– Aún no.
– ¿Quieres que vayamos de compras?
– Creo que sería lo mejor.
Fueron en coche al centro de Minneapolis. Curiosearon todo el camino desde el conservatorio hasta Dayton’s y Gavidae Commons, donde la suerte les sonrió en Lillie Rubin. Stella, con absoluto desprecio por la imagen de abuela, escogió un atrevido modelo de tela plateada con una falda con tres volantes. Bess, en cambio, eligió un vestido recto mucho más serio, de seda cruda color melocotón, con una falda en forma de tulipán. Cuando salieron de los probadores, Bess echó una ojeada a su madre.
– ¡Espera un momento! -exclamó-. ¿Quién es la abuela?
– Tú. Yo soy la bisabuela -respondió Stella mientras se miraba al espejo-. Me gustaría saber por qué las madres de las novias llevan trajes insípidos que las hacen parecer mayores y semejan cortinas. ¡Bien, éste responde a mi estado de ánimo!
– Es muy llamativo.
– Tienes razón, lo es. Gil Harwood vendrá conmigo a la boda.
– ¿Gil Harwood?
– ¿Parezco una bailarina?
– ¿Quien es Gil Harwood? -preguntó Bess.
– Un hombre que hace que se me endurezcan los pezones.
– ¡Mamá! -exclamó Bess.
– Me estoy planteando tener una aventura con él. ¿Qué opinas?
– ¡Mamá!
– No he mantenido ninguna relación con un hombre desde que murió tu padre y considero que debería hacerlo antes de que se me sequen todas las aberturas. Hice un pequeño experimento la última vez que salí con Gil y te aseguro que no eran sus arterias las que se endurecían.
Bess se echó a reír.
– Mamá, eres una descarada.
– Mejor descarada que senil. ¿Crees que debería preocuparme por el sida?
– Tú eres la descarada. Pregúntale a él.
– Buena idea. ¿Cómo andan las cosas entre tú y Michael?
– ¿Han decidido las señoras?
La pregunta de la dependienta salvó a Bess de contestar, aunque sintió cierto nerviosismo ante la mención del nombre de su ex esposo y captó la mirada socarrona de Stella, quien advirtió que algo la perturbaba.
Compraron los vestidos y, después de adquirir unos zapatos que combinaran con ellos, subieron al coche. Mientras Bess conducía, Stella reanudó la conversación interrumpida.
– ¿Cómo andan las cosas entre tú y Michael?
– Mantenemos una relación muy cordial.
– ¡Oh, qué desilusión!
– Como ya te expliqué, mamá, no deseo volver con él, pero hemos aclarado algunas cosas.
– Por ejemplo…
– Los dos admitimos que podíamos habernos esforzado un poco más por salvar nuestro matrimonio.
– Michael es un buen hombre, Bess.
– Sí, lo sé.
Bess tuvo pocas oportunidades de encontrarse con el «buen hombre» después de ese día. Fue a su apartamento cuando los empapeladores estaban a punto de terminar su labor pero Michael no estaba allí. Al día siguiente lo telefoneó para preguntarle si estaba satisfecho con el trabajo.
– Más que satisfecho. Es perfecto.
– Me alegro de que te guste.
– Sin embargo, huele a pis.
Bess prorrumpió en carcajadas. Había olvidado lo divertido que era Michael cuando se lo proponía y cómo, sin el menor esfuerzo, siempre había conseguido hacerla reír.
– Entonces ¿no te gusta? -preguntó.
– La verdad es que me encanta.
– Bien. Escucha, han empezado a llegar las facturas de los muebles. Calculo que te las entregarán a mediados de mayo. Todavía no sé nada sobre el sofá, pero estoy segura de que tardará más tiempo. En cuanto sepa algo te informaré.
– De acuerdo.
A continuación Bess cambió de tema.
– Michael, necesito hablar contigo sobre los gastos de la boda de Lisa. Ya se han pagado algunas facturas, pero no todas. ¿Cómo quieres que lo arreglemos? Yo ya he abonado ochocientos dólares, de modo que ¿por qué no pagas lo mismo y agregas dos mil más? Yo daré otro tanto para que Lisa lo ingrese en su cuenta corriente y saque el dinero a medida que lo necesite. Después, lo que sobre, si es que sobra algo, nos lo repartiremos.
– Perfecto.
– Tengo los recibos, de manera que te los enviaré para que…
– ¡Por el amor de Dios, Bess! Confío en ti.
– Ah…, bueno…, gracias, Michael. Entonces, no tienes más que mandarle el cheque a Lisa.
– ¿De verdad crees que sobrará algo de dinero?
Bess rió entre dientes.
– Es probable que no.
– Ahora eres más realista.
– En cualquier caso no me importa gastarlo, ¿y a ti?
– En absoluto. Es nuestra única hija.
Tras este comentario guardaron silencio. Ambos desearon poder anular la parte negativa de su pasado y recuperar lo que alguna vez habían tenido. Bess experimentó cierta excitación y reprimió el impulso de preguntarle qué había hecho, dónde estaba, qué llevaba puesto; la clase de preguntas que delatan a un enamorado.
– Entonces, supongo que nos veremos en el ensayo de la boda -dijo.
Michael se aclaró la garganta y habló con voz apagada.
– Sí… seguro.
Cuando Bess colgó el auricular, echó la silla del escritorio hacia atrás, se mesó el pelo y exhaló un largo suspiro.
El automóvil de Randy estaba tan sucio como una jaula de pájaros; todo lo que caía al suelo, ahí se quedaba. El día de la cena de los novios y del ensayo, llevó el baqueteado Chevy Nova ‘84 al lavacoches y arrojó a la basura recipientes de hamburguesas, calcetines sucios, correspondencia sin abrir, cartas sin enviar, recibos de estacionamiento, una rosquilla seca, latas de cerveza vacías y una vieja zapatilla de deporte Adidas.
Pasó el aspirador, introdujo las alfombrillas en la máquina de lavar, vació los ceniceros, limpió las ventanillas y la carrocería y compró un ambientador azul en forma de árbol de Navidad para colgarlo en el interior.
Después condujo hasta Maplewood Mall, donde se compró un par de pantalones en Hal’s y un jersey en The Gap, volvió a casa para ponerse sus auriculares y escuchar I want to know what love is, de Foreigner, mientras tocaba la batería y soñaba con Maryann Padgett.
El ensayo estaba programado para las seis. Cuando faltaban quince minutos, su madre le preguntó si quería que lo llevara a la iglesia en su coche.
– Lo siento, mamá, pero tengo planes para después.
Sus planes consistían en preguntar a Maryann Padgett si podía acompañarla a casa.
Cuando entró en St. Mary y vio a Maryann, tuvo la impresión de que le faltaba el aire. Se sintió igual que cuando tenía nueve años y solía colgarse cabeza abajo de los columpios durante cinco minutos y luego trataba de caminar derecho. La muchacha lucía un abrigo azul marino, sencillo y recatado, zapatos azul marino de tacón bajo, y Randy supuso que debajo llevaría un discreto vestido de domingo. Hablaba con Lisa con palabras decorosas y apropiadas. Probablemente en verano iba a los campamentos para leer la Biblia y en invierno editaba el diario de la escuela.
Randy nunca había deseado tanto impresionar a alguien.
Lisa lo vio y lo saludó.
– Hola, Randy.
– Hola, Lisa.
El joven dedicó una inclinación de la cabeza a Maryann, con la esperanza de que no se notara su nerviosismo.
– ¿Dónde está mamá? -preguntó Lisa.
– Debe de estar al llegar. Cada uno ha venido en su coche.
– Tú y Maryann seréis los primeros en entrar en el templo.
– Oh, estupendo.
– Estaba explicándole a Lisa que nunca he asistido a una boda -comentó Maryann.
– Yo tampoco.
– Es emocionante, ¿verdad?
– Sí, lo es.
Bajo su nuevo jersey de tejido acrílico, Randy se sentía acalorado y tembloroso. Maryann tenía una carita de duende travieso, ojos azules muy grandes, boca sensual y un lunar diminuto sobre el labio superior. No llevaba ni una pizca de maquillaje.
El vestíbulo estaba lleno de gente, y Lisa se alejó de ellos para charlar con alguien.
– ¿Siempre has vivido en White Bear Lake? -preguntó Randy para romper el silencio.
– Sí.
– Yo solía ir a los bailes que se organizaban en la calle en el verano, durante los días de Manitou. Contrataban a algunas bandas muy buenas.
– ¿Te gusta la música?
– Me apasiona. Quiero integrarme en un grupo.
– ¿Qué instrumento tocas?
– La batería.
– ¡Oh! -La joven meditó un momento y agregó-: Los músicos llevan una vida muy dura, ¿no?
– No lo sé. Nunca he tenido oportunidad de comprobarlo.
En este momento llegó el padre Moore y empezó a organizar el ensayo. Todos entraron en la iglesia, dejaron los abrigos en los bancos del fondo y, en efecto, Maryann lucía un vestido de bibliotecaria recatada de color oscuro con cuello blanco de encaje. Sin rizos artificiales en el pelo, ofrecía una imagen de antaño que cautivó a Randy. Seguía turbado por la visión de la joven, cuando alguien le puso una mano en el hombro.
– Hola, Randy, ¿cómo va todo?
Dio vuelta y, al ver a su padre, su expresión se endureció.
– Bien.
Michael apartó la mano y saludó a la muchacha.
– Hola, Maryann.
– Hola -repuso ella sonriente-. Estábamos comentando que ésta es la primera boda a la que asistiremos Randy y yo.
– Supongo que también lo es para mí, aparte de la mía, claro está.
Michael esperó, y miró a Randy y, como éste permanecía en silencio, decidió alejarse.
– Bueno… nos veremos más tarde.
Randy lo siguió con la mirada.
– Aparte de su boda… -repitió con sarcasmo-. Querrá decir de las dos…
– ¡Randy! -murmuró Maryann-. ¡Es tu padre!
– No me lo recuerdes.
– ¿Cómo puedes tratarlo de esa manera?
– Yo no hablo al viejo.
– ¿No le hablas? ¡Es terrible! ¿Cómo es posible?
– No le hablo desde que tenía trece años.
Maryann lo miró como si el joven acabara de poner la zancadilla a una anciana.
El padre Moore pidió silencio y empezó el ensayo. Randy estaba irritado con Michael por haber interrumpido su conversación. Después de pensar todo el día en Maryann Padgett, de haber limpiado el coche por ella, de vestirse con ropa nueva por ella, de desear impresionarla, todo se había venido abajo con la aparición del viejo.
¿Por qué no me deja en paz? ¿Por qué tiene que tocarme, hablarme, hacerme aparecer como un imbécil delante de esta chica, cuando el imbécil es él? Yo he venido aquí con la intención de demostrar a Maryann que puedo ser un caballero, charlar amigablemente con ella para conocerla un poco e invitarla a salir. Entonces llega el viejo y jode todo el plan.
Durante el ensayo, Randy observó a su madre y a su padre mientras avanzaban por la nave uno a cada lado de Lisa y se sentaban en la primera fila. Poco después le tocó subir al altar y colocarse de cara a los invitados, con lo que no tuvo más remedio que verlos, juntos, como una pareja feliz. ¡Menuda farsa! ¿Cómo podía su madre estar sentada a su lado como si nunca se hubieran separado, como si la familia no se hubiera roto por culpa de él? Ella podía decir que también era responsable del divorcio, pero no tanto como Michael, y nadie convencería a Randy de lo contrario.
Cuando terminó el ensayo en la iglesia, todos se trasladaron a un restaurante llamado Finnegan’s, donde los Padgett habían reservado un salón privado para la cena de los novios. Randy fue solo en su coche, llegó antes que Maryann y la esperó en el vestíbulo. La puerta se abrió y entró la joven, que hablaba con sus padres con una sonrisa en el rostro.
Cuando lo vio, su sonrisa se hizo más tenue.
– Hola otra vez -saludó Randy.
Se sintió cohibido al advertir que ella había adivinado que estaba aguardándola.
– Hola.
– ¿Te molesta si me siento a tu lado?
Ella lo miró a los ojos.
– Sería mejor que te sentaras junto a tu padre, pero no me molesta.
Randy se ruborizó. Al ver que Maryann hacía ademán de quitarse el abrigo, dijo:
– Permíteme que te ayude.
Lo colgó junto con el suyo y los dos siguieron a los padres de ella hasta el salón reservado, donde había una mesa larga. Mientras caminaba detrás de ella, Randy le miraba el cuello blanco redondo, el oscuro cabello, que le caía lacio hasta los hombros, con las puntas levantadas. Pensó en escribir una canción sobre su melena, una composición lenta y sugerente.
Le retiró la silla y se sentó a su lado en un extremo de la mesa, lejos de sus padres.
Mientras comían, Maryann hablaba con su padre, acomodado a su derecha, y reía. A veces charlaba con Lisa y Mark, o se inclinaba para comentar algo a su madre o a una de sus hermanas. En ningún momento dirigió la palabra a Randy.
– ¿Me pasas la sal, por favor? -pidió él. Ella obedeció con una sonrisa tan forzada que él deseó que no se la hubiera dedicado.
– Excelente comida -observó él.
– Sí. -Maryann tenía la boca llena y los labios brillantes. Se los secó con una servilleta antes de añadir-: Mis padres querían una cena más sofisticada, pero no podían permitírselo, y Mark dijo que estaba bien.
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