Bess arqueó las cejas en un gesto de aprobación.
– No tenía idea de que te ofrecieran proyectos tan importantes. ¡Felicidades!
Michael inclinó la cabeza en una simpática muestra de humildad y orgullo combinados.
Bess supuso que el edificio debía de valer varios millones de dólares, y si el ayuntamiento le había propuesto el trabajo, debía de ser porque se había ganado una brillante reputación. De modo que los dos… Michael y ella… habían hecho grandes progresos desde su separación.
– ¿Te importaría enseñarme el resto de las habitaciones mientras charlamos? -preguntó Bess.
– En absoluto.
– De esa manera me familiarizo con las distintas piezas, me fijo en cómo incide la luz y qué espacio debe ser llenado.
Se miraron sonriendo y se dirigieron a la galería, donde se detuvieron debajo de la araña. Bess apoyó su carpeta contra la cadera.
– Ahora pasemos a las preguntas. Me temo que he hablado demasiado cuando tendría que ser al revés. Estoy aquí para escucharte.
– Adelante, pregunta.
– ¿Elegiste tú la moqueta?
Bess había notado que era igual en todas las salas, salvo en la cocina y los baños. Le sorprendía que Michael hubiera escogido ese color.
– No, estaba aquí cuando me instalé. Lo que sucedió fue que vendieron este piso a un matrimonio mayor llamado Sawyer. La señora Sawyer eligió la moqueta y la hizo colocar, pero antes de que se mudaran el marido murió y ella decidió quedarse donde estaba.
– ¿Te gusta?
– No está mal -respondió Michael.
– No pareces muy convencido.
Michael apretó los labios y examinó el suelo.
– Puedo vivir con ella.
– Asegúrate de que así sea antes de que diseñemos el interior, y ten presente que el color influye en tu energía, en tu productividad, en tu capacidad para relajarte, al igual que influye en la luz y el espacio. Tienes que rodearte de colores con los que te sientas cómodo.
– Puedo vivir con ella -repitió él.
– Si lo deseas es posible suavizar el tono, hacerlo más masculino resaltando el gris sobre rosa, o bien intercalando algunos tramos en negro. ¿Qué te parece?
– De acuerdo.
– ¿Tienes alguna muestra de la moqueta que pueda llevarme?
– En el armario de la entrada, sobre el estante. Te la daré antes de que te vayas.
– ¿Te gustan las paredes revestidas de espejos?
– ¿Aquí?
Michael alzó la mirada. Todavía estaban en la galería octogonal.
– Un espacio como éste ganaría mucho con espejos -explicó Bess-. El reflejo de la araña en cuatro paneles crearía un efecto espectacular.
– Sin duda. Déjame pensarlo.
A continuación entraron en la habitación con la mesa de dibujo.
– ¿Aquí es donde trabajas?
– Sí.
– ¿Cuándo?
– En especial por las noches. Durante el día estoy en la oficina.
Bess se acercó a la mesa.
– ¿Trabajas…? -De pronto se interrumpió. Pegada con cinta adhesiva a un flexo había una fotografía de sus hijos, tomada en el patio trasero de la casa cuando contaban siete y nueve años, después de una batalla con agua. Los dos tenían pecas y sonreían con los ojos entrecerrados bajo el intenso sol del vera no. A Randy le faltaba un diente incisivo y el cabello de Lisa estaba mojado.
– ¿Me preguntabas si trabajo…? -recordó Michael. Bess sabía muy bien que había notado su reacción, pero su visita era profesional y no había lugar para los comentarios personales.
– ¿Trabajas todas las noches?
– Últimamente, sí.
No agregó que lo hacía desde que Darla y él se separaron, pero no tuvo necesidad de mencionarlo. Era evidente que se sentaba en esa habitación y lamentaba algunas cosas.
– ¿Necesitarás tener un escritorio en esta habitación? -preguntó Bess.
– Sería conveniente.
– ¿Archivadores?
– No hace falta.
– ¿Estanterias?
– Quizá -contestó Michel.
– De acuerdo… Sigamos.
Entraron en la otra habitación de invitados, luego en el aseo; volvieron a la galería, pasaron a la cocina y regresaron al salón.
– ¿Te gusta el art déco, Michael?
– Lo encuentro un poco adusto, pero he visto algunas cosas que me han atraído.
– ¿Y el vidrio? Por ejemplo, mesas con superficie de vidrio en lugar de madera.
– Cualquiera de las dos está bien.
– ¿Celebrarás fiestas en la habitación?
– Tal vez.
– ¿A cuántas personas invitarías, más o menos?
– No lo sé -respondió Michael.
– ¿Tal vez doce?
– No lo creo.
– ¿Seis?
– Supongo que sí.
– ¿Serán fiestas formales o informales?
– Informales, probablemente.
– Comidas…
Bess fue hasta el extremo de la habitación, donde estaba la lámpara de araña, estudió el cambio de luz sobre la alfombra e imaginó el espacio amueblado.
– ¿Organizarás comidas para seis? -inquirió.
– ¿Por qué no? Antes solía hacerlo.
– ¿Utilizarás la chimenea?
– Sí.
– ¿Verás la televisión en esta sala?
– No.
– ¿Te gustaría tener aquí un equipo de música?
– Sería mejor en el comedor contiguo a la cocina.
– ¿Prefieres las líneas verticales o las horizontales?
– ¿Qué?
Bess lo miró y sonrió.
– Por lo general esta pregunta siempre desconcierta a mis clientes. Las líneas horizontales resultan relajantes, y las verticales, estimulantes.
– Verticales.
– Ah… estimulante. ¿Acostumbras levantarte temprano o tarde?
– Temprano.
Bess ya lo sabía, pero tenía que preguntar.
– ¿Y qué sueles hacer al acabar el día? ¿Ves la televisión?
– Pues… -Michael vaciló.
– ¿Sueles salir de noche?
Él se rascó la nuca y sonrió con picardía.
– Hubo una época en que trasnochaba con frecuencia, pero es curioso cómo te cambian los años.
Bess sonrió y a continuación observó el techo.
– ¿Qué opinas de esta araña?
Él se acercó y la miró con detenimiento.
– Me recuerda los gajos de un pomelo -respondió.
Bess se echó a reír.
– ¿Gajos de pomelo?
– Sí, esas piezas de cristal ahumado… ¿No tienen la forma de gajos de pomelo?
– Demasiado finos, tal vez. ¿Te gusta?
– Humm… -murmuró meditabundo-. Sí, me gusta bastante.
– A mí también.
Bess anotó que el vidrio de las mesas debía ser ahumado antes de pasar al comedor contiguo a la cocina. Esta habitación dominaba un alto montículo de álamos americanos -ahora sin hojas- y un pequeño parque con un torreón. Por suerte no había columpios, innecesarios para un edificio habitado por gente mayor y adinerada.
– ¿Qué actividades se realizan en el parque? -preguntó Bess.
– Picnics en verano, supongo.
– ¿No se organizan recitales de música, ni paseos en barca?
– No. Las lanchas navegan en la playa del condado o en el club de vela White Bear.
– ¿Te comprarás una?
– Puede ser. He pensado en ello.
– Hay muchos veleros en el lago, ¿verdad?
– Sí.
– Debe de ser una delicia contemplarlos desde aquí, o desde la terraza.
– Sí, lo es.
Bess hizo una anotación y se encaminó lentamente hacia el mostrador que dividía la cocina, donde una terrina de manteca de cacao, una hogaza de pan y algunas latas de conserva formaban la despensa de Michael. Apartó la mirada de la lastimosa colección porque le acometió un agudo deseo de desempeñar el papel de ama de casa, y a ninguno de los dos le convenía.
– ¿Utilizarás mucho la cocina? -preguntó de espaldas a Michael.
Él tardó en contestar.
– No.
Bess se volvió para dejar la carpeta sobre el mostrador.
– ¿Tienes alguna afición?
– Las mismas que hace seis años; la caza y la vida al aire libre, pero para eso tengo mi cabaña.
– ¿Sufres alguna alergia?
Michael frunció el entrecejo en un gesto de sorpresa.
– ¿Alergia?
– Algún tejido o material -explicó Bess.
– No.
– Entonces sólo queda preguntarte por tu presupuesto.
– No me lo he planteado. Lo que consideres oportuno. Lo dejo en tus manos. Te tengo confianza.
– ¿Todo el apartamento?
Michael miró en derredor con cierta indecisión.
– Supongo que sí.
– ¿La habitación de los invitados también?
Michael la miró.
– Detesto las habitaciones vacías.
– Yo también -coincidió Bess-. Además, es la primera sala que se ve al entrar en el vestíbulo.
De pronto Bess sintió el impulso insensato de acercarse a él, darle una palmada en la espalda y decirle: «No te preocupes, Michael, te llenaré el apartamento para que no estés tan solo.» Sin embargo sabía muy bien que una casa llena de objetos no podía sustituir a un hogar lleno de gente.
– Necesitaré tomar algunas medidas -añadió-. ¿Tendrías inconveniente en ayudarme?
– En absoluto.
– He tratado de hacer un bosquejo de la disposición de la planta, pero es tan extraña que me resulta difícil.
– Tengo algunos planos en mi oficina. Se dibujaron para los encargados de la venta. Te enviaré uno.
– Oh, eso me será muy útil. Entonces, empecemos con las medidas.
Pasaron los veinte minutos siguientes midiendo las salas, puertas y ventanas. Una vez que hubo tomado nota, Bess se puso la carpeta bajo el brazo y enrolló la cinta métrica.
Regresaron al vestíbulo, donde Michael tomó el abrigo de Bess y la ayudó a ponérselo.
– Y ahora ¿qué? -preguntó.
– Haré un plano de cada pieza en papel milimetrado. Después miraré catálogos para elegir el mobiliario, las cortinas, el papel pintado… Reproduciré los muebles a escala en plástico magnético para que podarnos disponerlos sobre el plano del piso. Cuando todo eso esté terminado, te llamaré para concertar una cita. Por lo general me reúno con los clientes en mi negocio después de cerrar para evitar interrupciones. Además tengo allí todos los muestrarios y si algo de lo que propongo no te gusta podemos buscar otra cosa.
– Entonces, ¿cuándo tendré noticias tuyas?
Bess ya se había abotonado el abrigo y estaba poniéndose los guantes.
– Empezaré a trabajar en ello sin pérdida de tiempo para presentarte el proyecto dentro de una semana, ya que estás viviendo en condiciones bastante espartanas. -Le dedicó una sonrisa profesional y le tendió su mano enguantada-. Gracias Michael.
Él se la estrechó.
– ¿No te olvidas de algo?
– ¿De qué?
– Los cuarenta dólares por los gastos de desplazamiento.
– ¡Ah, eso! Fijé esa suma para disuadir a la gente solitaria que sólo desea un poco de compañía para una tarde… Te asombraría saber cuántos hay de ésos. Sin embargo salta a la vista que necesitas los muebles, y no eres un desconocido.
– Los negocios son los negocios, Bess, y si hay que pagar, lo haré.
– De acuerdo. Lo incluiré en la factura.
– De ninguna manera. Espera aquí.
Michael se dirigió a la habitación que tenía la mesa de dibujo, y ella lo observó desde el vestíbulo a través de la puerta. Cogió la carpeta y la cartera, y entró en la sala, donde Michael extendía un cheque.
Bess miró la foto de sus hijos por encima de los hombros de Michael.
– Eran adorables cuando tenían esa edad, ¿no es cierto? -susurró.
Él dejó de escribir, miró un instante la fotografía y arrancó el cheque antes de volverse hacia Bess.
– Sí, eran adorables.
Se hizo el silencio mientras los dos miraban a sus hijos, captados en un día sin zozobras. Michael la miró, y Bess lo notó a pesar de que continuaba con la vista clavada en el retrato.
– Michael, yo…
Mientras trataba de encontrar las palabras adecuadas, sus miradas se cruzaron.
– El sábado visité a mi madre y mantuvimos una larga charla… -Hizo una pausa-. Le conté lo difícil que me resulta verte otra vez. Según ella, eso obedece a que me haces analizar mi conducta y plantearme la responsabilidad que tuve en el divorcio.
Michael aguardó a que continuara.
– Creo que te debo una disculpa, por predisponer a los chicos contra ti.
Algo había cambiado en los ojos de Michael… Tal vez un rápido rapto de cólera reprimida. Aunque no movió un músculo, parecía más rígido mientras la miraba de hito en hito.
Bess posó la vista en sus guantes.
– Juré que nunca mezclaría los negocios con mi vida privada, pero esto me atormenta y, al ver la fotografía, me he dado cuenta de que… bueno, de que tú también los quieres y de cuánto debes de haber sufrido al estar lejos de ellos. -Se interrumpió y lo miró a los ojos-. Lo siento, Michael.
Michael reflexionó durante unos segundos antes de hablar.
– Te odié por eso, Bess. Tú lo sabes -murmuró.
Ella desvió la mirada hacia la mesa de dibujo.
– Sí, lo sé -admitió.
– ¿Por qué lo hiciste?
– Porque me sentía herida y agraviada.
– Pero lo que ocurrió entre nosotros no tenía por qué afectarles a ellos.
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