Michael se enfundó una chaqueta de esmoquin y estiró las mangas y el cuello mientras el empleado daba vueltas alrededor de él y examinaba el corte. Mark hizo una broma y Randy rió.
– Nunca me había puesto uno de estos trajes de mono -comentó Jake-. ¿Y tú, Michael?
– Una sola vez.
En su propia boda.
Cuando terminaron de probarse las prendas, volvieron a ponerse sus ropas de calle y salieron al centro comercial, que estaba lleno de gente y olía a pasteles recién horneados. Mark y Jake se encaminaron hacia la salida, seguidos por Randy y Michael, que se sentía cada vez más nervioso al ver que escapaba su oportunidad. Deseaba hablar a su hijo, pero temía que lo rechazara. Por fin, justo antes de llegar a las puertas de vidrio, comentó:
– Oye, yo todavía no he comido, ¿Y tú? -Se esforzó por emplear un tono espontáneo, a pesar de su inquietud.
– Sí, comí una hamburguesa antes de venir -mintió Randy.
– ¿Estás seguro? Yo invito.
Por un instante sus miradas se encontraron. Michael se sintió esperanzado al advertir que Randy vacilaba.
– No, gracias. He quedado con unos amigos -se excusó el joven.
Michael no dejó traslucir la frustración que experimentó.
– Bueno, quizá otro día.
– Sí, claro.
Los dos permanecieron muy serios. Por muchos años que transcurran, algunos pecados nunca se perdonan. Así pues, salieron del centro comercial por puertas diferentes y cada uno tomó su camino.
Minutos después Randy subió a su coche y se dirigió al centro de Stillwater, al negocio de su madre. No tenía ninguna cita con sus amigos; en realidad, apenas tenía amigos. Lo cierto era que necesitaba ver a su madre después de haber desdeñado la titubeante oferta de reconciliación de su padre.
Cuando entró, Heather estaba en el mostrador y algunos clientes curioseaban en el local.
– Hola, Heather. ¿Está mamá?
– ¡Estoy aquí! -indicó Bess-. ¡Ven, sube!
Randy subió a toda prisa por la escalera y bajó la cabeza para evitar golpearse contra el techo cuando llegara al altillo. Bess, que se hallaba rodeada de una maraña de objetos que parecían capaces de devorarla, sentada en un sillón con las piernas cruzadas y un zapato negro de tacón alto colgado de la punta de un pie, se volvió.
– Bueno, menuda sorpresa.
Randy se rascó la cabeza.
– Sí, supongo que lo es.
Ella lo observó con atención.
– ¿Pasa algo malo?
Randy se encogió de hombros.
Bess procedió a retirar libros y catálogos de muestras de telas hasta que consiguió desenterrar una silla.
– Siéntate aquí. ¿Qué ocurre?
Randy se arrellanó en el asiento, cruzó un tobillo sobre la rodilla de la otra pierna y empezó a toquetear el ribete de cuero azul de sus Reebok.
– Acabo de ver a papá.
– ¡Ohhh! -exclamó Bess al tiempo que arqueaba las cejas. Se reclinó en su sillón y observó a Randy con los brazos apoyados sobre los gastados brazos de madera y un lápiz amarillo en una mano-. ¿Dónde?
– Nos encontramos cuando fuimos a probarnos los trajes.
– ¿Os habéis hablado?
Randy se escupió en un dedo y restregó el borde de la suela de su zapatilla de deporte para quitarle una mancha.
– No mucho -admitió sin dejar de frotar-. Me invitó a comer, pero me negué.
– ¿Por qué?
Randy alzó por fin la vista.
– ¿Por qué? ¡Ostras, mamá, lo sabes muy bien!
– No; no lo sé. Explícamelo. ¿Por qué no fuiste con él?
– Porque lo odio.
– ¿Lo odias?
Se miraron fijamente en silencio.
– ¿Por qué debería haber ido con él?
– Porque ésa habría sido una actitud adulta; porque es así como se reparan los agravios y porque sospecho que en el fondo deseabas acompañarlo. Sin embargo es necesario tragarse un poco el orgullo y, después de seis años, eso cuesta.
Randy se encendió de ira.
– ¿Por qué debería tragarme mi orgullo si yo no le hice nada? ¡Fue él quien me hizo daño a mí!
– Baja la voz, Randy -le pidió Bess con calma-. Hay clientes abajo.
– Me abandonó -susurró Randy.
– Estás equivocado, Randy. Me abandonó a mí, no a ti.
– Es lo mismo, ¿o no?
– No; no lo es. Le dolió mucho separarse de Lisa y de ti. En todos estos años ha tratado de verte, pero yo me aseguré de que eso no sucediera.
– Pero…
– Me gustaría saber si alguna vez te has preguntado por qué me abandonó.
– Por Darla.
– Darla fue el síntoma, no la enfermedad.
– ¡Oh, vamos, mamá! -exclamó Randy con enojo-. ¿Quién te ha metido esa idea en la cabeza? ¿Él?
– En los últimos días he hecho examen de conciencia y he descubierto que tu padre no fue el único responsable del divorcio. Cuando nacisteis vosotros estábamos muy enamorados. ¡Vaya, no había una familia más feliz que la nuestra! ¿Te acuerdas de aquellos tiempos?
Randy, que parecía abatido y tenía la vista clavada en el suelo, no contestó.
– ¿Recuerdas cuándo empezó a cambiar la situación?
Randy permanecía callado.
– ¿Lo recuerdas? -repitió Bess con dulzura. Randy levantó la cabeza.
– No.
– Comenzó cuando volví a la universidad, ¿y sabes por qué?
Randy esperó mientras observaba a su madre con expresión desconsolada.
– Porque yo ya no tenía tiempo para tu padre. Al llegar a casa por la tarde, debía atender a mi familia y realizar las tareas domésticas, además de estudiar. Estaba tan empecinada en hacerlo todo que descuidé lo más importante…, mi relación con tu padre. Me enojaba con él porque no se mostraba dispuesto a ayudarme, pero lo cierto es que nunca se lo pedí de buenas maneras, nunca nos sentamos a hablar del tema. En lugar de eso, me dedicaba a soltar comentarios hirientes y me pasaba el día enfadada, convencida de que era una mártir. Luego eso se convirtió en un asunto de disputa entre nosotros, en la manzana de la discordia. Él se negaba a echarme una mano, y yo me negaba a pedirle nada. Como vosotros no teníais edad suficiente para colaborar, las cosas de la casa fueron un desastre. Con este panorama, ¿qué crees que pasaba en nuestro dormitorio?
Randy la miró en silencio.
– Nada -agregó Bess-, y cuando en el dormitorio no pasa nada, la relación entre un hombre y una mujer agoniza. La culpa fue mía, no de tu padre… Por eso se arrojó a los brazos de Darla.
A Randy se le encendieron las mejillas. Bess se inclinó y apoyó los codos en el regazo.
– Tienes edad suficiente para oír esto, Randy, y aprender de ello. Algún día te casarás. Al principio todo es un lecho de rosas, después empieza la monotonía y descuidas los detalles que sedujeron a tu pareja. Dejas de dar los buenos días, de recoger sus zapatos cuando él olvida guardarlos, de comprar los alimentos que a él le gustan. Cuando él te pregunta si te apetece dar un paseo en bicicleta después de la cena, respondes que estás muy cansada, que has tenido un día muy duro. Entonces se va solo y tú no te detienes a pensar que, si lo hubieras acompañado, tal vez te sentirías un poco mejor. Cuando él se acuesta, simulas estar dormida porque, por increíble que te parezca, comienzas a considerar el sexo una especie de trabajo. Muy pronto las críticas reemplazan a los elogios, las órdenes a las peticiones amables, y en un abrir y cerrar de ojos el matrimonio se desmorona.
Se produjo un largo silencio. Bess se reclinó en el sillón y reanudó sus serenas reflexiones.
– En cierta ocasión, poco antes de que nos separáramos, tu padre me dijo: «Bess, ya nunca nos reímos», me di cuenta de que era cierto. Siempre hay que reír, por difíciles que sean las circunstancias. Eso te ayuda a sobrevivir y, si te paras a pensarlo, que una persona trate de hacer reír a otra es una muestra de amor. ¿No estás de acuerdo? Es como decir: «Tú me importas, quiero verte feliz.» Tu padre tenía razón, habíamos dejado de reír.
Bess giró el sillón. Oyeron cómo abajo Heather efectuaba el cierre de caja del día. Cuando terminó, encendió la luz del escaparate.
– Me voy, Bess -anunció-. Yo cierro la puerta.
– Gracias, Heather. ¡Que tengas un buen fin de se mana!
– Tú también, Bess. ¡Adiós Randy!
– Adiós, Heather -se despidió él.
Cuando se hubo marchado, aumentó la sensación de intimidad; reinaba un silencio absoluto y las luces del local estaban apagadas. Sólo la lámpara del escritorio derramaba un resplandor mortecino. Bess siguió hablando con el mismo tono sereno.
– Charlé con la abuela Dorner hace unos días, después de ver a tu padre en casa de Lisa. Le pedí que me explicara por qué no se puso de mi parte durante el divorcio. Ella me confirmó todo lo que acabo de decirte.
Randy la miraba fijamente a los ojos. Una vez más, ella se inclinó hacia él con semblante serio.
– Escúchame, Randy. Me he pasado seis años exponiéndote las razones por las que debías culpar a tu padre, y ahora he empleado cinco minutos para decirte por qué deberías culparme a mí, pero lo cierto es que no hay que culpar a nadie. Tanto tu padre como yo fuimos responsables del fracaso de nuestro matrimonio. Ambos cometimos errores. Ambos salimos heridos. Los dos buscamos vengarnos. Tú también resultaste herido y te has vengado… Lo entiendo, pero es hora de reconsiderar los hechos, querido.
Bess le había tomado la mano. Randy observó sus manos unidas y acarició la de su madre con el pulgar. Parecía muy triste.
– No sé si podré, mamá.
– Si yo puedo, tú también.
Le apretó la mano para alentarlo.
Al cabo de un rato Bess se volvió hacia su escritorio y empezó a ordenarlo aunque no le apetecía. Poco después dio media vuelta y miró a Randy.
– Cada día te pareces más a él. A veces, cuando te veo de pie en la misma postura que él solía adoptar, con una sonrisa tan similar a la suya, siento… -Extendió los brazos, 1e cogió las manos y observó las palmas-. Tus manos son idénticas a las suyas… -Lo miró a los ojos y sonrió-. Y tus ojos… No puedes negar que eres su hijo, eso es lo que más duele, ¿no es así?
Randy no respondió, pero la expresión de su rostro indicó a Bess que ese día había causado una profunda impresión en él.
Con fingida animación, se arrellanó en el sillón y consultó su reloj.
– Se hace tarde y tengo que terminar un trabajo.
– ¿Irás a casa después? -preguntó Randy.
– Dentro de una hora, más o menos.
– ¿Tan importante es lo que tienes entre manos para quedarte aquí un sábado por la noche?
– Es un trabajo para tu padre. Me encargó que diseñara el interior de su nuevo apartamento.
– ¿Cuándo?
– A principios de esta semana -respondió Bess.
– ¿Acaso planeáis volver a vivir juntos?
– No, en absoluto. Me ha contratado para que decore su casa; nada más.
– ¿Te gustaría volver a vivir con él?
– No, pero tratarlo de manera civilizada me hace sentir mucho mejor que cuando éramos enemigos. El rencor termina por degradar a las personas. Escucha, cielo, lo lamento, pero tengo que trabajar.
– Sí, claro…
Randy se levantó y bajó un escalón para poder ponerse derecho. Después se volvió hacia su madre.
– Entonces nos veremos en casa. ¿Prepararás la cena cuando llegues?
Bess sintió remordimientos.
– Me temo que no. Tengo una cita con Keith.
– Ah… bueno…
– Si hubiera sabido que querías cenar conmigo, habría…
– No; no importa. No soy un bebé. Puedo arreglármelas solo.
– ¿Saldrás después? -inquirió Bess.
– Es probable que vaya a Popeye’s. Hoy toca una nueva banda.
– Te veré dentro de una hora, más o menos.
Cuando Randy se fue, Bess clavó la vista en el papel milimetrado mientras sostenía el lápiz ocioso en la mano. Esa noche era una de las contadas ocasiones en que Randy deseaba estar con ella, y se sentía desolada por haberlo defraudado. Sin embargo, ¿cómo podía saberlo? Él tenía diecinueve años, ella cuarenta. Compartían la casa, pero cada uno llevaba su propia vida. Él salía la mayoría de los sábados por la noche, casi nunca se quedaba a cenar.
No obstante, ni los argumentos más sensatos podrían atemperar su culpa. Para colmo, la asaltó un pensamiento que agregó más peso a la carga que ya llevaba: si Michael y yo no nos hubiéramos divorciado, en noches como ésta, cuando Randy nos necesita, estaríamos juntos; es más, si nunca nos hubiéramos divorciado, Randy no sufriría ahora.
A poca distancia del Lirio Azul, Randy entró en su coche, puso en marcha el motor y se quedó mirando el parabrisas. Las calles de Stillwater estaban desiertas, el hielo que cubría las aceras estaba demasiado sucio para reflejar las luces rojas de freno de su vehículo. Había anochecido. Las calzadas se llenarían de automóviles más tarde, hacia las seis y media, cuando la gente saliera para disfrutar de una buena cena en un restaurante. En cambio ahora, a la hora en que cerraban los negocios, la ciudad parecía haber sufrido una explosión nuclear… Ni un alma se movía en las calles. Un camión ascendía por Main Street. Lo oyó aproximarse, cambiar de marcha, retumbar. Lo vio aparecer en la esquina y doblar a la derecha hacia el puente levadizo para tomar rumbo al este hacia Wisconsin.
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