– Si hace una semana alguien hubiera pronosticado -comentó Michael a Bess- que cenaría contigo dos veces en una semana, habría dicho que era imposible.
– Hildy ha acertado tus gustos -observó Bess al ver que Michael se servía una buena ración de patatas con salsa de cereales.
– En efecto. Este plato me encanta.
Siempre le había gustado, recordó Bess con nostalgia. Su madre solía decir: «Es un placer cocinar para Michael; él sabe comer.»
A continuación se maldijo por rememorar una vez más el pasado, pero era difícil no hacerlo mientras estaba sentada al lado de un hombre con quien había compartido miles de comidas, cuyos modales en la mesa conocía tan bien. Era inevitable anticipar cada uno de sus movimientos; la manera en que sostenía el tenedor y dejaba el cuchillo, el orden en que probaba los alimentos, la forma en que se secaba la comisura de la boca con la yema del pulgar derecho después de tomar un trago, cómo apoyaba la muñeca en el borde de la mesa.
– ¿Has hablado con Lisa? -preguntó Michael.
Bess se volvió y observó que Michael la miraba mientras masticaba con la boca cerrada, como el hombre bien educado que era. Sus labios eran muy sensuales. Bess apartó la vista y respondió:
– Sí. Fui a su apartamento la noche después de la cena.
– ¿Te sientes mejor ahora?
– Sí.
– Mírala -indicó Michael mientras sostenía en la mano un vaso de té helado.
Bess observó a su hija, que reía con alegría mientras charlaba con su prometido. Saltaba a la vista que ambos se sentían muy felices.
– Míralos a los dos -corrigió Bess-. Lisa me convenció de que Mark es el hombre de su vida. Me emocionó tanto esa noche que casi me hizo llorar.
– ¿Y qué hay de tu vestido de novia?
– Se lo pondrá.
Bess advirtió que Michael la observaba y se rindió al impulso de mirarlo a los ojos. Se sintieron embargados por la tristeza y la inquietud.
– Cuesta aceptar que ya tiene edad suficiente para casarse, ¿verdad? -dijo él.
– Sí. Parece que fue ayer cuando nació.
– Lo mismo ocurre con Randy.
– Es verdad.
– Sospecho que nos está mirando y se pregunta que ocurre aquí.
– ¿Ocurre algo aquí? -inquirió ella.
– Estás espléndida esta noche, Bess.
La mujer se estremeció y notó que se sonrojaba mientras cortaba un trozo de jamón.
– ¡Por Dios, Michael, esto es absurdo!
– Bueno, pero es cierto. ¿Qué hay de malo en que te lo diga? Has cambiado mucho desde que nos divorciamos.
El comentario la enojó.
– Estás muy lisonjero, Michael. ¿Cuánto hace que te separaste de tu esposa? ¿Un mes? ¿Dos? Y ahora sales con que estoy espléndida. ¡No me insultes, Michael!
– No era ésa mi intención.
En ese momento Jake Padgett se levantó con el vaso de té helado en la mano.
– Creo que deberíamos hacer un brindis. No se me da muy bien, de modo que tendréis que ser pacientes conmigo. -Se frotó la ceja izquierda antes de agregar-: Mark es el primero de nuestros hijos que se casa y, como es natural, esperábamos que eligiera a alguien que nos gustara. Es evidente que nuestro deseo se cumplió cuando trajo a Lisa a casa. Nos sentimos muy dichosos y sabemos que hará a Mark el hombre más feliz de Minnesota cuando se case con él. Sólo quiero añadir que nos alegramos de teneros a ti, Lisa, y a tu familia con nosotros esta noche. -Dedicó una inclinación de la cabeza a Michael y a Bess y después a Randy. A continuación alzó su copa hacia la pareja de novios-. Por Lisa y Mark, para suavizar el camino que tienen por delante. Nosotros estaremos siempre a vuestro lado.
Todos se unieron al brindis. Jake tomó asiento, y Michael y Bess se comunicaron con la mirada, algo que sólo las parejas que llevan muchos años juntas saben hacer.
«Alguien tendría que hacer un brindis por nuestra parte.»
«¿Vas hacerlo tú?»
«No, tú.»
Michael se levantó, se ajustó la corbata y elevó su copa.
– Jake, Hildy, gracias por invitarnos. No hay mejor manera de que una pareja inicie su andadura que con sus familias unidas para ofrecerles su apoyo. La madre de Lisa y yo estamos orgullosos de ella y satisfechos de que haya escogido a Mark como su futuro esposo. Lisa, Mark, tenéis todo nuestro cariño. ¡Buena suerte!
Terminado el brindis, Michael se sentó. Bess estaba emocionada. No había habido una sola palabra discordante en su discurso. Sí, era la mejor manera de que una pareja comenzara su vida en común, pero qué agridulce resultaba ver reunida a su familia por primera vez sabiendo los sentimientos que latían en el interior de cada uno. Antes, al observar que Michael cruzaba el salón para saludar a Randy, se había sentido esperanzada, pero cuando su hijo dio media vuelta y se alejó quedó desolada. La había invadido la nostalgia al sentarse junto a Michael, después la amargura y ahora se sentía sencillamente desconcertada.
Era una mujer divorciada e independiente. Había demostrado que podía vivir sola, crear un negocio, mantener una casa y un coche. Sin embargo, en esa ocasión tan especial, debía reconocer que le faltaba lo principal. El brindis que Michael había pronunciado les había proporcionado a ambos una fuerte sensación de seguridad, aunque fuera falsa, y había despertado en ellos un deseo vehemente de lo que habían perdido: una familia unida, lo que habían anhelado cuando concibieron a sus hijos.
Al notar que lo observaba Michael volvió la cabeza, y Bess se apresuró a desviar la mirada.
Se sirvieron el café y el postre, un bizcocho relleno de frutas. Bess observó que Michael miraba a Randy, quien no prestó la menor atención a su padre y siguió charlando con la hija de diecisiete años de los Padgett.
– Ha sido precioso el brindis que has ofrecido -comentó Bess para romper el hielo. Mark ensartó un trozo de bizcocho con el tenedor y lo sostuvo en alto.
– Todo este asunto está resultando más penoso de lo que pensaba.
Ella resistió el impulso de ponerle la mano en el brazo.
– No te des por vencido con él, Michael. Por favor.
Rodeados de gente que acababan de conocer, los dos adoptaron una expresión serena.
– Me siento dolido -admitió Michael.
– Lo sé. A él le ocurre lo mismo. Por eso no puedes darte por vencido.
Michael dejó el tenedor sobre la mesa y levantó la taza mientras miraba a su hijo.
– En realidad me odia.
– Creo que quiere odiarte, pero le cuesta.
Michael tomó un trago de café y se volvió hacia Bess.
– ¿Por qué de repente pretendes que Randy y yo nos reconciliemos? -preguntó.
– Porque eres su padre. Comienzo a ver el daño que hemos causado al forzar a los chicos a tomar parte en la guerra fría que emprendimos.
Él depositó su taza sobre la mesa, exhaló un suspiro de cansancio y se recostó contra la silla.
– Está bien, Bess, lo intentaré.
Randy se mostró huraño durante el camino de regreso a casa.
– ¿Quieres decirme de una vez qué te pasa? -inquirió Bess.
El muchacho le lanzó una mirada fugaz.
– ¿Randy? -insistió ella.
– ¿Qué ocurre contigo y con el viejo?
– Nada, no lo llames «el viejo». Es tu padre.
Randy miró un instante por la ventanilla del coche.
– ¡Mierda! -masculló.
– Desea llevarse bien contigo -explicó Bess-. ¿No te das cuenta?
– ¡Fantástico! -exclamó Randy-. De repente ha recordado que es mi padre y espera que le bese el trasero. No olvides, mamá, que durante estos últimos seis años no has disimulado lo mucho que le odias.
– Bueno, quizá me equivoqué. Me temo que no debí haberte impuesto mis sentimientos.
– Tengo mis propios criterios, mamá. Soy lo bastante inteligente para darme cuenta de que se comportó como un sinvergüenza. ¡Se acostaba con otra mujer y destrozó nuestro hogar!
– ¡De acuerdo! -vociferó Bess-. De acuerdo -repitió más calmada-, lo hizo, pero a veces es preciso perdonar.
– ¡No puedo creer lo que oigo! Te ha reconquistado con sus artimañas. Te retira la silla, hace un brindis y te colma de atenciones después de que su mujer lo haya abandonado. ¡Me da asco!
Bess sintió remordimientos por haberle inculcado tanto odio sin pensar en los efectos que tendría sobre él. La amargura que el muchacho experimentaba podía embrutecer sus sentimientos.
– Randy, lamento mucho que pienses de esa manera.
– Tú has cambiado de opinión con bastante rapidez -reprochó él-. Hace menos de una semana estabas de acuerdo conmigo. Me duele ver cómo te engaña por segunda vez.
Se sintió irritada con su hijo por expresar lo que ella misma había pensado, al tiempo que se recriminaba los chispazos de deseo que le habían asaltado durante la cena.
Al día siguiente era domingo. Por la mañana había misa, precedida por una batalla para obligar a Randy a levantarse y acudir a la iglesia. Después comieron pechugas de pollo con patatas asadas sin apenas conversar. Randy se marchó tan pronto como hubo acabado a casa de su amigo Bernie, según explicó, para ver un partido de fútbol en la televisión.
El silencio invadió el hogar cuando se fue. Bess limpió la cocina, se puso un chándal y se dirigió a la planta baja, donde las estancias silenciosas y solitarias contagiaban una melancolía amplificada por el día brillante que se veía tras las ventanas. Intentó dibujar algún plano, pero le resultaba difícil concentrarse, de modo que se levantó de la mesa del comedor y empezó a caminar de una ventana a otra, contempló el jardín, el río helado, un nido de ardillas en el roble del vecino, las sombras azules de las ramas del arce sobre la prístina nieve. Se sentó para reanudar el trabajo, pero desistió una vez más, perturbada por los pensamientos sobre Michael y su familia dividida. Se dirigió al salón, pulsó la tecla del “do” en el piano y la mantuvo apretada hasta que la nota se apagó.
De nuevo se situó junto a la ventana, con los brazos cruzados.
Observó que en un jardín cercano un grupo de niños jugaba con un trineo.
Cuando Randy y Lisa eran pequeños, Michael y ella los habían llevado, en una tarde de domingo muy parecida a ésa -brillante, deslumbradora- al parque Theodore Wirth de Mineápolis. Habían cogido trineos de plástico rojo en forma de bote, suaves y veloces, y elegido una colina con nieve fresca, intacta. Cuando Michael se deslizó por la pendiente, el trineo dio un giro de ciento ochenta grados, y realizó el resto del trayecto de espaldas. Al llegar abajo chocó contra un ventisquero, saltó del vehículo y rodó por el suelo. Ese año se había dejado crecer la barba y el bigote, que al igual que su pelo quedaron blancos. El gorro de lana había desaparecido. Sólo por milagro tenía las gafas en su lugar, pero detrás de los cristales se agolpaba la nieve.
Cuando por fin logró incorporarse, parecía un ser desvalido. Entonces los demás echaron a correr hacia él sin dejar de reír, cayeron de culo y gritaron hasta quedar sin aliento.
Años más tarde, cuando el matrimonio empezó a perder su solidez, Michael había dicho desconsolado:
«Ya nunca nos divertimos, Bess. Jamás nos reímos.»
Se apartó de la ventana y se acercó a la chimenea, que estaba apagada. La edición dominical del Pioneer Press Dispatch yacía desparramada sobre el sofá. Con un suspiro, cogió las distintas secciones y empezó a ordenarlas. Desconsolada, abandonó la tarea y se dejó caer en una silla.
Permaneció sentada en silencio.
Con mil preguntas.
Marchita.
Consumida.
No le resultaba fácil llorar. Su soledad, empero, era tan abrumadora que notó cómo las lágrimas asomaban a sus ojos. En un impulso descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de su madre.
Stella Dorner contestó con su jovialidad habitual:
– ¿Diga?
– Hola, mamá, soy Bess.
– ¡Qué casualidad! Ahora mismo estaba pensando en ti.
– ¿Y qué pensabas?
– Que no he hablado contigo desde el lunes pasado y debía llamarte.
– ¿Estás ocupada?
– Estaba viendo en la tele cómo vapulean a los Vikingos de Minnesota.
– ¿Puedo ir a verte? Me gustaría hablar contigo.
– Por supuesto, me encantaría. ¿Te quedarás a cenar? Prepararé costillas de cerdo a la parrilla con cebolla y limón encima.
– Delicioso.
– ¿Vendrás pronto?
– En cuanto me ponga los zapatos.
– Te espero, querida.
Stella Dorner vivía en una casa cerca del campo de golf de Oak Glen, en la zona oeste de Stillwater. La había comprado un año después de la muerte de su esposo, la había decorado con muebles nuevos y alegres y había declarado que no la habían enterrado con él, que la vida continuaba. A pesar de que contaba casi sesenta años, seguía trabajando de enfermera en el hospital Lakeview Memorial; tomaba lecciones de golf, participaba en la liga femenina de Oak Glen y era miembro de un coro religioso en St. Mary, así como de la Sociedad Violeta Africana de Estados Unidos, que se reunía cada trimestre en distintos lugares de las Ciudades Gemelas (St. Paul y Mineápolis). Visitaba con frecuencia a su hija Joan en Denver, y en cierta ocasión viajó a Europa en compañía de sus hermanas de Phoenix y Coral Gabies. A menudo se apuntaba a excursiones organizadas y por lo menos una vez a la semana dedicaba su tiempo a los ancianos del sanatorio privado de Maple Manor y les preparaba pastelitos. Los lunes jugaba al bridge, los martes veía la serie de televisión Treinta y tantos, la mayoría de los miércoles iba al cine, a la sesión de precio reducido, y todos los viernes se sometía a un tratamiento facial. Una vez se había inscrito en una agencia que concertaba citas, pero se quejó de que ninguno de los viejos que le habían dado como pareja podía mantener su ritmo.
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