Una mujer alta caminaba por el pasillo. Parecía fuera de lugar debido a su elegante atuendo; un clásico abrigo blanco de invierno que tenía el corte inconfundible de un buen modisto y complementos -guantes de piel, bolso, zapatos y pañuelo- de un rojo intenso. Toda su ropa era cara, desde el echarpe de seda de cincuenta dólares que llevaba sobre sus cabellos hasta los zapatos de piel y tacones de cinco centímetros. Su andar rápido tenía un aire sofisticado.

Bess Curran se quitó el chal de la cabeza y llamó a la puerta señalada con el número 206.

Lisa la abrió.

– ¡Hola, mamá! -exclamó-. Ven, entra. ¡Sabía que llegarías a tiempo! Está todo listo, pero me falta la crema de leche para el lomo Strogonoff, de modo que tengo que ir al colmado. ¿No te importa echar un vistazo a la carne?

Sacó de un armario una cazadora tejana y se la puso.

– ¿Para nosotras dos? ¿Qué celebramos?

Mientras extraía las llaves del bolso, Lisa se dirigió hacia la puerta. La entornó y se detuvo para dar una última indicación.

– Remuévela de vez en cuando, ¿de acuerdo? ¡Ah! Enciende las velas y pon una casete, por favor. Ahí está la de los Eagles, esa que tanto te gusta.

Cuando Lisa se hubo marchado, Bess quedó perpleja. ¿Lomo Strogonoff? ¿Velas? ¿Música? ¿Lisa con vestido y zapatos elegantes? Se desabrochó el abrigo y se dirigió al comedor, donde vio la mesa preparada para cuatro. La examinó con curiosidad: manteles individuales y servilletas azules en servilleteros blancos; los platos de la primera vajilla de Michael y ella, que había dado a Lisa cuando se fue de casa; cuatro de las copas que también le había regalado, y dos velas azules en candeleros que nunca había visto, al parecer comprados para la ocasión con el limitado presupuesto de Lisa.

Fue a la cocina y abrió el horno para revolver el lomo, que olía tan bien que no pudo evitar probarlo. ¡Delicioso! Bess estaba hambrienta, pues ese día había tenido que realizar tres visitas a domicilio y pasar dos horas en el negocio, de modo que sólo le había quedado tiempo para comer a toda prisa una hamburguesa. Se prometió, como hacía siempre en enero, que limitaría las visitas a sus clientes a dos por día.

Se acercó al armario de la entrada para colgar su abrigo y ordenó una pila de zapatos para poder cerrar la puerta de dos hojas. Encontró fósforos y encendió las velas de la mesa de comedor y otras dos que había sobre la auxiliar en unos candeleros esféricos de cristal. Al lado, una fuente de su vieja vajilla contenía una bola de queso.

La cerilla le quemaba los dedos.

Titubeó y la apagó mientras miraba la bola de queso. ¿Qué diablos significaba todo eso? Echó una mirada en derredor y observó que, para variar, el lugar estaba limpio. Las viejas mesas de bronce y vidrio no tenían ni una mota de polvo, y los almohadones del sofá familiar que Lisa había heredado estaban bien sacudidos. Las casetes estaban apiladas en orden, y los libros, bien ordenados en los estantes. El piano negro azabache que el padre de Lisa le había regalado cuando terminó los estudios secundarios, aparecía bien lustrado. Encima había una foto del novio actual de Lisa junto con una planta y cinco novelas de Stephen King entre un par de sujetalibros de bronce, que la abuela Stella había regalado a Lisa en Navidad.

El piano era el único objeto valioso en la habitación. Cuando Michael se lo compró a Lisa, Bess lo acusó de indulgencia. Carecía de sentido que una chica sin una carrera universitaria, un automóvil decente o muebles poseyera un piano de cinco mil dólares. Además, ¿cuántas veces sería preciso trasladarlo hasta que ella se estableciera de manera permanente?

– Siempre lo conservaré, mamá -había afirmado Lisa-, y creo que me lo merezco por haber aprobado todos los exámenes.

– ¿Quién pagará a los transportistas cada vez que te mudes? -inquirió Bess.

– Yo.

– ¿Con un sueldo de mecanógrafa?

– También trabajo de camarera.

– Deberías ir a la universidad, Lisa.

– Papá dice que siempre hay tiempo para eso.

– Tal vez tu padre esté equivocado. Si no continúas tus estudios ahora, lo más probable es que no lo hagas nunca.

– Tú lo hiciste.

– Sí, lo hice, pero fue muy duro y me costó muchísimo. Tu padre debería ser más sensato.

– Mamá, me gustaría que dejarais de pelearos y aparentarais llevaros bien, por el bien de vuestros hijos.

– Bueno, es un regalo estúpido -había replicado Bess-. Cinco mil dólares por un piano, que podrían financiar todo un año de universidad.

Cada vez que Bess se presentaba en el apartamento de Lisa sin avisar, el piano tenía una capa de polvo y parecía que su hija lo usaba como simple depósito de libros, bufandas y cintas para el pelo. Esta noche, sin embargo, estaba muy limpio, y sobre el atril descansaba la partitura de la canción favorita de Michael, The homecoming. Años atrás, cada vez que Lisa se sentaba para tocar, Michael decía: «Interpreta esa que me gusta», y ella lo complacía con el hermoso tema de la vieja película de televisión.

Bess apartó el recuerdo de esos tiempos felices y puso la casete de Eagles Greatest Hits. Mientras sonaba la música, fue al baño y notó que también estaba muy pulcro. Al lavarse las manos observó que todo relucía.

Tras colgar la toalla se miró en el espejo. Se atusó la melena rubia, que se veía desgreñada. Observó que ofrecía un aspecto desaliñado, pues en todo el día no había tenido tiempo de retocarse el maquillaje. Tenía la frente brillante, el lápiz de labios había desaparecido, al igual que la sombra y el rímel, por lo que sus ojos castaños aparecían apagados. Había arrugas en la falda de lana blanca y una pequeña mancha de grasa resaltaba en la blusa color frambuesa. Frunció el entrecejo, mojó la punta de la toalla, frotó la mancha y sólo consiguió extenderla. Maldijo entre dientes. Sacó un peine del cajón del tocador y, cuando se disponía a pasárselo por el cabello, alguien llamó a la puerta del apartamento.

Asomó la cabeza al pasillo y exclamó:

– Lisa, ¿eres tú?

Volvieron a golpear con los nudillos, esta vez más fuerte. Sin apagar la luz, salió del baño.

– Lisa, ¿has olvidado las…?

Al abrir la puerta enmudeció de pronto. En el pasillo aguardaba un hombre alto, acicalado, de cabellos negros y ojos castaños. Llevaba un abrigo de lana gris y una bolsa de papel marrón con dos botellas de vino.

– Michael… eres tú. -Bess apretó los labios y se puso rígida.

Él la miró de hito en hito y arqueó las cejas con de sagrado.

– Bess, ¿qué haces aquí?

– Me han invitado a cenar. ¿Qué haces tú aquí?

– También me han invitado.

Siguieron frente a frente mientras ella reprimía el deseo de cerrarle la puerta en las narices.

– Lisa me llamó anoche para decirme: «Papá, mañana ven a cenar a las seis y media.»

A Bess también le había telefoneado la noche anterior. «Te invito a cenar, mamá. Ven a las seis.» Bess soltó el picaporte y dio media vuelta.

– Muy lista, Lisa -masculló con irritación.

Michael entró y cerró la puerta. Dejó las botellas en la alacena de la cocina y se quitó el abrigo mientras Bess se dirigía de nuevo al baño para alejarse de él. Bajo la luz del tocador, se peinó para echar hacia atrás cuatro mechones rebeldes y utilizó un pintalabios de un llamativo rojo escarlata, el único que encontró, ya que había dejado el suyo en el otro extremo del apartamento. Miró con disgusto los resultados y la mancha oscura en la blusa. ¡Qué mala pata que Michael la sorprendiera cuando tenía ese aspecto! Observó en el espejo que sus ojos destilaban furia y se maldijo por preocuparse de lo que él pensara. Después de lo que ese imbécil me hizo, no tengo por qué complacerle.

Cerró de un golpe el cajón del tocador y con los dedos se desordenó el flequillo para que se viera natural.

– ¿Qué haces ahí? ¿Escondiéndote? -preguntó él con irritación.

¡Llevaban seis años divorciados y Bess todavía tenía ganas de abofetearlo!

– Pongamos las cosas claras -exclamó ella desde el pasillo-. ¡Yo no sabía nada de esto!

– ¡Ni yo! ¿Dónde está Lisa? -preguntó Michael. Bess apagó la luz del baño y caminó hacia el comedor con la cabeza erguida.

– Ha ido al colmado para comprar crema de leche. ¡Me encantará echársela por la cabeza en cuanto vuelva!

Michael observaba la mesa, con las manos en los bolsillos del pantalón. Vestía un traje gris, camisa blanca y corbata azul.

– ¿Qué significa todo esto? -inquirió.

– Sé lo mismo que tú.

– ¿Viene Randy?

Randy era el hijo de ambos, de diecinueve años.

– Creo que no.

– ¿No sabes para quién es el cuarto cubierto?

– No.

– ¿Por qué nos ha invitado?

– Es evidente que quería que mamá y papá se encontraran. Nuestra hija tiene un sentido del humor un tanto extraño.

Bess abrió la nevera en busca de vino y vio que dentro había cuatro ensaladas diferentes, dispuestas con buen gusto en las fuentes, una botella de agua de Perrier y un envase de cartón rojo y blanco ¡con medio litro de crema de leche!

Lo levantó y lo sostuvo en la mano.

– ¡Bueno, bueno, si esto no es crema de leche…! Y cuatro ensaladas muy apetitosas.

Él se acercó para echar un vistazo.

– ¿Qué buscas? ¿Algo para beber?

La fragancia de su loción de afeitar, antaño tan familiar, le revolvió el estómago. Cerró de un golpe la puerta del frigorífico.

– Necesito tomar algo.

– He traído un par de botellas de vino.

– Bien, ábrelas, Michael. Al parecer nos aguarda una larga velada.

Cogió dos copas de la mesa mientras él descorchaba una botella.

– ¿Dónde está Darla?

Bess sostuvo las copas en alto mientras Michael escanciaba el vino rosado.

– Darla y yo ya no estamos juntos. Ha presentado la demanda de divorcio.

Bess quedó aturdida. La cabeza le daba vueltas mientras él servía la segunda copa.

Después de dieciséis años de convivencia con ese hombre, no pudo evitar sentir un insensato chispazo de júbilo ante la noticia de que estaba libre otra vez. O de que había vuelto a fracasar.

Michael dejó la botella en la mesa, cogió una copa y miró a Bess a los ojos. Fue un momento extraño, en el que los dos evocaron el pasado que habían compartido, lo espléndido y lo sórdido, los buenos momentos y los disgustos que los habían llevado hasta el punto en que se encontraban ahora.

– Bueno, dilo de una vez -añadió Michael.

– Bien, os está bien empleado.

Michael esbozó una sonrisa amarga y meneó la cabeza.

– Sabía que estabas pensando eso. Eres una mujer implacable, Bess.

– Y tú eres un ser despreciable. ¿Qué has hecho esta vez? ¿También la has engañado con otra?

– No pienso entrar en este juego, Bess, porque no estoy dispuesto a repetir las recriminaciones de siempre.

– A mí tampoco me apetece -repuso ella-, de modo que hasta que regrese nuestra hija fingiremos ser dos desconocidos bien educados que se han encontrado aquí por casualidad.

Se dirigieron al comedor y cada uno se sentó en un extremo del sofá cama. Los Eagles cantaban Take it easy, que habían escuchado mil veces juntos. Las velas ardían sobre la mesa, la que habían elegido para su propio comedor. El sofá era el mismo sobre el que en ocasiones habían hecho el amor e intercambiado caricias cuando los dos eran jóvenes y lo bastante estúpidos para creer que el matrimonio dura para siempre. Ahora estaban sentados en él como un par de ancianos en la iglesia, cada uno en un rincón, resentidos el uno con el otro y por la intrusión de los recuerdos.

– Al parecer diste todo el mobiliario del comedor a Lisa después de que me marchara -comentó Michael.

– Así es. Hasta los cuadros y las lámparas. No quise conservar ningún mal recuerdo.

– ¡Por supuesto! Tenías tu nuevo negocio, de modo que no hubo ningún problema para comprar piezas nuevas.

– En efecto -convino ella con presunción-. Por supuesto consigo todo a precio de fábrica.

– ¿Cómo va la tienda?

– ¡No tengo descanso! Ya sabes qué ocurre después de Navidad. Al quitar los adornos navideños todo el mundo quiere cambiar el papel pintado y la decoración para ahuyentar la melancolía del invierno. Si pudiera multiplicarme por tres, lograría hacer una media docena de consultas a domicilio por día.

Él la miró de reojo. Era evidente que Bess se sentía feliz por la manera en que había encarrilado su vida. Era una diseñadora de interiores acreditada, tenía su propio negocio y una casa redecorada.

Los Eagles empezaron a cantar Witchy woman.

– ¿Cómo te va a ti? -inquirió Bess.

– Me estoy haciendo rico.

– No esperes que te felicite. Siempre dije que lo serías.

– De ti, Bess, ya no espero nada.

Ella se llevó una mano al pecho con afectación.