dibujos. Mientras lo evocaba, Michael deseó besarlo, estrecharlo en un abrazo paternal y decirle: «Lamento haberte defraudado; perdóname.»

Hildy Padgett salió de la cocina con una bandeja de canapés. Mientras, tanto, Jake servía copas de ponche de sidra y Lisa, acompañada de Mark, mostraba a los abuelos su pequeño anillo de diamantes. Randy se hallaba al otro extremo de la estancia, con las manos en los bolsillos del pantalón, decidido a mantener las distancias con su padre, a quien de vez en cuando miraba de reojo.

Uno de los dos tenía que dar el primer paso.

Aunque le costó un esfuerzo supremo, Michael cruzó la habitación.

– Hola, Randy.

– Hola -repuso el joven sin mirarle.

– No estaba seguro de que fueras tú; has crecido mucho.

– Sí.

– ¿Cómo te va todo?

Randy se encogió de hombros.

– Tu madre me ha comentado que todavía trabajas en el almacén.

– Sí.

– ¿Te gusta?

– Me levanto por la mañana y me limito a hacer lo que me mandan. Seguiré con ese empleo hasta que encuentre algún grupo con el que tocar.

– ¿Un grupo?

– Sí, toco la batería, ¿sabes?

– ¿Eres bastante bueno?

Por primera vez Randy lo miró a los ojos. Adoptó una expresión insolente y dejó escapar un resoplido sarcástico.

– Déjame en paz -espetó antes de alejarse.

Michael notó que se le encendía el rostro y le costaba respirar. Miró a Bess y advirtió que lo observaba. Tiene razón; soy un fracaso como padre, pensó.

Lisa se aproximó a él, lo tomó del brazo y lo condujo hacia el otro extremo del salón.

– Papá, el abuelo Earl me ha preguntado por tu cabaña de caza. En un tiempo fue un gran cazador, y le he explicado que este otoño capturaste un ciervo. Le encantaría charlar contigo.

Earl Padgett era un hombre corpulento, con triple papada y cara sonrosada. Tenía una voz potente e infinidad de historias de caza que contar. Gesticulaba mucho mientras las narraba y cuando apuntaba con una escopeta invisible, era fácil imaginarlo vestido con un chaleco caqui con hileras de cartuchos. Sus relatos sedujeron a Jake tanto como a todos los muchachos Padgett, que habían comenzado a participar en cacerías tan pronto como tuvieron edad suficiente para tomar clases de tiro. De los hombres que había en la habitación, sólo Randy permanecía apartado.

Michael escuchaba y de vez en cuando refería alguna anécdota personal sin apartar la vista de Randy, que charlaba con Bess.

Cuando su hijo tenía doce años, le había comprado una 22 y soñaba con enseñarle todo sobre los bosques y llevarlo consigo a las partidas de caza, pero su divorcio había echado por tierra ese sueño. Mientras escuchaba a los Padgett, cuyo entusiasmo por la caza se había transmitido de generación en generación, se entristeció al pensar en lo que él y Randy se habían perdido.

Hildy Padgett entró en el salón para anunciar que la cena estaba lista.

En el comedor indicaron a Michael y Bess que se sentaran juntos en una cabecera de la mesa, mientras Hildy y Jake se acomodaban en la opuesta. Mark y Lisa tomaron asiento en el centro de uno de los costados. En un gesto mecánico, Michael retiró la silla de Bess, quien vaciló un instante mientras le lanzaba una mirada de soslayo antes de aceptar aquella muestra de cortesía. Michael advirtió que Randy lo miraba mientras se sentaba.

– Creo que a Randy no le gusta verme a tu lado -susurró a Bess.

Ella se colocó la servilleta sobre el regazo y miró a su hijo con el rabillo del ojo.

– Me temo que no -repuso-. ¿Te ha dicho algo al respecto?

– No; sólo me ha mirado cuando te he retirado la silla.

– Lisa, en cambio, está muy contenta. Les he asegurado a los dos que procuraremos guardar las apariencias, de modo que… ¡adelante! A ver si logramos representar bien nuestro papel en honor de nuestros hijos.

Bess levantó su copa de agua, Michael hizo lo propio y brindaron. Enseguida empezó a servirse la cena. Comenzaron a circular entre los comensales fuentes de jamón, verduras y hortalizas, panecillos calientes, manteca, ensalada de tocino ahumado y lechuga y arroz blanco.