– Se nota que tu familia se lleva muy bien.

– Sí, es cierto.

Randy deseaba prolongar la conversación. Hizo una mueca y miró el plato de Maryann.

– Te gusta el pollo, ¿eh? -observó.

La muchacha había comido toda la carne y dejado la guarnición. Se echó a reír y sus miradas se encontraron.

– Oye -agregó él con un nudo en el estómago-, estaba pensando que tal vez podría llevarte a tu casa.

– Tendré que pedir permiso a papá.

Hacía años que Randy no oía nada semejante.

– Entonces ¿te gustaría? -preguntó con asombro.

– En cierto modo sospechaba que me lo pedirías.

Se volvió hacia su padre y se recostó en la silla para que Randy oyera el intercambio de palabras.

– Papá, Randy se ha ofrecido a llevarme a casa en su coche. ¿Te parece bien?

Jake palpó su audífono.

– ¿Qué? -preguntó.

– Que Randy quiere acompañarme a casa.

Jake se inclinó para mirar a Randy.

– Muy bien, pero recuerda que mañana tienes que madrugar.

– Ya lo sé, papá. Llegaré temprano -aseguró antes de volverse hacia Randy-. ¿Conforme?

– ¡Directamente a casa! -prometió Randy levantando la mano derecha.

Cuando terminó la comida, los invitados se despidieron. Randy entregó el abrigo a Maryann, abrió la pesada puerta de vidrio y cruzaron juntos el aparcamiento cubierto de nieve.

– Este es el mío -indicó cuando llegaron a su Chevy Nova.

Dio la vuelta para abrirle la portezuela y esperó hasta que se hubo sentado para cerrarla. Se sentía ansioso por mostrarse galante y cortés.

Minutos después, mientras ponía en marcha el motor comentó:

– Los muchachos ya no suelen hacer estas cosas… Me refiero a abrir las puertas del coche. -Lo sabía muy bien, puesto que él nunca lo hacía-. De hecho a algunas chicas no les gusta, porque creen que deben defender su independencia.

– Es lo más estúpido que he oído en la vida. A mí me encanta -afirmó Maryann.

Randy arrancó. Se sentía eufórico y decidió que, si ella se mostraba tan sincera, él también podía ser franco.

– Debo reconocer que nunca tengo ese detalle, pero lo haré a partir de ahora.

Ella se ciñó el cinturón de seguridad, otra cosa que él rara vez hacía. Sin embargo esta vez tanteó alrededor, encontró la hebilla sepultada bajo el asiento y la abrochó. Graduó la calefacción, y el ambientador con forma de árbol de Navidad comenzó a girar.

– Huele muy bien aquí dentro -comentó ella-. ¿Qué es?

– Esa cosa -respondió señalando el árbol.

Se dirigió hacia White Bear Avenue. Aunque habría sido más directo tomar la I-95 hasta la 61 y rodear el lago por el oeste, avanzó hacia el este y condujo a treinta kilómetros por hora por la zona residencial, donde estaba permitido ir a cincuenta.

– ¿Puedo preguntarte algo? -inquirió cuando estaban a medio camino de la casa de Maryann.

– ¿Qué?

– ¿Qué edad tienes?

– Diecisiete. Soy mayor de edad.

– ¿Sales con alguien?

– No tengo tiempo. Formo parte del equipo femenino de baloncesto, trabajo en el diario de la escuela y estudio mucho en los ratos libres. Quiero iniciar una carrera, tal vez medicina o derecho, y he presentado una solicitud en la Universidad Hamline. Mis padres no pueden pagarme la matrícula, de modo que tendré que solicitar una beca, lo que significa que debo mantener altas mis calificaciones.

Si él le hubiera hablado de sus resultados en la escuela secundaria, Maryann le habría pedido que detuviera el automóvil y la dejase allí mismo.

– ¿Y tú? -preguntó ella.

– ¿Yo? No; no salgo con nadie.

– ¿Vas a la universidad?

– No. Sólo terminé la escuela secundaria.

– Me has dicho que quieres tocar la batería.

– Sí.

– ¿En una banda de rock?

– Sí.

– ¿Y mientras tanto?

– Mientras tanto, trabajo en un almacén mayorista. Empaqueto nueces recién tostadas, cacahuetes, pistachos y castañas. Es una gran empresa, que recibe pedidos de los lugares más distantes de Estados Unidos. La época de Navidad es la más ajetreada; es para volverse loco.

Maryann se echó a reír mientras él pensaba en cuán distintas eran sus ambiciones. Permanecieron un rato en silencio hasta que Randy exclamó:

– Hostia, parezco un fracasado.

– Randy, ¿puedo ser franca contigo?

– Claro.

– Me gustaría que no emplearas ese vocabulario delante de mí. Me ofende.

Era lo último que él hubiera esperado. Ni siquiera se había dado cuenta de que lo había dicho.

– De acuerdo, perdóname.

– Y en cuanto a que eres un fracasado…, bueno, no es más que un estado de ánimo. Siempre he considerado que si una persona se siente fracasada, debería hacer algo al respecto; estudiar, buscar un trabajo diferente, hacer algo para elevar su autoestima. Ese sería el primer paso.

Cuando llegaron a la casa de Maryann, Randy estacionó en la calle y dejó el motor en marcha. Había muchos automóviles en la entrada; de los padres de ella, de Lisa, de Mark. Todas las luces de la vivienda estaban encendidas. Las cortinas del salón estaban descorridas y vieron a la gente que se movía en el interior.

Randy apoyó el pecho contra el volante, juntó las manos entre las rodillas y clavó la vista en un farol, a unos seis metros de distancia.

– Escucha, sé qué opinas que soy un imbécil por no llevarme bien con mi padre, pero tal vez te gustaría conocer el motivo.

– Por supuesto.

– Cuando yo tenía trece años, él tuvo una aventura amorosa y se divorció de mi madre para casarse con otra. Todo se desmoronó después de eso; el hogar, la escuela…, en especial la escuela, y en cierto modo quedé a la deriva.

– Todavía sientes lástima de ti mismo.

Randy volvió la cabeza para mirarla.

– Él destrozó nuestra familia.

– ¿De verdad lo crees?

Randy esperó a que continuara mientras la observaba con recelo.

– Aunque no te guste, debo decirte que cada uno es responsable de sí mismo. No puedes culparle de tu fracaso en los estudios, aunque resulte más fácil responsabilizarle.

– Hostia, conque él no tiene la culpa de nada.

– Has vuelto a usar esa expresión. Si la repites, me voy.

– ¡De acuerdo, lo siento!

– Sabía que te molestaría oírlo. Tu hermana lo ha superado, y también tu madre; ¿por qué tú no?

Randy se recostó en el asiento.

– ¡Joder, no lo sé!

Antes de que él se diera cuenta de lo que había dicho, Maryann se apeó, cerró la portezuela de un golpe, bordeó un montículo de nieve y se dirigió hacia la casa con paso firme. Randy salió del vehículo y exclamó:

– ¡Maryann lo siento! ¡Se me ha escapado!

Cuando la puerta de la casa se cerró, aporreó el techo del coche con los puños y maldijo a voz en grito.

– ¡Joder, Curran! ¿Cómo se te ocurre intentar ligar con esa mojigata neurótica?

Subió de nuevo al automóvil, aceleró el motor y arrancó a gran velocidad. Bajó la ventanilla, arrancó el árbol de Navidad, se cortó un dedo al romper el hilo, y arrojó el ambientador a la calle mascullando una palabrota.

Dobló una esquina a cuarenta kilómetros por hora, estuvo a punto de derribar una boca de incendios, pasó dos semáforos en rojo y exclamó a voz en cuello:

– ¡A la mierda, Maryann Padgett!

A los pocos minutos estacionó el coche, sacó del bolsillo la marihuana, fumó unas caladas y esperó a que lo invadiera la euforia.

Poco después sonreía al tiempo que murmuraba:

– A la mierda, Maryann Padgett…


Mientras Randy acompañaba a Maryann, Lisa se despedía de sus padres.

Primero dio un beso a Michael.

– Te veré mañana, papá.

– Claro que sí. -Él se emocionó de pronto y la estrechó en un abrazo muy prolongado-. Supongo que pasarás la noche en casa con mamá.

– Sí. Hemos llevado todas mis cosas al apartamento de Mark.

– Me alegro. Me gusta pensar que esta noche estarás allí, con ella.

– Eh, papá -le susurró Lisa al oído-, debes perseverar. Creo que estás ganando puntos con mamá. -Se apartó de él y sonrió.

– Buenas noches a todos. Te veré en casa, mamá.

Michael ocultó su sorpresa mientras Lisa salía por la puerta con Mark.

– Lisa parece muy feliz -comentó Michael mientras ayudaba a Bess a ponerse el abrigo.

– Creo que lo es.

El resto de los Padgett se despidieron y partieron. Michael y Bess eran los últimos que quedaban en el lugar. Se hallaban cerca de la puerta de vidrio poniéndose los guantes y abotonándose el abrigo.

– Además, creo que hay algo entre Randy y Maryann -observó Michael.

– Han estado juntos toda la noche.

– Ya me he fijado.

– Es una chica muy guapa, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Por qué siempre son las madres quienes hacen primero esa observación? -inquirió Bess.

– Supongo que porque quieren chicas guapas para sus hijos. En realidad a los padres nos ocurre lo mismo.

Bess miró a Michael a los ojos. Tenían que irse, seguir a los demás y decir buenas noches.

– Maryann es muy joven; todavía está en la escuela secundaria -explicó Bess.

– He visto que ha pedido permiso a su padre para irse con Randy.

– ¿No es bonito ver un detalle de los de antes?

– Sí, lo es.

En los ojos de Bess apareció una expresión dulce.

– Es una familia maravillosa, ¿no te parece?

– Pensaba que te molestaba estar con familias maravillosas.

– No tanto como antes.

– ¿Por qué ese cambio?

Ella no respondió. El restaurante cerraba sus puertas. Alguien pasaba un aspirador, y las camareras ya se marchaban. Lo razonable era que ellos también se fueran y dejaran de jugar con sus sentimientos. Sin embargo, se quedaron.

– ¿Sabes qué? -dijo Michael.

– ¿Qué? -susurró Bess.

La intención de él había sido decir: «Me gustaría ir yo también a casa contigo», pero lo pensó mejor.

– Tengo una sorpresa para Lisa y Mark -anunció-. He alquilado una limusina que pasará a buscarlos mañana.

– ¿No lo habrás hecho de verdad? -exclamó Bess con los ojos desorbitados.

– ¿Por qué? ¿Qué…?

– ¡Yo he hecho lo mismo!

– ¿Hablas en serio?

– No sólo eso. ¡Tuve que pagar cinco horas por adelantado! ¡Y no hay posibilidad de que me reembolsen el dinero!

– A mí me sucede lo mismo.

Se echaron a reír y se miraron con buen humor. En ese momento se acercó el gerente del restaurante.

– Disculpen, pero estamos cerrando.

Michael retrocedió un paso con expresión culpable.

– ¡Oh, lo siento!

Por fin salieron al aire helado de la noche y oyeron cómo detrás de ellos echaban la llave.

– Bien -murmuró Michael, y su aliento se convirtió en una bola blanca en el aire gélido-, ¿qué vamos a hacer con esa limusina adicional?

Bess se encogió de hombros.

– No lo sé.

– ¿Qué te parece si vamos a la iglesia en una limusina blanca? -propuso él.

– ¡Michael! ¿Qué dirá la gente?

– ¿La gente? ¿Qué gente? ¿Quieres que trate de adivinar lo que diría Lisa? ¿O tu madre? De hecho, podríamos dar una sorpresa a StelIa y pasar por su casa para que nos acompañe.

– Ella ya tiene acompañante. Irá a recogerla.

– ¿Tiene un acompañante? ¡Me alegro por ella! ¿Lo conozco?

– No. Se llama Gil Harwood. Mamá afirma que tendrá una aventura con él.

Michael se detuvo de pronto y se echó a reír.

– ¡Oh, Stella, tú sí sabes sacarle jugo a la vida! -A continuación dedicó a Bess una sonrisa galante-. Bueno…, ¿y tú?

– ¿Si quiero tener una aventura? -respondió sonriente.

– No, si te apetece dar un paseo en limusina -aclaró Michael.

– Ohhhh… ¿Si quiero viajar en limusina? ¡Claro que sí! Sólo una estúpida declinaría una invitación como ésa, sobre todo si ha pagado por el alquiler.

Michael sonrió con satisfacción.

– Bien, entonces la tuya llevará a Lisa, y la mía, a nosotros. Pasaré a buscarte a las cinco menos cuarto. Llegaremos a tiempo para las fotografías.

– Perfecto. Estaré lista a esa hora.

Se encaminaron hacia el aparcamiento.

– Mi coche está por este lado -indicó Michael.

– El mío por aquél.

– Nos vemos mañana, entonces.

– Sí.

Se despidieron y cada uno se dirigió hacia su automóvil. La noche era tan fría que les castañeteaban los dientes. Cuando llegaron a sus vehículos, abrieron la portezuela y se miraron a través del aparcamiento casi vacío.

– ¡Ah, Bess!

– ¿Qué?

Fue un momento brillante y claro, de esos que los amantes recuerdan años después. No había ninguna razón en particular para ello, excepto que Cupido parecía haber disparado su flecha y aguardaba expectante para ver qué diablura podía surgir.

– ¿Considerarías una cita lo de mañana? -exclamó Michael.

La flecha se clavó en el corazón de Bess, que sonrió y contestó a voz en grito: