– Por supuesto. Varios empapeladores trabajan para mí, de modo que no tienes que ocuparte de nada de eso. Lo único que tienes que hacer es dejarles una llave.

El presupuesto descansaba todavía en el regazo de Michael, que echó un vistazo a la primera página.

– Debo advertirte -añadió ella- que tendré que ir con frecuencia a tu apartamento para supervisar el empapelado y la colocación de las cortinas. Si hay algo mal, quiero solucionarlo antes de que lo descubras tú. También iré a ver los muebles en cuanto los lleven para asegurarme de que la gama de colores es correcta. ¿Tienes algún inconveniente?

– No.

Bess juntó todos los planos del piso y los guardó en un sobre de papel manila.

– Es mucho dinero, Michael, lo sé, pero cualquier diseñador de interiores te cobrará mucho más. Además, estoy en ventaja respecto a ellos, pues te conozco bien.

Sus miradas se encontraron mientras ella se sentaba en el borde de la silla, con una pila de papeles sobre las rodillas.

– Es probable que tengas razón -concedió Michael.

– Siempre te ha gustado la piel, por lo que te volverás loco con ese sofá italiano. Te encantarán la alfombra delante de la chimenea, los espejos en la galería y lo demás.

A ti también, pensó él. Michael también la conocía bien y sabía que ésos eran los colores, estilos y diseños que a ella le gustaban. Por un instante se entregó a la fantasía de que Bess había diseñado el lugar para los dos, como ya lo había hecho una vez.

– ¿Puedo tomarme un tiempo para pensarlo?

– Por supuesto.

Se levantaron y, mientras Bess recogía la taza y el platito del café, Michael miró su reloj.

– Son casi las ocho y me muero de hambre. ¿Y tú?

– ¿No has oído los gruñidos de mi estómago?

– ¿Te apetecería…? -Se interrumpió y meditó unos segundos antes de añadir-: ¿Te apetecería cenar conmigo?

Ella podía haber declinado la invitación con la excusa de que tenía que guardar los catálogos y muestras, aunque en realidad los necesitaría para los pedidos si él decidía contratar sus servicios. Podía haber dicho que prefería ir a casa para estar con Randy, aunque era poco probable que su hijo estuviera allí un viernes a las ocho de la noche. Podía, sencillamente, haber dicho que no sin dar ninguna explicación, pero lo cierto era que disfrutaba en su compañía y no le importaba pasar otra hora con él.

– Podríamos ir a Freight House -sugirió.

Michael sonrió.

– ¿Todavia sirven esa deliciosa cazuela de pescado y marisco?

– Como siempre -respondió ella con una sonrisa.

– Entonces vamos.

Salieron del Lirio Azul, cuyo escaparate seguía iluminado. El viento era tan fuerte que hacía oscilar las farolas de la calle y los cables.

– ¿Vamos en coche? -preguntó Michael.

– Es difícil encontrar aparcamiento cerca de allí en un fin de semana. Será mejor que caminemos, si no te importa.

El restaurante se hallaba a sólo dos manzanas. Durante el trayecto, las intensas ráfagas los empujaban, les levantaban los bajos del abrigo y Bess hacía equilibrio sobre sus tacones altos para evitar caer de bruces. Michael la tomó del codo y la sostuvo con firmeza mientras avanzaban deprisa con el cuerpo inclinado. Cruzaron Main Street y, cuando doblaron hacia Water Street, el viento cambió de dirección, se coló entre los edificios y formó remolinos. Bess se sentía confortada por el contacto de la mano de Michael.

El Freight House era un edificio de ladrillos rojos, una verdadera reliquia del pasado frente al río y las vías del ferrocarril, de espaldas a Water Street, con seis puertas en forma de arco muy altas, a través de las cuales se introducían y sacaban las mercaderías en los tiempos en que tanto el comercio ferroviario como el fluvial eran florecientes. Dentro, las amplias ventanas daban al río y a una inmensa plataforma de madera, donde en verano se colocaban mesas con sombrillas de colores para que los clientes cenaran al aire libre. Ahora, en el riguroso febrero, en el alféizar de las ventanas había hielo y los parasoles estaban plegados y atados, como una flotilla de veleros al costado de un muelle. En el interior olía de maravilla y reinaba un ambiente cálido.

Mientras se desabrochaba el abrigo, Michael pidió una mesa a la recepcionista, quien consultó un libro abierto sobre un atril.

– Habrá una libre dentro de unos quince minutos. Pueden sentarse en el bar si lo desean. Yo les avisaré.

Sin quitarse los abrigos se sentaron en dos taburetes ante una pequeñísima mesa cuadrada.

– Hacía mucho tiempo que no venía aquí -comentó Michael.

– Yo tampoco vengo a menudo; sólo de vez en cuando para comer.

– Si mal no recuerdo, fue aquí donde celebramos nuestro décimo aniversario.

– No, fuimos a Colonias Amana.

– Ah, sí, es cierto.

– Mamá se quedó al cuidado de los chicos y pasamos allí un largo fin de semana.

– Entonces ¿qué aniversario festejamos aquí?

– El undécimo, tal vez. No estoy segura. Mezclo unos con otros.

– Sin embargo, cada año hacíamos algo especial ¿no lo recuerdas?

Bess sonrió por toda respuesta.

Se acercó una camarera y puso dos posavasos sobre la mesa.

– ¿Qué quieren tomar? -preguntó.

– Yo una cerveza -respondió Michael.

– Para mí lo mismo.

– Todavía te gusta la cerveza, ¿eh? -preguntó Michael cuando se retiró la camarera.

– ¿Por qué debería haber cambiado?

– Oh, no lo sé. Oficio nuevo, imagen nueva. Tienes el aspecto de una persona acostumbrada a beber champán.

– Lamento decepcionarte.

– No es una decepción, en absoluto. Hemos tomado muchas cervezas juntos.

– Humm… sí, en las noches tórridas de verano, cuando nos sentábamos en la terraza y mirábamos los barcos en el río.

La camarera les sirvió lo que habían pedido y, después de una breve discusión sobre quién invitaba, cada uno pagó la suya y rechazaron los vasos para beber directamente de la botella.

Una vez que los dos hubieron tomado un buen trago, Michael miró a Bess con fijeza.

– ¿Qué haces ahora en las noches tórridas de verano? -preguntó.

– Por lo general estoy en casa, atareada con los diseños. ¿Qué haces tú?

Michael pensó un momento.

– Con Darla, nada memorable. Los dos trabajábamos muchas horas…, de hecho daba la impresión de que sólo compartíamos el mismo techo. Ella salía a comprar o iba a la peluquería. A veces, cuando mamá vivía, yo iba a su casa para cortar el césped. Es curioso, porque yo tenía un jardinero que se ocupaba del mío. Después de sufrir el infarto, mamá no podía realizar grandes esfuerzos, de modo que la visitaba una vez por se mana y pasaba la segadora.

– ¿Darla no te acompañaba?

Michael frotó con la uña del pulgar el borde de la etiqueta de su botella y rasgó un trocito.

– Es extraño lo que ocurre con las segundas esposas, nunca llegan a integrarse en la familia de uno.

Bebió otro trago y la miró a los ojos. Bess bajó la vista mientras él observaba la marca que había dejado la cerveza en el carmín de sus labios, sus piernas cruzadas… Caramba, era preciosa.

– Como buena católica -añadió Michael-, mi madre no creía en el divorcio, de manera que en realidad nunca reconoció mi segundo matrimonio. Trataba a Darla con cortesía, pero le suponía un esfuerzo tremendo.

Bess alzó la mirada y vio que Michael todavía la observaba.

– Supongo que sería muy duro para Darla -conjeturó ella.

– Sí, en efecto. -De pronto chasqueó los dedos y abandonó su actitud meditabunda, como si alguien le hubiera propinado un codazo en la espalda-. Sí, es cierto, fue muy duro para ella.

En ese momento regresó la camarera.

– Su mesa está lista, señor Curran.

Les condujo a un reservado iluminado por una única lámpara. Mientras Bess leía con atención la amplia carta, Michael la abrió, la ojeó durante cinco segundos y volvió a cerrarla. Ella notó que la observaba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó.

– Estás estupenda -respondió él.

– Oh, Michael, basta.

– De acuerdo, estás fatal.

Bess rió con timidez.

– No has dejado de mirarme desde que entramos.

– Lo siento -se disculpó él sin apartar la vista-. Por lo menos esta vez no te has enojado cuando te he dicho que estás estupenda.

– Me enfadaré si continúas así.

Se acercó una camarera para tomar nota.

– Yo quiero pollo asado y una cazuela de mariscos -pidió Michael.

Bess abrió los ojos como platos. Ella había elegido los mismos platos. Eso solía suceder con frecuencia cuando estaban casados, y ellos se reían de cómo sus gustos se habían vuelto tan parecidos. Entonces hacían cábalas sobre cuándo empezarían a parecerse físicamente, como les ocurre, según se dice, a las parejas que llevan muchos años de matrimonio. Por un instante Bess consideró la posibilidad de cambiar su elección, pero al final se negó a dejarse intimidar.

– Yo comeré lo mismo.

Michael la miró con desconfianza.

– Sé que no lo creerás, pero ya lo había decidido antes de que tú pidieras.

– ¡Oh! -exclamó él.

Les sirvieron las cazuelas de mariscos y ambos empezaron a comer.

– Vi a Randy el sábado pasado -explicó Michael-. Le invité a almorzar, pero no aceptó.

– Sí, ya me lo comentó.

– Sólo quería que supieras que estoy intentando reconciliarme con él.

Bess apartó la cazuela en cuanto hubo terminado el marisco y, cuando Michael también acabó, la camarera se acercó para retirar los dos platos. Michael esperó a que se fuera para hablar.

– He reflexionado desde la última vez que charlamos.

Bess tuvo miedo de preguntar. La conversación adquiría un cariz personal.

– Acerca de culpas…, compartidas por los dos. Supongo que tenias razón al pedirme que te ayudara en la casa. Mientras estudiabas en la universidad, debí haberte echado una mano. Ahora comprendo que no era justo esperar que lo hicieras todo sola.

Bess esperaba que agregara «pero» y esgrimiera excusas. Al ver que no lo hacía, se sintió gratamente sor prendida.

– ¿Puedo preguntarte algo, Michael?

– Por supuesto.

– Perdona la indiscreción; ¿alguna vez ayudaste a Darla en las tareas domésticas?

– No.

– Las estadísticas demuestran… -afirmó Bess tras mirarlo unos instantes con aire burlón- que los segundos matrimonios no duran tanto como los primeros, entre otras razones porque la gente comete los mismos errores.

Michael se sonrojó y no hizo ningún comentario. Terminaron la cena en silencio.

En el momento de abonar la cuenta, cada uno pagó su parte.

Cuando se disponían a salir del restaurante, Michael abrió la puerta y la sostuvo para que Bess pasara.

– He decidido encomendarte la decoración de mi apartamento -anunció a sus espaldas.

Bess esbozó una sonrisa fugaz y se volvió hacia él.

– ¿Por qué? -preguntó.

– Porque eres la persona indicada. ¿Qué hay que hacer? ¿Firmar un contrato o algo parecido?

– Sí, algo parecido.

– Entonces, hagámoslo.

– ¿Esta noche?

– Dado que te conduces como una mujer de negocios, apuesto a que ya tienes un contrato listo para firmar en tu establecimiento. ¿Es así?

– En efecto, lo tengo.

– Entonces, vamos.

La tomó del brazo con firmeza y echaron a andar. Cuando doblaron la esquina, los embistió un viento tan violento que los hizo tambalear.

– ¿Por qué haces esto? -preguntó Bess.

– Tal vez me guste verte curiosear en mi casa -respondió él.

Bess se detuvo al instante.

– Michael, si ésa es la única razón…

Él la obligó a seguir caminando.

– Era sólo una broma, Bess.

Mientras abría la puerta del Lirio Azul, Bess esperó que lo fuera.

Capítulo 9

Febrero pasó deprisa. La boda se acercaba, y Lisa telefoneaba a Bess cada día.

«Mamá, ¿no tendrás una pluma de escribir de las antiguas en tu tienda? Ya sabes…, de las que se usan para el libro de los invitados.»

«Mamá, ¿dónde puedo comprar unas ligas?»

«Mamá, ¿crees que la tarta tiene que ser de nata, o puedo pedir una de mazapán?»

«Mamá, hay que pagar un anticipo para los arreglos florales.»

«¡Mama, he engordado otro kilo ¿Qué pasa si el vestido me queda demasiado estrecho?»

«Mamá, Mark cree que deberíamos tener copas especiales de champán, grabadas con nuestros nombres y la fecha, ¡pero yo lo considero una tontería, ya que estoy embarazada y ni siquiera puedo beber alcohol!»

«Mamá, ¿todavía no has comprado tu vestido?»

Como no lo había hecho, Bess reservó una tarde en su agenda y llamó por teléfono a Stella.

– Faltan sólo dos semanas para la boda y Lisa ha puesto el grito en el cielo cuando se ha enterado de que todavía no tengo vestido. ¿Y tú? ¿Ya te lo has comprado?