– Lo sé, ahora lo sé.
Tras un largo silencio Bess agregó:
– Mi madre dijo algo más. -Hizo acopio de coraje para continuar-. En su opinión, cuando volví a la universidad te coloqué en el último lugar de mi lista de prioridades y por eso buscaste otra mujer. ¿Es cierto eso, Michael?
– ¿Tú qué crees?
– Te he hecho una pregunta.
– No pienso contestarla. No vale la pena. Es demasiado tarde.
– Entonces es cierto.
Michael le entregó el cheque.
– Gracias por venir, Bess. Lo siento, tengo que ir a mi oficina.
Bess sintió que le ardían las mejillas mientras cogía el cheque.
– Lo lamento, Michael. No debería haber sacado el tema a colación. No es el momento apropiado.
Michael le abrió la puerta y de pronto la cerró.
– ¿Por qué lo has sacado a relucir Bess?
– No lo sé. Últimamente no me entiendo a mí misma. Tengo la impresión de que hay muchas cosas que no aclaramos en su momento y con frecuencia me remuerde la conciencia. Supongo que debo asumir lo que hice y olvidarlo. Para eso sirven las disculpas, ¿de acuerdo?
Michael la miró con expresión severa y ella asintió.
– De acuerdo. Disculpas aceptadas.
Bess no sonrió, no habría podido. Él tampoco.
Michael le entregó una muestra de la moqueta y la acompañó a la salida, a prudente distancia, y pulsó el botón del ascensor. La puerta se abrió al instante.
– Gracias por venir -dijo.
Bess entró en la cabina, se volvió para ofrecerle una sonrisa conciliadora y vio que él ya regresaba al apartamento. La puerta del ascensor se cerró y mientras descendía Bess se preguntó si al disculparse había contribuido a que la situación entre ellos mejorara o empeorara.
Capítulo 7
Randy Curran se dejó caer en una desvencijada mecedora tapizada y buscó en el bolsillo de su chaqueta la bolsita de marihuana. Eran casi las once de la noche y la madre de Bernie estaba fuera, como de costumbre. Trabajaba de camarera en un bar, de modo que casi todas las noches tenían el apartamento para ellos solos. La radio estaba sintonizada en Cities 97 y esperaban que empezara el programa The grateful dead hour. Bernie se hallaba sentado en el suelo, con una guitarra eléctrica sobre el regazo, y el amplificador estaba apagado cuando arrancó con una canción de Guns N’Roses. Randy conocía a Bernie Bertelli desde octavo, cuando se mudó a la ciudad después de que sus padres se divorciaran. Desde entonces habían fumado juntos muchos porros.
La casa de Bernie era una pocilga. El suelo estaba cuarteado, y de las paredes colgaban baratijas de plástico. La alfombra estaba muy sucia y su felpa más enmarañada que el pelaje de los dos perros, Skipper y Bean, a los que se permitía hacer todo cuanto quisieran en la casa. En ese momento, Skipper y Bean dormían sobre el sofá-cama, que alguna vez, en sus orígenes, había tenido un tapizado de nailon de cuadros, pero que ahora estaba cubierto con un trapo floreado con manchas de excrementos de los perros. Las mesitas de café tenían las patas torcidas y, contra una pared, una pirámide de latas de cerveza llegaba hasta el techo; la madre de Bernie había colocado la del vértice.
Randy nunca se sentaba en el sofá-cama, ni siquiera cuando estaba flipado o borracho. Siempre elegía la mecedora verde, un mueble decrépito que parecía haber recibido un fuerte golpe, porque estaba totalmente torcido hacia un costado. Un viejo retazo de manta doblado cubría el asiento para tapar los muelles, y el tapizado de los brazos estaba lleno de quemaduras de cigarrillos.
Randy sacó la bolsita y una pipa muy pequeña, del tamaño suficiente para una sola fumada. Los días de compartir el canuto con los colegas pertenecían al pasado. ¿Quién podía permitirse esos lujos?
– Esta mierda está cada vez más cara, tío -comentó.
– Sí. ¿Cuánto te ha costado?
– Sesenta dólares.
– ¿Por un cuarto?
Randy se encogió de hombros. Bernie silbó.
– Más vale que sea buena, compañero.
– La mejor. Mira esto… -dijo Randy al tiempo que abría la bolsita-. Capullos.
Bernie se inclinó y echó un vistazo.
– Capullos… ¡Guau! ¿Cómo los has conseguido?
Todo el mundo sabía que los capullos rendían el máximo por el mismo dinero…, mejor que las hojas o los tallos, o las semillas. Se podían apretar más y tener una buena carga para un par de caladas.
Mientras llenaba la cazoleta Randy echó de menos los días en que preparaba porros lo bastante grandes para pasarlos a sus compañeros. Una vez había visto a un tipo que sabía enrollar un cigarrillo con una sola mano. Él lo había intentado en alguna ocasión, pero desperdiciaba mucha cantidad, por lo que siempre empleaba las dos manos, lo que se consideraba una verdadera proeza entre los fumadores de canutos.
Randy encendió un fósforo. La pipa contenía menos que un dedal lleno. Aplicó la cerilla, aspiró una buena bocanada y la retuvo en los pulmones hasta que le ardieron. Exhaló, tosió y volvió a llenar la cachimba.
– ¿Quieres, Bernie? -preguntó.
Su amigo dio una calada y también tosió, mientras un olor similar al del orégano quemado colmaba la habitación.
Randy tomó dos bocanadas más antes de sentir la embriaguez; un dulce estremecimiento recorrió su cuerpo y lo invadió una euforia creciente. Veía distorsionado todo cuanto le rodeaba. Bernie parecía estar al otro lado de una pecera, y las luces sobre el equipo de música brillaban de forma tenue, como una lluvia de estrellas fugaces que se desplazaban con suma lentitud. La música de la radio se convirtió en una sensación especial que le dilató los poros y agudizó su capacidad de percepción.
Las palabras acudieron a él y se arremolinaron a través de su visión como si tuvieran volumen y forma…, palabras agradables, sugerentes.
– He estado con esa chica -murmuró Randy-. ¿Te lo he contado?
Tenía la impresión de que lo había explicado una hora antes y que las palabras caían ahora, aterrizaban sobre Bean muy despacio.
– ¿Qué chica?
– Maryann. Vaya nombre, ¿eh? Maryann. ¿A quién se le ocurre poner semejante nombre a una hija?
– ¿Quien es Maryann?
– Maryann Padgett. Cené en su casa. Lisa va a casarse con su hermano.
Bean roncaba sobre el sofá-cama. Randy se sintió traspasado por la visión -que recibía con la belleza de un calidoscopio- del labio del perro, negro por fuera, rosado por dentro, que vibraba al compás de su suave respiración.
– Ella ahuyenta toda la porquería que tengo dentro.
– ¿Por qué?
– Porque es una buena chica.
Llegó la sed, exagerada, como todo lo demás.
– Eh, Bern, tengo la boca seca. ¿Hay una cerveza por aquí?
El líquido le supo como un elixir mágico; cada sorbo era mil veces mejor que un orgasmo.
– Nosotros no nos enrollamos con las chicas buenas, ¿verdad, Bern?
– ¡Claro que no, tío! ¿Por qué habríamos de hacerlo?
– Tíratelas y déjalas, ¿eh, Bern?
– Así es… -Dos minutos después, Bernie repitió-: Así es. -Transcurrieron otros diez minutos antes de que volviera a hablar-. Ostras, estoy jodido.
– Yo también -afirmó Randy-. Estoy tan jodido que hasta me gusta tu nariz. Tienes la nariz como la de un oso hormiguero y estoy tan jodido que la encuentro bonita.
Bernie irrumpió en carcajadas, que a Randy le parecieron distantes.
– No hay que tomar en serio a las tías -afirmó Randy un buen rato después-. Ya sabes a qué me refiero. Acaban enredándote, te casas con ellas, tienes hijos; luego te acuestas con otra tipa, te largas de tu casa y tus hijos lloran a moco tendido.
Bernie meditó largo rato antes de hablar.
– ¿Tú lloraste a moco tendido cuando tu viejo os dejó? -preguntó.
– Algunas veces; donde nadie pudiera verme, desde luego.
– Sí, yo también.
Más tarde Randy sintió que se disipaba el letargo y llegaban las arcadas. Se inclinó en el asiento y contó siete latas de cerveza alrededor de él antes de vomitar. Bean despertó, se estiró y se sacudió, saltó del sofá-cama y extendió una capa nueva de pelo sobre la alfombra enmarañada. Skipper enseguida lo imitó. Los dos olfatearon a Bernie, que tenía los ojos muy rojos.
Randy se tomó su tiempo para recuperarse. Era pasada la medianoche y tenía que levantarse a las seis. Lo cierto es que estaba harto de su empleo en el almacén, y de la pocilga de Bernie y del precio de la marihuana. ¿Qué hacía allí, en esa mecedora desvencijada con quemaduras de cigarrillos en los brazos, mirando la narizota de Bernie y contando las latas de cerveza?
¿De quién quería vengarse?
De su padre, no cabía duda.
El problema era que al viejo no le importaba un comino.
Bess recibió el plano del piso de Michael el lunes por la mañana. Lo había enviado por correo, junto con una nota escrita con la letra que ella conocía bien, sobre una hoja de papel con el logotipo azul de su compañía en la parte superior.
Bess, tal como te prometí, aquí está el plano del apartamento; con respecto a revestir de espejos las paredes de la galería, adelante. Creo que me gustará. He reflexionado sobre lo que dijiste antes de marcharte y he comprendido que debí haber sido más tolerante en algunos aspectos. Tal vez podamos hablar un poco más del tema. Fue muy agradable volver a verte.
Michael.
Ella sintió una extraña vibración al ver su caligrafía. Resultaba curioso. Era como examinar su cepillo de dientes después de que lo hubiera usado, o su toalla húmeda, las cosas que él había tocado, tenido en sus manos. Releyó cuatro veces el mensaje e imaginó su mano mientras sostenía la pluma para escribirlo. «Tal vez podamos hablar un poco más del tema.» Bien, ésa era una sugerencia cargada de significado. ¿O no? ¿De verdad le había parecido agradable volver a verla? ¿No había sentido Michael la misma tensión que ella? ¿No había experimentado la necesidad de escapar, como ella?
Michael recibió una llamada de Lisa.
– Hola, papá, ¿cómo va todo?
– Muy bien. ¿Qué tal estás tú?
– Ocupada. No sospechaba que planear una boda fuera tan laborioso. ¿Estás libre el sábado por la tarde?
– Puedo estarlo.
– Bien. Los hombres tenéis que reuniros para ir a Gingiss Formal Wear y elegir los esmóquines.
– ¡Esmóquines!
– Parecerás todo un galán, papi.
Michael sonrió.
– ¿Tú crees? ¿A qué hora y dónde?
– A las dos en Maplewood.
– Allí estaré.
Randy no había pensado que su padre también acudiría. Entró en Gingiss Formal Wear a las dos de la tarde del sábado siguiente y allí estaba Michael, en animada conversación con Mark y Jake Padgett. Mark lo vio llegar y se adelantó con la mano tendida.
– Aquí está el último que esperábamos. Hola, Randy, gracias por venir.
– De nada. Es un placer.
Jake le estrechó la mano.
– Hola, Randy.
– Señor Padgett…
Sólo quedaba Michael, que también le ofreció la mano.
– Randy…
El muchacho miró los ojos tristes de su padre y sintió el deseo de arrojarse a sus brazos y decirle «hola, papá». Sin embargo, hacía años que no le llamaba «papá». La palabra brotaba de su interior y parecía llenarle la garganta, para ser pronunciada o reprimida. Los ojos de Michael eran tan idénticos a los suyos que parecía que se estuviera mirando en un espejo.
Por fin apretó la mano de Michael.
– Hola -se limitó a saludar.
Michael se sonrojó y estrechó la mano de Randy.
Un joven dependiente rubio se aproximó.
– ¿Están todos, caballeros? Si quieren pasar por aquí…
Mark y su padre lo siguieron de inmediato, mientras Michael y Randy intercambiaban miradas de indecisión, hasta que el primero indicó a su hijo que pasara delante. El hombre los condujo a un salón enmoquetado, donde había espejos y esmóquines de todos los colores, desde el negro hasta el rosado, y olía a ropa recién planchada.
– Algunas veces la novia viene para elegir los trajes -explicó el empleado a Mark-. Como la suya no lo ha hecho, supongo que han hablado de colores.
– El vestido de la madrina es de color albaricoque. Mi prometida me ha dicho que elija el tono que más me guste.
– Bien. Entonces permítame sugerirle un color marfil, que es siempre elegante y está de moda, con una faja en damasco. Tenemos varios modelos de esmoquin. Los más en boga son los de Christian Dior y After Six…
Mientras el dependiente hablaba, Michael y Randy se miraban con disimulo, conmocionados por el encuentro, sin apenas prestar atención a lo que se decía. Miraron americanas con solapas de raso, camisas plisadas, corbatas de lazo, fajas para la cintura y zapatos de piel.
Uno tras otro, se situaron ante un amplio espejo para que les tomaran las medidas: cuello, manga, pecho, contorno del brazo, cintura y caderas. Se probaron pantalones con franjas de raso a los costados, camisas plisadas y con chorreras, corbatas de lazo. Entretanto, Michael y Randy evocaban el pasado; la vez en que éste entró en el cuarto de baño mientras su padre se afeitaba, se aplicó espuma a la cara y fingió rasurarse con una navaja sin hoja; las ocasiones en que se colocaban el uno al lado del otro y el pequeño preguntaba: «¿Crees que alguna vez seré más alto que tú, papá?» Ahora lo era, se había convertido en un adulto capaz de guardar rencores.
"Un Puente Al Amor" отзывы
Отзывы читателей о книге "Un Puente Al Amor". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Un Puente Al Amor" друзьям в соцсетях.