Sin previo aviso, Lisa se apartó del espejo y se dirigió a la puerta.
– ¡Espera un minuto! -exclamó mientras salía.
– ¿Adónde vas?
– Enseguida vuelvo. ¡Quédate ahí!
Bajó por la escalera a toda prisa y regresó un minuto después. Entonces se dejó caer sobre la cama con un álbum de fotos sobre la falda.
– Estaba donde siempre, en la estantería del salón -explicó casi sin aliento.
– ¡Lisa, no revuelvas esas cosas del pasado!
Lisa había traído el álbum de la boda de Bess y Michael.
– ¿Por qué no? Quiero verlas.
– A mí no me apetece.
– Quiero ver cómo te quedaba el vestido.
– Tú deseas ver las cosas tal como solían ser, pero esa parte de nuestra vida terminó. Papá y yo estamos divorciados y así vamos a seguir.
– ¡Oh, mira…!
Lisa había abierto el álbum. Allí estaban Michael y Bess en un primer plano, mejilla contra mejilla; el velo de ella formaba una aureola alrededor de los dos.
– Estabas maravillosa, mamá, y papá… ¡guau, míralo!
Bess se conmovió. Se había mostrado intransigente durante años y empezaba a comprender el daño que su actitud había causado a sus hijos. En este punto decisivo de su vida, Lisa necesitaba evocar el pasado. Prohibirle explorar en él era negarle una parte de su herencia. Por otro lado, hacerle creer que existía una posibilidad de reconciliación entre sus padres era un verdadero desatino.
– Lisa, querida… -Bess le tomó la mano. Lisa la miró a los ojos-. Tu padre y yo tuvimos algunos años maravillosos.
– Lo sé. Los recuerdo.
– Me gustaría que las cosas hubieran ido mejor entre nosotros, pero no fue posible. Quiero que sepas, sin embargo, que me alegra que nos hayas obligado a relacionarnos. Aun cuando tu padre y yo no volvamos a estar juntos, es mejor que no exista animosidad entre nosotros.
– Papá dijo que estabas espléndida la noche de la cena.
– Lisa, querida, estás prendiendo los alfileres de tus esperanzas en el vacío.
– Bueno, ¿qué piensas hacer? ¿Casarte con Keith?
– ¿Quien piensa en casarse? Soy feliz así, como estoy. Tengo buena salud, el negocio marcha bien. Me mantengo ocupada, os tengo a ti y a Randy…
– ¿Y qué ocurrirá cuando Randy decida crecer? ¿Cuando se independice? -Señaló las paredes y agregó-: ¿Te vas a quedar sola en esta enorme casa vacía?
– Lo decidiré cuando llegue el momento.
– Mamá, prométeme una sola cosa… Si papá trata de acercarse a ti, te invita a salir o algo parecido, no te pongas furiosa ni lo humilles, por favor. Creo que intentará algo. Vi cómo te miraba mientras cenábamos.
– Lisa…
– Eres aún una mujer atractiva, mamá.
– ¡Lisa!
– Y en cuanto a papá, es uno de los hombres más apuestos de los alrededores.
– No quiero seguir hablando del asunto -zanjó Bess.
Después de esta conversación, Lisa se marchó pronto y se llevó el vestido para llevarlo a la tintorería. Bess subió al primer piso para apagar las luces de la antigua habitación de Lisa. Allí, sobre la cama, estaba el álbum de su boda, encuadernado en cuero blanco y con unas letras doradas que rezaban: bess y michael curran, 8 de junio de 1968.
El dormitorio parecía retener el olor añejo del vestido de novia y de la caja de cigarros, que Lisa había dejado olvidada. Un olor apropiado, pensó Bess. Se tendió sobre el colchón, tomó el álbum con una mano y con la otra pasó las páginas lentamente, pensativa, nostálgica.
Alternaba un sabor dulce con uno amargo a medida que los deseos opuestos de sus hijos la arrastraban en direcciones contrarias… Randy, el amargo; Lisa, la romántica.
Cerró el libro y permaneció tumbada sobre el lecho. Fuera, el perro de un vecino ladraba para que lo dejaran entrar en la casa. Abajo, en la cocina, se encendió el congelador automático y envió el silbido del agua en movimiento por las cañerías de la pared. En el mundo que la rodeaba, hombres y mujeres caminaban juntos por la vida, mientras ella yacía en la cama de su hija. Sola.
«Esto es ridículo, -pensó-. Tengo lágrimas en los ojos y un dolor en el corazón que no sentía antes de entrar en esta habitación. He permitido que Lisa me contagie su sentimentalismo. Sea lo que sea lo que creyó captar entre Michael y yo la otra noche, fue producto de su imaginación».
Volvió la cabeza y estiró la mano para tocar el álbum de su boda.
¿O hubo algo?, se preguntó.
Capítulo 6
El jueves fue al salón de belleza. Pidió que le aclararan las raíces, le cortaran las puntas y la peinaran. Esa noche se pintó las uñas y tardó casi quince minutos en decidir qué se pondría a la mañana siguiente. Eligió un vestido de lana dorado, con el talle ceñido, falda de vuelo y un cinturón ancho con una gran hebilla dorada. Por la mañana lo completó con un pañuelo de colores, pendientes de oro y unas gotas de perfume. Después lanzó una mirada crítica al espejo.
«Todavía eres una mujer atractiva, mamá.»
En algunos momentos de su vida Bess Curran se había considerado una mujer atractiva, pero jamás se había sentido como tal en los seis años transcurridos desde que Michael la había rebajado de esa categoría. Por mucho que se acicalase, siempre encontraba alguna imperfección en su aspecto. Por lo general era su peso.
Cinco kilos menos, pensó, y mi figura sería perfecta.
Irritada con Michael por crearle ese permanente descontento, y consigo misma por perpetuarlo, apagó la luz y salió de la habitación.
Llegó a White Bear Lake cinco minutos antes de la hora convenida y se acercó al edificio de Michael. Quedó impresionada al observarlo de cerca a plena luz del sol. El letrero rezaba: chateauguet. El sendero para los automóviles describía una curva entre dos olmos gigantescos y proseguía entre robles. Un par de abetos flanqueaban la entrada, más altos que los cuatro pisos que custodiaban. La construcción, de ladrillos blancos, con toldos de un azul brillante, formaba una V. Tenía aparcamiento subterráneo, balcones blancos, faroles de carruaje de bronce, y vidrio en profusión. Los áticos estaban coronados por tejados de dos aguas.
Con todo, lo más impresionante era el lago. Bess se sorprendió imaginando la vista que descubriría desde el apartamento de Michael.
El vestíbulo olía a limpiador de alfombras aromatizado, tenía las paredes empapeladas con muy buen gusto, un ascensor y una pequeña hilera de buzones junto con un teléfono de seguridad. Descolgó el auricular y llamó al piso de Michael.
– Buenos días, Bess. ¿Eres tú? -contestó él de inmediato.
– Buenos días. Sí, soy yo.
– Enseguida bajo.
Oyó el zumbido del ascensor antes de que las puertas se abrieran sin ruido y apareciera Michael, vestido con un pantalón de pinzas gris con finísimas rayas de un verde azulado, como la camisa, y un elegante suéter de punto blanco. Las prendas eran de primera calidad y conjuntaban perfectamente. Desde que se había convertido en diseñadora de interiores, Bess se fijaba en detalles como ése. La ropa de Michael estaba bien elegida, incluso los mocasines, de suave piel negra. Se preguntó quién la habría escogido, dado que Michael era casi daltónico y no sabía combinar con gusto los colores.
– Gracias por venir, Bess -dijo mientras mantenía abierta la puerta del ascensor-. Ven, subamos.
Bess entró en ese espacio de un metro veinte por uno ochenta y aspiró la fragancia de su colonia inglesa, tan familiar.
– ¿Cómo se pronuncia el nombre de este lugar? -preguntó para romper el hielo.
– Chatogué -respondió Michael-. El siglo pasado había aquí un gran hotel con ese nombre. También se llamaba así un caballo de carrera que ganó el derby de Kentucky años atrás.
– Chatogué -repitió ella-. Me gusta.
Salieron a un vestíbulo idéntico al de la entrada. Michael le indicó su apartamento, cuya puerta estaba abierta.
Tan pronto como hubo cruzado el umbral Bess experimentó un gran alborozo. ¡Espacio! ¡Espacio suficiente para hacer las delicias de cualquier diseñador! El recibidor, con una moqueta de un malva grisáceo, era más amplio que la mayoría de los dormitorios. Carecía de muebles y sólo contaba con una gran araña moderna. Más adelante la pieza se ensanchaba y había otra lámpara de las mismas características que la anterior.
Michael tomó su abrigo y lo colgó.
– Bueno, aquí tienes… -Extendió los brazos y señaló dos puertas a la derecha-. Estas son las habitaciones de los invitados, cada una con su propio baño.
Eran del mismo tamaño y tenían ventanas muy amplias. Una estaba vacía, y en la otra había una mesa de dibujo y una silla. Bess dejó la cartera sobre el suelo del vestíbulo y siguió a Michael con una cinta métrica y un bolígrafo en la mano.
– ¿Estas ventanas dan al norte?
– Más bien al noroeste -respondió él.
Bess decidió que tomaría notas y medidas después de haber recorrido todo el piso. Avanzaron hasta un espacio interior octogonal, en cuyo centro colgaba la segunda araña. Había cuatro puertas y parecía ser el eje central del apartamento.
– El arquitecto llama a esta pieza galería -explicó Michael.
Bess dio una vuelta en redondo y miró hacia arriba, a la lámpara.
– Es imponente… o puede serlo.
Habían entrado por la puerta del vestíbulo y Michael le señaló las otras.
– Cocina, salón comedor, trascocina, y tocador. ¿Qué prefieres ver primero?
– El salón -respondió Bess.
Al atravesar el umbral recibió un baño de luz. La habitación estaba orientada al sudeste, tenía una chimenea de mármol en la pared norte, otra araña en el extremo sur y dos juegos de puertas correderas de vidrio -una de tres hojas y la otra de dos-, que daban a la terraza, desde donde se dominaba el lago helado. Entre ambas, la pared formaba un ángulo obtuso.
– Estoy impresionada, Michael. Esta sala no es rectangular, ¿verdad?
– No. Todo el edificio tiene forma de flecha, y esta estancia está en la punta.
– ¡Oh, qué maravilla! Si supieras cuántas habitaciones rectangulares he diseñado, comprenderías lo mucho que me entusiasma ésta. Muéstrame el resto -añadió.
La cocina con alicatado blanco, muebles de formica y vigas de roble claro, se comunicaba con un comedor que tenía unas puertas correderas que daban a la terraza con vistas al lago que rodeaba todo el apartamento. El dormitorio principal, que estaba separado del salón por una pared y compartía el cañón de su chimenea, también tenía acceso a la terraza, además de un armario empotrado y un cuarto de baño tan grande que se podía jugar un partido de baloncesto en él. Este olía a las lociones que usaba Michael. Sobre el tocador había una maquinilla de afeitar eléctrica, un cepillo de dientes y un tubo de dentífrico. La puerta de la ducha estaba mojada y al lado colgaba una espantosa toalla de playa con dibujos de fuegos artificiales en colores chillones sobre fondo negro. No había ninguna manopla o esponja; él siempre se enjabonaba con las manos. Bess se enojó consigo misma por recordar ese detalle.
En el dormitorio echó una rápida ojeada a los colchones, cuya visión despertó en ella antiguos recuerdos. Al parecer Michael no se había llevado nada de la casa que había compartido con Darla. Hasta las mantas eran nuevas, como lo demostraban las marcas todavía visibles de los dobleces. ¡Qué ironía!, pensó Bess. Es probable que termine eligiendo otra vez su colcha. Ya imaginaba la habitación con la ropa de cama y las cortinas a juego.
– Esto es todo -dijo Michael.
– Debo reconocer que estoy impresionada -afirmó Bess.
– Gracias.
Regresaron al amplio comedor.
– El edificio está muy bien integrado en el paisaje -explicó Bess-, y es admirable el modo en que el arquitecto aprovechó los árboles, la orilla del lago y el pequeño parque contiguo… Es preciso tener todos estos elementos en cuenta para realizar el diseño interior. En realidad, el exterior se traslada al interior a través de estas magníficas cristaleras, al tiempo que los árboles otorgan privacidad.
Bess midió el largo de la habitación mientras admiraba la vista a través de las ventanas y Michael permanecía de pie junto a la chimenea, con las manos en los bolsillos del pantalón.
– Es curioso -meditó Bess en voz alta-. Los clientes a menudo se sorprenden al saber que los arquitectos y los diseñadores de interiores raras veces nos llevamos bien. El motivo es que ellos no toman en consideración el espacio interior y en consecuencia, nosotros debemos resolver los problemas que no se solucionaron durante la edificación. En este caso no es así. Este hombre sabía muy bien lo que hacía.
– Le comentaré que lo has dicho -repuso Michael sonriente-. Trabaja para mí.
Bess lo miró desde el extremo opuesto del salón.
– ¿Tu construiste el edificio?
– No exactamente. Urbanicé la propiedad. El municipio de White Bear Lake me contrató y me encargó la construcción.
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