Decidió ir a comprar muebles. Los necesitaba con urgencia y al menos por la calle vería gente. Se dirigió a Dayton’s, en la carretera 36, con la intención de adquirir todo el mobiliario del salón y pedir que se lo enviaran de inmediato, pero para su desaliento descubrió que por lo general tardaban más de seis semanas en mandar los pedidos. Además, no había llevado ninguna muestra de la moqueta ni del papel pintado y no tenía ni idea de lo que quería.

A continuación fue a Levitz, donde recorrió los pasillos entre las habitaciones amuebladas y trató de imaginar esas piezas en su apartamento, pero enseguida se percató de que ignoraba qué colores quedarían bien. Entonces cayó en la cuenta de que las casas en que había vivido las habían decorado siempre mujeres, y que él carecía de gusto para esas cosas.

Después entró en la tienda de comestibles Byerly’s. Miró largo rato los pollos frescos mientras se preguntaba cómo preparaba Darla ese plato llamado fricassée. Al ver costillitas de cerdo recordó que Stella las servía con cebolla y rodajas de limón, pero ignoraba cómo las asaba para que quedaran crujientes. ¿Jamón? Eso sería más sencillo, si bien lo que le apetecía en realidad era un puré de patatas con salsa de jamón, según la receta de Bess.

¡Caramba! Se alejó de allí y se encaminó hacia el mostrador de las comidas preparadas, pidió una ensalada mixta y compró una sopa de arroz para la cena.

Caía la tarde cuando se dirigió a su casa, una hora melancólica. El sol del ocaso se reflejaba en el espejo retrovisor mientras conducía hacia su apartamento vacío. Dejó el coche en el aparcamiento subterráneo, en el garaje del subsuelo, subió en el ascensor y fue directamente a la cocina, donde calentó la sopa en el horno microondas y se sentó al alto mostrador.

La idea se le ocurrió entonces, cuando comía la sopa de un recipiente de cartón con una cuchara de plástico. Necesitas un decorador, Curran.

Conocía a uno, y muy bueno, además.

Por supuesto, eso podía ser sólo una excusa para llamarla, por más que de verdad necesitaba un profesional, pues ni siquiera tenía una mesa de cocina donde sentarse a comer. Sin embargo, era poco probable que Bess creyera que quería amueblar el apartamento; pensaría que buscaba otra cosa.

Podía llamar a algún otro. Sí, claro que podía, pero era domingo y a nadie se le ocurriría ponerse en contacto con un decorador de interiores en un día festivo.

Contempló el crepúsculo a través de la ventana. Si la telefoneaba, lo tomaría por un imbécil. Así pues, se quedó sentado, golpeándose la rodilla con la cuchara de plástico.

A las ocho de la noche se armó por fin de valor y marcó su antiguo número de teléfono. Lo recordaba de memoria.

Bess contestó al tercer timbrazo.

– Hola, Bess; soy Michael. Se hizo un largo silencio.

– Hola, Michael.

– ¿Sorprendida?

– Sí.

– Yo también.

Michael estaba sentado en el borde del colchón, con las mantas desordenadas. No sabía qué decir a continuación.

– Fue agradable la cena de anoche.

– Sí.

– Los Padgett son muy amables.

– Sí, a mí también me lo pareció.

– Lisa podía haber tenido peor suerte.

– Es muy feliz, y después de conocer a la familia de Mark no tengo ninguna objeción a su matrimonio.

Cada silencio que se producía resultaba más embarazoso.

– ¿Cómo está Randy? -preguntó Michael.

– Apenas lo he visto. Fuimos a misa y, cuando volvimos, se marchó enseguida para ver un partido con su amigo.

– ¿Te comentó algo anoche?

– ¿Sobre qué?

– Sobre nosotros.

– Sí. Dijo que esperaba que no me engañaras otra vez. Escucha, Michael, ¿querías algo en particular? Tengo trabajo y me gustaría acabarlo esta noche.

– Habíamos acordado ser corteses por el bien de los chicos.

– En efecto, pero…

– Mira, Bess, me ha costado un gran esfuerzo llamarte y tú empiezas por mostrarte insultante.

– ¡Me has preguntado qué dijo Randy y te he contestado!

– Está bien… -repuso, más calmado-. Está bien, olvidémoslo. Lamento haberte preguntado por él. Además, te telefoneaba por otra cosa.

– ¿Qué cosa?

– Quiero contratarte.

– ¿Para qué?

– Para que decores mi apartamento.

Bess permaneció un instante en silencio, después soltó una carcajada.

– ¡Oh, Michael, esto sí es divertido!

– ¿Qué tiene de divertido?

– ¿Quieres contratarme para que decore tu apartamento?

– Así es -respondió.

– ¿Has olvidado cómo te opusiste a que fuera a la universidad para obtener un título?

– Eso no tiene nada que ver. Necesito un decorador. ¿Aceptas el trabajo o no?

– En primer lugar, pongamos las cosas claras. No soy decoradora, sino diseñadora de interiores. Al parecer aún no has entendido la diferencia.

– ¿Qué diferencia hay?

– Cualquiera con un negocio de pinturas puede proclamarse decorador. Yo me licencié por la Universidad de Minnesota hace cuatro años y soy miembro de la Federación de Diseñadores de Interiores.

– De acuerdo, pido disculpas. No volveré a cometer ese error, señora diseñadora de interiores. ¿Te interesaría diseñar el interior de mi apartamento? -preguntó con sarcasmo.

– No soy estúpida, Michael. Soy una mujer de negocios. No me importa concertar una visita a domicilio. Hay un recargo de cuarenta dólares por gastos de desplazamiento, que aplicaré al coste del mobiliario que desees encargar.

– Muy bien.

– De acuerdo. Dejé mi agenda en el negocio, pero sé que tengo libre la mañana del viernes próximo. ¿Te va bien?

– Perfecto.

– Sólo para que sepas a qué atenerte, te diré que la visita domiciliaria consiste en una serie de preguntas que me ayudarán a conocer tus gustos, tu presupuesto, tu estilo de vida y cosas como ésas. En esta ocasión no llevaré muestras ni catálogos; todo eso vendrá después. Durante esta visita inicial, sólo hablaremos y yo tomaré notas. ¿Vive alguien más en el apartamento?

– ¡Por el amor de Dios, Bess…!

– Lo pregunto como profesional. Es importante que todas las personas que viven en una casa estén presentes en esta primera consulta y participen en los proyectos de forma activa desde el principio. Así se eliminan problemas ulteriores, cuando el que no estuvo en la reunión sale con un: «Un momento, sabes que detesto el azul!» O el amarillo, o las máscaras africanas, o las mesas con superficie de vidrio. A veces oímos comentarios como: «¿Qué ha pasado con la lámpara de la tía abuela Myrtle?» Te sorprenderían los gustos tan extraños que tiene la gente.

– No; no vive nadie conmigo.

– Bien, eso simplifica las cosas. Quedamos el viernes a las nueve, si te viene bien.

– Muy bien. Te diré cómo llegar hasta aquí.

– Ya lo sé.

– ¿Ya lo sabes?

– Randy me lo indicó.

– Oh… -Por un instante Michael se había hecho la ilusión de que Bess se había tomado la molestia de ver el lugar donde residía después de que él le hubiera entregado su tarjeta-. Hay un sistema de seguridad, de modo que llama desde el vestíbulo -añadió.

– De acuerdo.

– Bueno, entonces nos vemos el viernes.

– Sí. Adiós, Michael.

– Adiós.

Cuando colgó el auricular, Michael frunció el entrecejo mientras clavaba la vista en el teléfono.

– ¡Vaya! ¡Madame diseñadora de interiores!

Se hizo el silencio después de ese arranque. Se oyó el clic de la caldera al encenderse, seguido del zumbido de la calefacción. La noche apretaba su negrura contra las ventanas sin cortinas. La lámpara del techo arrojaba una luz desagradable sobre la habitación. Se tendió en el colchón con las manos bajo la nuca. Un revoltijo de sábanas y mantas creaba un bulto incómodo debajo de él. Se apartó hacia un lado, todavía con expresión ceñuda.

Es probable que esto sea un error, pensó.

Recordó la decoración infame que Doris Day había perpetrado en el apartamento de Rock Hudson en Confidencias a medianoche. Ah, las borlas de terciopelo rojo, las cortinas verde pálido, la cabeza de alce, la pianola anaranjada, las cortinas de abalorios, las diosas de la fertilidad, la estufa panzuda y la silla fabricada con astas de venado…

Era tentador.

Decididamente tentador.


A la noche siguiente, Lisa fue a la casa de su madre para probarse el traje de novia. Estaba guardado en el sótano, en un cubículo sin ventanas junto al lavadero, dentro de una bolsa de plástico que colgaba de las vigas del techo. Bajaron juntas. Bess tiró de una cadena para encender la luz y una bombilla de 40 vatios extendió una lúgubre mancha amarilla sobre el compartimiento atestado, un sarcófago de dos metros por cuatro que olía a moho.

Bess miró en derredor y tiritó. Después alzó la vista hacia la hilera de ropa colgada.

– No creo que ninguna de las dos pueda llegar. En el lavadero hay una escalerita. ¿Te importaría traerla, Lisa?

Cuando Lisa salió, Bess empezó a apartar cajas y muebles pequeños, una red de bádminton, una funda con una guitarra de veinticinco dólares que habían comprado a Randy cuando tenía doce años, antes de que descubriera su pasión por los instrumentos de percusión. Algunas cajas de cartón tenían etiquetas: ropa de bebé, muñecas de Lisa, juegos, cuadernos escolares. Representaban muchos años de recuerdos acumulados.

Lisa volvió y, mientras Bess colocaba la escalerita en el estrecho espacio, aquélla abrió una caja.

– Oh, mamá, mira…

De una caja de puros sacó una foto escolar en la que aparecía ella; le faltaban los dos incisivos y llevaba el pelo peinado con la raya al lado y sujeto con un pasador.

– Segundo curso, con la señorita Peal. Donny Carry decía que estaba enamorado de mí y todas las mañanas dejaba sobre mi pupitre unos caramelos en forma de corazón, con un mensaje diferente cada vez. «Quiero que seas mía, preciosa.» Era una verdadera conquistadora, ¿eh, mamá?

Bess miró la foto.

– Oh, recuerdo ese vestido. La abuela Dorner te lo regaló por Navidad y te lo ponías siempre con calcetines colorados y zapatos de charol.

– Papá solía llamarme su pequeño duende cuando lo llevaba.

– Hace mucho frío aquí -observó Bess-. Busquemos el vestido y subamos.

Bess cogió el traje de novia, y Lisa, la caja de cigarros. Mientras ascendían por la escalera, Lisa ojeaba los boletines, las viejas fotos dobladas y las notas de sus amigos de la infancia. Bess retiró del vestido la polvorienta bolsa de plástico y lo sacudió. Lo llevó arriba y encontró a Lisa en su antigua habitación, sentada sobre la cama con las piernas cruzadas.

– Mira esto…

Bess tomó asiento a su lado, con el traje doblado sobre su regazo.

– Es una nota de Patty Larson -continuó Lisa-. «Querida Lisa, te espero en el descampado después del almuerzo; trae tu muñeca Melody y todas tus Barbies y organizaremos un concierto.» ¿Te acuerdas de que Patty y yo acostumbrábamos hacer eso? Teníamos unas linternitas de bolsillo y simulábamos que eran micrófonos, colocábamos a las muñecas como si fueran nuestro público y cantábamos.

Abrió los brazos, chasqueó los dedos y entonó un par de estrofas de Don’t go breaking my heart. Cuando hubo terminado, se echó a reír y añadió:

– Recuerdo que una vez organizamos un espectáculo para ti y papá. Nos vestimos con algunos trajes de baile de su hermana, fabricamos unos pequeños boletos y les cobramos la entrada.

Bess también se acordaba. Sentada junto a Bess, desabrochó los botones de la espalda de su vestido de novia al tiempo que evocaba esos días felices, antes de que empezaran los problemas entre ella y Michael. Aunque en ocasiones le embargaba la nostalgia, era una persona realista que sabía que no eran más que relámpagos pasajeros. Ella y Michael nunca volverían a ser marido y mujer, por mucho que Lisa lo deseara.

– ¿Por qué no te pruebas el vestido? -sugirió con dulzura.

Lisa dejó a un lado la caja de cigarros y se puso en pie. Minutos después Bess pasó veinte presillas de raso alrededor de veinte botones de perla mientras Lisa se miraba en el espejo del tocador.

– Me queda bien -comentó Lisa.

– Yo usaba entonces la talla treinta y ocho, tú gastas la treinta y seis. Aunque en estas pocas semanas que faltan te aumente un poco la tripita, no habrá ningún problema.

Las dos estudiaron la imagen de Lisa en el espejo. El vestido tenía un cuello levantado recamado con mostacilla, sobre un corpiño de encaje en forma de V que terminaba con una punta sobre el estómago. Las mangas eran abombadas, largas hasta el codo, y de la amplia falda de raso partía una cola ribeteada con bordados de cuentas y lentejuelas. A pesar de llevar tanto tiempo guardado, no estaba descolorido.

– Es precioso, ¿verdad, mamá?

– Sí, lo es. Recuerdo lo contenta que me puse cuando mi madre dijo que podía comprarlo. Por supuesto, era uno de los más caros en la tienda, y pensé que diría que no, pero ya conoces a tu abuela. Le caía tan bien tu padre que habría accedido a cualquier cosa cuando se enteró de que iba a casarme con él.