La reflexión del sol sobre el lago helado proyectaba dibujos luminosos sobre el techo, interrumpidos por franjas de sombra de las ramas desnudas de los olmos. El edificio estaba en absoluto silencio, y era lógico, ya que no se permitían niños y los moradores pudientes se habían marchado para pasar el invierno en el sur, de modo que raras veces se cruzaba con alguien, ni siquiera en el ascensor.

Era solitario.

Había pensado en ello la noche anterior, así como en su encuentro con Randy. Cerró los ojos y recordó a su hijo, de diecinueve años, tan parecido físicamente a él y con tanta animosidad. Evocó la conmoción que le provocó verlo de nuevo, y se reprodujeron los sentimientos encontrados de la velada: amor, esperanza, decepción y una sensación de fracaso que le oprimía el pecho.

Abrió los ojos y observó los reflejos del techo.

Qué doloroso resultaba verse repudiado por su propio hijo. Quizá, como Bess había afirmado, él era culpable por haberse apartado de Randy, pero ¿acaso no era también responsable el muchacho al negarse a verlo? Por otra parte, si Bess hubiera percibido el sufrimiento que experimentó al verlo entrar en la casa de los Padgett, habría reconsiderado sus palabras.

Ese muchacho -ese hombre- era su hijo, cuyos últimos seis años de crecimiento Michael se había perdido contra su voluntad. Si Bess lo hubiera alentado, o si no le hubiese contagiado su animadversión hacia él a Randy, Michael lo habría visto durante ese período. Había infinidad de cosas que podían hacer juntos, en especial salir de caza y disfrutar de la vida al aire libre. En lugar de eso, Michael había sido excluido de todo, hasta de la ceremonia de graduación de Randy en la escuela secundaria. Por supuesto, se había enterado de que el chico acababa sus estudios. Al no llegarle ningún aviso oficial, había llamado a Bess para preguntarle al respecto pero… «No quiere que vayas», había respondido ella.

Entonces le envió dinero, quinientos dólares. Nunca hubo un acuse de recibo, ni escrito ni verbal, salvo por parte de Lisa, quien cuando Michael la telefoneó unas semanas después le informó: «Los ha dado como señal para un equipo de instrumentos de percusión que valen trescientos dólares.»

Instrumentos de percusión.

¿Por qué Bess no había tratado de convencerle de que fuera a la universidad? ¿O a la escuela de artes y oficios? Cualquier cosa era mejor que ese mediocre empleo en un almacén. Después del empeño de Bess por terminar su carrera universitaria, cabía esperar que adoptara una posición fuerte al respecto con sus hijos. Tal vez lo había hecho y no había dado resultado.

Bess…

¡Dios, cómo había cambiado! ¡La noche anterior, cuando la vio entrar en el hogar de los Padgett, le había sucedido la cosa más loca! Había sentido una pequeña descarga. Sí, era una locura, de acuerdo, porque Bess tenía ahora una agudeza, una severidad que él encontraba abrasiva. No obstante, era la madre de sus hijos y, a pesar de sus esfuerzos por mantener las distancias respecto a él, compartían el pasado, que pesaría por siempre sobre su prolongada separación. Habría apostado cualquier cosa a que Bess también era consciente de ello. Sentados juntos a la mesa, con Lisa y Randy frente a ellos, ¿cómo podían negar el peso de la memoria?

Desfilaron por su mente los recuerdos de sus comienzos. Bess estaba en la escuela secundaria cuando él, ya en su segundo año de la universidad, regresó a casa para disfrutar de unas breves vacaciones y descubrió que ella había crecido de golpe. La primera vez que la besó se encaminaban hacia su coche después de ver un partido de fútbol del equipo de la Universidad de Minnesota, en el otoño de 1966. La primera vez que hicieron el amor fue una tarde de domingo, hacia el final de su último curso de la carrera, cuando con un grupo de amigos fueron a Taylors Falls con comida, discos para practicar lanzamiento y gran cantidad de mantas. Se casaron un año después, él recién salido de la universidad, ella con tres cursos más por delante. Habían pasado la noche de boda en la suite nupcial del hotel Radisson, en el centro de Minneapolis.

La habitación había sido un regalo sorpresa de los padres de Bess, mientras que un grupo de amigas le habían comprado un camisón de encaje blanco y una bata transparente a juego. Recordó el momento en que ella salió del cuarto de baño con el conjunto. Él esperaba con un pijama azul, y ambos se sintieron tan turbados como si nunca hubieran hecho el amor. Entonces pensó que nunca olvidaría los detalles de aquella noche, pero con el correr del tiempo se volvieron borrosos. Lo que sí recordaba con toda claridad era el despertar a la mañana siguiente. Era un día soleado de junio y sobre el tocador había una cesta de frutas enviada por la gerencia del hotel y dos copas de la noche anterior, medio llenas de champán, ya sin burbujas. Al abrir los ojos había encontrado a Bess tendida a su lado, otra vez con el camisón puesto, y se había preguntado cuándo se habría levantado para enfundárselo y si esperaba que él también usara el pijama toda la noche. De ser así, resultaría que era una mojigata, a pesar de haber accedido a mantener relaciones sexuales prematrimoniales. Unos minutos más tarde Bess había despertado con una sonrisa en los labios y se había estirado tendida de costado de cara a él, con las manos juntas cerca de las rodillas. Él había tenido una erección de sólo mirarla.

– Hola.

– Hola -repuso él.

Permanecieron acostados largo rato, observándose, cautivados por la novedad y la maravilla que suponía despertar juntos. Michael recordó que a Bess se le habían encendido las mejillas y supuso que a él le había sucedido lo mismo.

– ¿Te das cuenta? -había dicho ella-. A partir de ahora nos despertaremos juntos durante el resto de nuestra vida.

– Excitante, ¿eh?

– Sí, bastante excitante -había susurrado ella.

– Te has puesto otra vez el camisón.

– No puedo dormir sin nada encima. ¿Y tú?

La sábana lo cubría hasta las costillas.

– Yo no tengo ese problema -había respondido-, pero tengo otro…

Ella le había puesto una mano sobre la cadera. Recordaba con gran nitidez lo que siguió, ya que nunca en su vida había experimentado nada tan increíble como lo de esa mañana. Habían mantenido relaciones sexuales con frecuencia antes del matrimonio, pero habían comportado ciertas limitaciones. Esa soleada mañana de junio, cuando ella le tendió los brazos, esas limitaciones se desvanecieron. Estaban casados, se pertenecían uno al otro, y eso suponía un cambio. Los votos pronunciados les otorgaban licencia y gozaron de ella.

Él la había visto medio desnuda, casi desnuda, la había desnudado de la cintura para abajo muchas veces. Habían hecho el amor a la luz del sol, arropados con una manta; a la claridad de la luna envueltos en las sombras y en el coche, debajo de los faroles de la calle y con las medias puestas. Incluso en su noche de bodas habían dejado encendida sólo la luz del baño para que arrojara un reflejo mortecino desde un rincón. En cambio esa mañana el sol había derramado todo su resplandor por una amplia ventana, él había apartado la sábana, ella se había quitado el camisón y los dos se habían regalado los ojos por primera vez. En ese sentido eran vírgenes, y nada de lo que él había experimentado antes había sido tan dulce.

Les sirvieron el desayuno en una mesa con ruedas, adornada con un mantel de lino y una rosa roja. Mientras comían, se observaron y comprendieron que su dicha era tan intensa que eclipsaba cualquier felicidad pasada.

Lo que recordaba con mayor claridad de ese día era la entrega de ambos. Se habían conocido en una época en la que numerosas parejas jóvenes renunciaban al matrimonio y optaban por vivir juntas sin casarse. Ellos habían discutido esa posibilidad, pero decidieron que se amaban y querían comprometerse de por vida.

Después del desayuno volvieron a hacer el amor y, después de ducharse, caminaron hasta St. Olaf para oír misa.

El 8 de junio de 1968, el día de su boda.

Ahora era enero de 1990, y él daba vueltas en su colchón, en un apartamento vacío, vestido con un pantalón gris de gimnasia, excitado una vez más por los recuerdos.

Olvídalo, Curran. Bess no te quiere y tú tampoco a ella. Además, tu hijo te trata como a un leproso.

Se dirigió al baño, encendió la luz, se miró al espejo y se quitó las legañas de los ojos. Se enjuagó la boca con un colutorio con sabor a canela durante los treinta segundos recomendados y se cepilló los dientes con abundante dentífrico rojo. Bess siempre le daba una perorata por usar demasiada pasta dental. «No necesitas tanta -le decía-; la mitad de eso es suficiente.» Ahora, ¡maldita sea!, empleaba tanta como le daba la gana y nadie lo sermoneaba. Una vez que hubo acabado, mostró los dientes al espejo y pensó: Míralos, Bess, son bastante perfectos para un hombre de cuarenta y tres años, ¿eh? Su dentadura le proporcionaba un curioso consuelo esa mañana en su amplio, vacío y silencioso apartamento.

Se secó la boca, arrojó la toalla al suelo y fue a la cocina. Las baldosas eran blancas, tenía alacenas de formica del mismo color con los bordes de roble amarillo y se comunicaba por medio de puertas correderas de vidrio con un comedor que daba a un pequeño parque con un torreón. Todas sus existencias, apiladas como una enorme isla en el centro de la cocina, parecían la manzana de una ciudad vista desde nueve mil metros de altura; café instantáneo, una caja de copos de cereal, una hogaza de pan, una terrina de manteca de cacao, otra de jalea de uvas, media barra de margarina envuelta en papel de aluminio dorado y un puñado de sobres de azúcar, además de una cuchara y un cuchillo de plástico que había cogido de un restaurante.

Se quedó un rato mirando la colección.

Dos veces he permitido que las mujeres me saquen hasta el último centavo. ¿Cuándo voy a aprender?, se dijo.

El destello fugaz de otro recuerdo acompañó a ese pensamiento: los cuatro -él, Bess, Randy y Lisa- durante esos años felices, cuando los chicos tenían edad suficiente para sentarse a la mesa y balancear las piernas sin que las puntas de los pies tocaran el suelo. Lisa, recién llegada de la iglesia, con el pelo recogido en una cola de caballo y acodada sobre la mesa, había cogido una tostada y la mordisqueaba sin dejar de mover los pies.

– Esta mañana he visto a Randy hurgándose la nariz en la iglesia y limpiándose los dedos bajo el banco. ¡Huaajjj!

– ¡Miente! ¡Ni siquiera lo he tocado!

– ¡Lo has hecho! ¡Te he visto, Randy! ¡Eres un maleducado!

– Mamá, Lisa siempre miente -había replicado Randy con un tono que evidenciaba que era culpable de lo que se le acusaba.

– ¡Nunca más me sentaré en ese banco!

Bess y Michael se habían mirado con los labios apretados para reprimir la risa.

– Randy se hurga la nariz en la iglesia -había intervenido Bess-, y su papá lo hace cuando se para ante un semáforo en rojo.

– No es verdad -había exclamado Michael.

– ¡Si lo es! -había replicado Bess.

Entonces toda la familia había prorrumpido en carcajadas, antes de que Bess pronunciara un sermón sobre la higiene y la necesidad de usar los pañuelos.

Los desayunos de los domingos eran muy alegres entonces.

Michael vertió una pequeña cantidad de cereales en un bol de plástico blanco, los cubrió con leche que sacó de la nevera, por lo general vacía, abrió un sobre de azúcar, cogió la cuchara de plástico y volvió a los colchones. Acomodó las almohadas contra la pared, encendió el televisor y se sentó para desayunar.

Sin embargo, no se había levantado para ver a los predicadores evangelistas o los dibujos animados, y pronto su mente se concentró de nuevo en la perturbadora maraña de las relaciones familiares que trataba de desenredar. Por enésima vez en su vida deseó haber tenido hermanos. Sería grato descolgar el auricular del teléfono y decir: «Hola, ¿me invitas a un café?», o charlar con alguien que había compartido el pasado, los padres, algunos recuerdos cálidos, tal vez unas pocas peleas; la varicela, la maestra de primer grado, la ropa de adolescente, una novia, los pastelitos de mamá. Alguien que supiera todo cuanto había luchado en la vida y a quien le importaran su felicidad y su estado de ánimo.

¿Cuál era su estado de ánimo? Se sentía solo y un tanto abatido mientras le asaltaban las preguntas: qué hacer para recuperar a Randy, cómo aprovechar la boda para reconciliarse con él, qué táctica adoptar con Bess, cómo alejar de sí la nostalgia. Además, pronto sería abuelo. Necesitaba hablar de todo eso.

Sin embargo no tenía con quien charlar, ningún hermano, y se sentía tan frustrado y solo como siempre.

Se levantó, se duchó, se afeitó y se vistió. A continuación trató de trabajar un rato en su escritorio, que se hallaba en una de las otras dos habitaciones, pero el silencio y el vacío eran tan deprimentes que tuvo que salir.