No quería ir a casa.
No quería ir a casa de Bernie.
No quería estar con ninguna chica.
No quería ir a ningún local de comida rápida.
Decidió visitar a la abuela Dorner. Ella siempre estaba alegre y sin duda le daría algo de cenar. Además, le gustaba su nuevo hogar.
Stella Dorner le abrió la puerta y lo abrazó de inmediato.
– ¿Qué haces aquí un sábado por la noche?
Stella olía a perfume caro. Llevaba el pelo encrespado y un elegante vestido azul.
– He venido para ver a mi chica preferida -respondió Randy.
La mujer rió y levantó una mano para ponerse un pendiente.
– Eres un mentiroso, pero te quiero. -Dio una vuelta y los pliegues de su falda ondearon-. Bueno, ¿cómo estoy?
– Espectacular, abu…
– Espero que él opine lo mismo. Tengo una cita.
– ¡Una cita!
– Es tan apuesto como tú. ¡Todavía conserva todo su cabello y los dientes, y hasta la vesícula! Además tiene un torso precioso, si puedo decirlo.
Randy soltó una carcajada.
– Lo conocí en las clases de gimnasia -explicó Stella-. Ha prometido llevarme al salón de baile Bel Rae.
Randy la rodeó con los brazos y la alzó en el aire.
– ¡Déjalo plantado y ven conmigo!
Ella rió y lo apartó de un empujón.
– Ve a buscar a tu novia. A propósito, ¿tienes alguna?
– Hummm… tengo echado el ojo a una muchachita.
– Entonces ¿por qué no estás con ella? -Stella le dio una palmada cariñosa en el brazo antes de volverse para dirigirse con paso presuroso a su dormitorio-. ¿Cómo te va todo? -preguntó desde allí.
– ¡Muy bien! -respondió él mientras entraba en el salón.
Había luces encendidas en todo el apartamento, la música sonaba y junto a las puertas correderas de vidrio había una pintura sobre un caballete.
– Me han dicho que te han invitado a una boda -exclamó Stella.
– ¿Qué te parece?
– Y también que vas a ser tío.
– ¿Puedes creerlo?
– ¿Crees que tengo aspecto de bisabuela?
– ¿Bromeas? Eh, abuela, ¿has pintado tú estas violetas?
– Sí. ¿Te gustan?
– ¡Son preciosas! ¡No sabía que pintabas!
– ¡Yo tampoco! Es divertido.
Las luces se apagaron en el dormitorio, en el baño, en el pasillo, y Stella entró en el salón como una brisa fresca, con un collar que hacía juego con los pendientes.
– ¿Ya has encontrdo alguna banda con la que tocar?
– No -respondió Randy.
– ¿La estás buscando?
– Bueno… últimamente no mucho.
– ¿Cómo esperas encontrar una banda si no la buscas?
En ese momento sonó el timbre.
– ¡Oh, es él!
Stella dio un salto mientras se dirigía a la puerta. Randy la siguió y tuvo la impresión de ser más viejo que ella.
El hombre que entró tenía los cabellos grises y ondulados, las cejas hirsutas, un mentón firme y lucía un traje de corte perfecto.
– Gil, éste es mi nieto, Randy -presentó Stella-. Ha pasado por aquí para saludarme. Randy, éste es Gilbert Harwood.
Se estrecharon las manos. El apretón de Gil era cálido y cordial. Mantuvieron una breve charla, pero Randy advirtió que los dos estaban ansiosos por marcharse.
Minutos después se encontró otra vez en su coche. Con más hambre y más solo que antes, vio alejarse el automóvil en que iba su abuela y su amigo.
Condujo por McKusick Lane hasta Owens Street, donde se quedó mirando la cantidad de vehículos que rodeaban The Harbor que se alzaba enfrente. Estacionó y entró en el local, que estaba atestado, se sentó a la barra y pidió una cerveza. El lugar estaba lleno de humo, olía a carne asada, y los clientes tenían el vientre prominente, la voz áspera y barba muy crecida.
El tipo que estaba a su lado llevaba una gorra de los Minnesota Twins, tejanos y una camiseta debajo de un chaleco acolchado plagado de manchas. Volvió la cabeza y miró a Randy por debajo de unos párpados hinchados.
– ¿Cómo va todo? -preguntó.
– Bien…, bien -contestó Randy y tomó un trago de cerveza.
Bebieron cerveza, escucharon una canción de dos años atrás, oyeron el siseo de la carne fría al caer sobre la parrilla caliente en la cocina y alguna que otra carcajada. Alguien entró en el establecimiento y el aire frío les hizo estremecerse por un instante, antes de que la puerta se cerrara. Randy observó que ocho parroquianos se daban la vuelta para mirar a los recién llegados y luego continuaban trasegando con indiferencia. Apuró la copa, sacó del bolsillo una moneda de veinticinco centavos y utilizó el teléfono público para llamar a Lisa.
Cuando su hermana contestó, dedujo por su voz que estaba atareada.
– Hola, Lisa, soy Randy. ¿Estás ocupada?
– Sí, un poco. Mark y yo estamos preparando spanakopita, ya sabes, esa carne envuelta en hojas de parra, para llevarla a una cena griega en casa de unos amigos. ¡Estamos de manteca y relleno hasta los codos!
– Oh, bueno, no es nada importante. Sólo quería saber si te apetecía ver alguna película en vídeo. Pensaba elegir una e ir a tu apartamento.
– Caray, Randy, lo siento. Esta noche es imposible, pero si quieres puedes venir mañana.
– Sí, quizá pase mañana. Oye, diviértete y saluda a Mark de mi parte.
– Lo haré. Llámame mañana, ¿de acuerdo?
– Sí, claro. Hasta entonces.
De vuelta en su coche, Randy encendió el motor, sintonizó la radio y permaneció sentado con las manos sobre el volante. Eructó mientras contemplaba las luces a ambos lados de la colina de Owens Street. ¿Qué hacía toda esa gente en sus casas? Niños pequeños que cenaban con sus padres, parejas de recién casados que cenaban juntos. ¿Qué diría Maryann Padgett si la telefoneaba para invitarla a salir? Por desgracia no tenía suficiente dinero para llevarla a ningún lugar decente. A principios de semana se había gastado sesenta dólares en marihuana, el depósito de gasolina estaba casi vacío, había vencido la fecha de pago de su batería y no cobraría hasta el viernes próximo.
Mierda.
Apoyó la frente contra el volante y recordó la imagen de su padre reflejada esa mañana en el espejo, junto a la suya, mientras se probaban los pantalones y se anudaban las corbatas de lazo. Se preguntó dónde le habría llevado a comer, de qué habrían hablado si él hubiera aceptado la invitación.
Miró su reloj. No eran siquiera las siete. Su madre estaría en casa, preparándose para salir con Keith, y él la entretendría si llegaba antes de que se marchara; además su madre volvería a sentirse culpable por dejarlo solo, como cuando le había preguntado si prepararía la cena.
Todo el mundo tenía a alguien. Todos menos él.
Buscó en su bolsillo, encontró la bolsita de marihuana y decidió: ¡Al diablo con todo!
Capítulo 8
Bess y Keith comieron en Lido’s, en una mesa bajo un árbol plantado en una maceta que estaba adornado con pequeñísimas luces. La sopa milanesa estaba espesa y bien condimentada, y el pollo a la parmesana exquisito, y la pasta era casera. De postre tomaron helado.
– Y bien… -dijo Keith mientras miraba a Bess. Los cristales de sus gafas eran tan gruesos que le agrandaban los ojos. Tenía la cara redonda, los cabellos de color arena y tan ralos que las luces del árbol se reflejaban entre las hebras de pelo-. Esperaba que mencionaras a Michael -añadió.
– ¿Por qué?
– ¿No es evidente?
– No; no lo es. ¿Por qué debería hablar de Michael?
– Bueno, lo has visto en los últimos días, ¿no es así?
– Sí, lo he visto tres veces, pero no por los motivos que al parecer tú supones.
– ¿Tres veces?
– Con los preparativos de la boda de Lisa, es difícil eludirlo.
– Bien, una vez os encontrasteis en el apartamento de Lisa; otra, en la casa de tus futuros consuegros -enumeró Keith con los dedos-. ¿Cuándo fue la tercera vez?
– Keith, no me gusta que me interroguen.
– Es lógico que lo haga. Esta es la primera cita que me concedes desde que él reapareció en escena.
Bess se llevó una mano al pecho.
– Estoy divorciada de él; ¿lo has olvidado?
Keith tomó un trago de vino.
– La que parece haberlo olvidado eres tú -repuso-. Todavía estoy esperando oír por qué os reunisteis en esa tercera ocasión.
– Si te lo digo, ¿cambiaremos de tema?
Keith la miró con fijeza y asintió.
– Fui a ver su apartamento. Me ha encargado que lo decore. Bien, ¿podemos terminar el postre e irnos?
– ¿Vienes a mi casa esta noche? -preguntó Keith. Bess notó que la escrutaba. Comió un poco de helado y lo miró a los ojos.
– No lo creo.
– ¿Por qué?
– Porque mañana tengo mucho que hacer. Quiero levantarme temprano para ir a misa. Además, Randy me tiene preocupada. Creo que debería dormir en mi casa.
– Antepones todo y a todos a mí.
– Lo siento, Keith, pero…
– Tus hijos, tu trabajo, tu ex esposo, todos están antes que yo.
– Me exiges demasiado -repuso ella con dulzura.
Keith se aproximó y le susurró al oído:
– Me acuesto contigo, ¿no tengo ningún derecho?
Bess descubrió que no le importaba la irritación de Keith y que cada vez estaba más harta de librar esa batalla.
– No, lo siento, pero es imposible.
Keith se echó hacia atrás y apretó los labios.
– Te he pedido muchas veces que te cases conmigo.
– He estado casada, Keith, y no quiero pasar por eso nunca más.
– Entonces ¿por qué sigues saliendo conmigo?
Ella meditó antes de contestar.
– Pensaba que éramos amigos.
– ¿Y si no es suficiente para mí?
– Te corresponde a ti decidirlo.
El helado de Keith se había derretido en la copa hasta convertirse en un nauseabundo lodo verde.
– Creo que es mejor que nos vayamos -propuso él tras exhalar un suspiro.
Se levantaron y salieron del restaurante como dos personas bien educadas; él le puso el abrigo tras recogerlo en el guardarropa, luego le sostuvo la puerta para que pasara y, al llegar al coche, le abrió la portezuela y esperó a que se sentara. Después de abrocharse los cinturones de seguridad se dirigieron en silencio al edificio de Keith, pues Bess había dejado su automóvil estacionado delante de la entrada. Keith se detuvo frente a la puerta del garaje y bajó para abrirla. Cuando hubo aparcado y desconectado el motor, Bess se quitó el cinturón, pero ninguno se movió. Reinaba la más completa oscuridad.
Bess se volvió hacia él y apoyó la mano sobre el asiento, entre los dos.
– Keith, creo que deberíamos romper nuestra relación.
– ¡No! -exclamó él-. Temía que lo sugirieras, porque yo no lo deseo. Por favor, Bess… -La abrazó, pero las gruesas ropas de invierno que llevaban le impedían estrecharla-. Tú nunca me has brindado una oportunidad -continuó-. Siempre te has mantenido distante. Tal vez sea por mi culpa y, si es así, trataré de cambiar. Podríamos solucionar nuestros problemas juntos, vivir felices. Por favor, Bess…
La besó con pasión. Bess experimentó cierta repugnancia y deseó librarse de él. Él se apartó y le sostuvo la cabeza con las manos, con la frente pegada a la de ella.
– Por favor, Bess… -susurró-, llevamos juntos tres años. Ya tengo cuarenta y cuatro, y no quiero buscar otra mujer.
– Keith, basta ya.
– No, por favor, no te vayas. Por favor, ven a mi casa. Acuéstate conmigo… Bess, por favor.
– Keith, ¿es que no te das cuenta? Mantenemos esta relación por mutua conveniencia, por comodidad.
– No. Yo te amo. Quiero casarme contigo.
– Yo no puedo casarme contigo, Keith.
– ¿Por qué?
Bess no deseaba herirlo más.
– Por favor, no me obligues a decirlo.
Keith estaba tan desesperado que hablaba con tono suplicante.
– Yo sé por qué, siempre lo he sabido. Sin embargo, conseguiré que me correspondas si me das una oportunidad. Seré como tú quieras… pero no me dejes…
– ¡Keith, basta ya! Te estás humillando.
– No me importa.
– No pretendo que lo hagas. Tienes mucho que ofrecer a una mujer. Lo que ocurre es que yo no soy la mujer apropiada.
– Bess, por favor…
Trató de besarla otra vez mientras intentaba acariciarle los pechos.
– Keith, no…
El forcejeo se tornó feroz, y Bess lo empujó con fuerza.
– ¡Basta!
Keith se golpeó la cabeza contra la ventanilla. En el interior del vehículo se oía la respiración agitada de ambos.
– Bess, lo siento.
Ella cogió su bolso y abrió la portezuela.
– He dicho que lo siento.
– Tengo que irme.
Al apearse Bess notó que las piernas le temblaban. Salió del garaje y recibió con regocijo el aire frío en la cara. Se dirigió hacia su automóvil y, al oír que se abría la portezuela del coche de Keith, echó a correr.
– ¡Bess espera! ¡Nunca te he ofendido, Bess…! -exclamó.
Bess entró en su vehículo y hurgó en el bolso en busca de las llaves sin dejar de temblar. Por fin se alejó del lugar y, pocos minutos después, se percató de que sus manos se aferraban con fuerza al volante, que tenía la espalda rígida y las lágrimas rodaban por sus mejillas.
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