– De acuerdo. -Randy sonrió avergonzado. Se levantó de la cama y se dirigió a la puerta.
– Ven aquí -pidió Lisa al tiempo que abría los brazos. Randy regresó y se arrojó a ellos para estrecharla sin soltar la bolsa de patatas fritas y la jarra de té.
– Te quiero, hermanito.
Randy se frotó los ojos porque le escocían.
– Yo también te quiero -musitó él.
– Tienes que procurar llevarte mejor con papá.
– Lo sé -admitió.
– Mañana será un buen momento para hacer las paces.
Randy debía marcharse para evitar que su hermana lo viera llorar.
– Sí -murmuró antes de salir a toda prisa de la habitación.
El día siguiente no fue tan tranquilo como Bess había augurado. Fue a la peluquería, se hizo la manicura, Heather la telefoneó en dos ocasiones para consultarle cuestiones relativas al negocio. Había que colgar lazos de raso blanco en los bancos de St. Mary, ponerse en contacto con los proveedores del banquete de boda para avisarles que acudirían tres convidados más, que habían confirmado su asistencia a última hora; comprar una urna para que los invitados introdujeran sus tarjetas; llevar algunas cosas al salón de recepción, que además debía supervisar para asegurarse de que los arreglos de las mesas eran del color elegido, y ¿cómo lo había olvidado? Tenía que comprar una tarjeta de boda, así como las medias. ¿Por qué no había pensado en ellas a principios de la semana?
A las cuatro menos cuarto Bess tenía los nervios crispados. Lisa no había llegado a casa todavía, y ella estaba preocupada por la limusina. Randy no cesaba de pedir cosas; una lima de uñas, enguaje bucal, un pañuelo limpio, un calzador…
– ¿Un calzador? -exclamó Bess-. ¡Utiliza un cuchillo!
Lisa regresó por fin, la más serena del trío, y en ningún momento dejó de tararear mientras se maquillaba y se ponía el vestido. Guardó sus zapatos y el estuche de maquillaje en su maletín y colocó el velo sobre la puerta del salón mientras esperaba a que llegara su padre.
Michael pulsó el timbre a las cinco menos cuarto, tal como había prometido. Bess, que se paseaba con nerviosismo por su dormitorio al tiempo que se ponía un pendiente, se detuvo al oírlo. Corrió hasta una ventana y apartó la cortina. En la calle, había dos limusinas blancas y Michael entraba por primera vez en la casa desde que había recogido sus pertenencias y se había marchado para siempre.
Bess se llevó una mano al pecho y se obligó a respirar hondo. Después cogió su bolso, salió a toda prisa y se paró en lo alto de la escalera al ver cómo Michael, sonriente y muy atractivo con un esmoquin marfil y corbata de lazo en color damasco, abrazaba a Lisa en el vestíbulo. La puerta estaba abierta, el sol de la tarde iluminaba a padre e hija y, por un instante, a Bess le pareció que se veía a sí misma; su vestido, el hombre apuesto, los dos sonrientes y alborozados. De pronto Michael levantó a Lisa en el aire y los dos giraron abrazados.
– ¡Oh, papá! -exclamó ella-. ¿Hablas en serio?
Michael reía.
– Por supuesto. ¿No creerías que iba a permitir que fueras a la iglesia en una calabaza?
– ¡Pero dos!
Lisa se soltó y se asomó a la calle.
– Tu madre tuvo la misma idea; por eso hay dos limusinas.
A través de la puerta abierta, el sol poniente derramaba rayos dorados dentro de la casa y sobre Michael, que observaba a su hija y luego se dio la vuelta para mirar su antiguo hogar. Desde arriba, Bess vio cómo contemplaba el interior: la maceta con la palmera en el rincón, el espejo, el aparador, el salón a la izquierda, la sala de estar… Michael avanzó unos pasos y se detuvo debajo de Bess, que permaneció inmóvil mientras observaba su esmoquin de corte impecable, su pelo oscuro, la franja de seda en las perneras del pantalón, sus zapatos de piel color crema. Entretanto él contemplaba cuanto lo rodeaba como un hombre que lo ha extrañado mucho. ¿Qué recuerdos acudían a él? ¿Qué imágenes volvían de sus hijos? ¿De ella? ¿De él mismo? Bess percibió cuánto echaba de menos ese lugar.
Segundos después Lisa volvió a entrar y Randy apareció en el vestíbulo y se detuvo al ver a su padre.
Michael fue el primero en hablar.
– Hola, Randy.
– Hola.
Ninguno hizo ademán de acercarse al otro. Lisa los miraba desde el umbral, Bess, desde lo alto de la escalera.
– Estás muy elegante -observó Michael al cabo de unos minutos.
– Gracias. Tú también.
Bess descendió por los escalones y Lisa le sonrió.
– ¡Mamá, esto es maravilloso! ¿Lo sabe Mark?
– Todavía no -respondió Bess-. No se enterará hasta que llegue a la iglesia; se supone que los novios no deben ver a la novia antes de la ceremonia.
Michael alzó la vista hacia Bess y la siguió con la mirada mientras bajaba con su traje color melocotón pálido y los zapatos de seda a juego. Las perlas fulguraban en sus orejas y en su cuello, el pelo le caía hacia atrás hasta el cuello, y una sonrisa dulce se dibujaba en sus labios. Se detuvo en el segundo peldaño con la mano sobre la baranda. Hasta una persona poco observadora habría detectado el magnetismo que existía entre ellos. Sus miradas se encontraron mientras Michael palpaba su faja en un gesto inconsciente.
– Hola, Michael -lo saludó Bess con tono apacible.
– Bess…, estás magnífica.
– Estaba pensando lo mismo de ti.
Michael sonrió largo rato antes de caer en la cuenta de que sus hijos los observaban. Entonces retrocedió un paso y afirmó:
– Bien, diría que todos estamos espléndidos. Randy…, y Lisa, nuestra hermosa novia.
– Hermosísima -convino Bess al tiempo que se acercaba a ella.
El pelo de Lisa, estirado hacia atrás con dos peinetas, caía por detrás en tirabuzones. Su madre la tomó de un brazo para que se diera la vuelta.
– Tu peinado es precioso.
– Sí, me encanta.
– Bueno, deberíamos irnos. Los fotógrafos llegarán a las cinco en punto.
– ¿Te traigo tu abrigo, Bess? -ofreció Michael.
– Sí, está en el armario, detrás de ti, y el de Lisa también.
– No -protestó Lisa-. No voy a ponérmelo. Se me arrugaría el vestido. Además, hace un día primaveral.
Michael abrió la puerta del armario, como había hecho cientos de veces, y sacó el abrigo de Bess, mientras Lisa tomaba su velo, que colgaba de la puerta del salón, y Randy cogía el maletín de su hermana.
– ¿Cómo vamos a ir? -preguntó Randy mientras se dirigían a los dos coches, que esperaban con sus chóferes de librea.
Michael fue el último en salir de la casa y se encargó de cerrar la puerta.
– Tu madre y yo pensamos en ir juntos en una limusina, y tú, Randy, puedes acompañar a Lisa…, si te parece bien.
Los chóferes sonrieron cuando la familia se acercó y uno dio un golpecito a su visera y tendió una mano al aproximarse Lisa.
– Por aquí señorita, y enhorabuena. Es un día hermoso para la boda.
Lisa se dispuso a subir al automóvil y, cuando Bess se preparaba para entrar en el suyo, exclamó:
– Ah, mamá, papá.
Bess y Michael se volvieron hacia ella.
– Decid a Randy que no se hurgue la nariz cuando estemos en la iglesia. Esta vez lo estarán mirando todos los invitados.
Todos rieron mientras Randy amenazaba con empujar a Lisa dentro de la limusina, como hubiera hecho cuando eran pequeños.
Las puertas de los lujosos vehículos se cerraron. Lisa tendió la mano y acarició la mejilla de su hermano.
– Te has portado muy bien, hermanito, Además, tienes mejor aspecto que anoche.
– Creo que hay algo entre papá y mamá -comentó Randy.
– Oh, eso espero.
En la otra limusina, que circulaba detrás, Michael y Bess estaban sentados en el asiento de piel blanca, a prudente distancia, empeñados en no mirarse a los ojos. ¡Se sentían resplandecientes, maravillosos, radiantes! Formaban una buena pareja, pues hasta los colores de sus trajes conjuntaban.
Incapaz de vencer la tentación, Michael volvió la cabeza para mirarla.
– Es como cuando solíamos salir todos juntos para ir a la iglesia los domingos por la mañana.
Bess también se permitió mirarlo.
– Es cierto.
Seguían mirándose cuando la limusina se puso en marcha y poco después dobló una esquina.
– ¿La novia es su hija? -preguntó el chófer.
– Sí, es nuestra hija -respondió Michael.
– Deben de sentirse muy felices -observó el conductor.
– En efecto -contestó Michael, que volvió a mirar aBess.
El día estaba preñado de posibilidades. El chófer cerró la mampara de vidrio, de modo que ya no podía oírlos. Ninguno de los dos podía negar que el pasado y el presente trabajaran juntos para arrullarlos.
– Has cambiado la alfombra del vestíbulo -comentó Michael al cabo de unos minutos.
– Sí.
– Y el papel de las paredes.
– Sí.
– Me gusta.
Bess desvió la vista, en un vano intento por recobrar el sentido común. La imagen de Michael, seductor con su elegante esmoquin, permanecía en su mente.
– ¿Bess?
Michael le cubrió la mano, que reposaba sobre el asiento, con la suya. Bess necesitó apelar a su autocontrol para retirarla.
– Seamos sensatos, Michael. La nostalgia nos asaltará, durante todo el día, pero eso no cambia nuestra situación.
– ¿Qué situación?
– Michael, basta. No es inteligente, así de simple.
Él la observó con expresión cariñosa.
– De acuerdo, si así lo deseas.
Durante el resto del trayecto no intercambiaron ni una palabra. Bess notaba que la miraba fijamente. Se sentía alborozada, azorada y tan tentada.
La familia Padgett ya había llegado a la iglesia. La aparición de las limusinas provocó un gran revuelo. Mark, vestido con un esmoquin idéntico al de Michael y Randy, se acercó al vehículo de la novia sonriendo con incredulidad, abrió la portezuela trasera y asomó la cabeza al interior.
– ¿Cómo lo has conseguido?
– Mamá y papá lo han alquilado. ¿No es fantástico?
Hubo abrazos, palabras de agradecimiento e intercambio de expresiones de alegría en los escalones de la iglesia antes de que toda la comitiva se dirigiera al interior Allí, el fotógrafo preparaba su equipo y las flores aguardaban en cajas blancas en una salita, donde había además un espejo de cuerpo entero. Ante él, Bess ayudó a Lisa a ponerse el velo mientras las damas de la familia Padgett se arreglaban su atuendo. Bess aseguró las dos peinetas ocultas en el cabello de Lisa y agregó dos horquillitas.
– ¿Está derecho? -inquiriró Bess.
– Sí -aprobó Lisa-. Ahora el ramo. ¿Puedes traerlo, mamá?
Bess abrió una caja. El papel de seda verde susurró, y sus manos se paralizaron al ver un ramo de rosas de color albaricoque y fresias blancas, idéntico al que había llevado con ocasión de su boda, en 1968.
Se volvió hacia Lisa, que, de espaldas al espejo, la miraba.
– No es justo, querida -susurró Bess emocionada.
– Todo es justo en el amor y en la guerra, y creo que esto es ambas cosas.
Bess bajó la mirada hacia las flores y sintió tambalear su intención de mantener su relación con Michael en un plano de mera cordialidad.
– Te has convertido en una joven muy astuta, Lisa.
– Gracias.
Bess notó que las lágrimas asomaban a sus ojos.
– Si me haces llorar y se me estropea el maquillaje antes de que empiece la ceremonia, nunca te lo perdonaré. -Sacó el ramo de la caja y añadió-: Supongo que llevaste las fotos de nuestra boda al florista.
– En efecto.
Lisa se acercó a su madre y le levantó la barbilla mientras sonreía.
– Está surtiendo efecto.
– Eres una chica perversa, conspiradora e inconsciente -repuso Bess con una sonrisa trémula.
Lisa rió con satisfacción.
– Ahí dentro hay un ramillete para papá. Cógelo y préndeselo en la solapa, por favor. -A continuación se volvió hacia las otras mujeres-. Sacad de las cajas los ramilletes para los hombres y ponédselos en las solapas. Maryann, ¿prenderías el suyo a Randy?
Randy vio que Maryann caminaba hacia él vestida como un ser celestial. La negra cabellera le caía sobre el vestido color melocotón, de mangas cortas y abombadas, que colgaban de la parte superior de sus brazos como por arte de magia. El escote, muy recatado, le dejaba al descubierto los hombros.
Mientras se acercaba a Randy, ella pensó que jamás había conocido a un hombre tan apuesto. Su esmoquin y su corbata habían sido creados para armonizar con su tez, con sus cabellos y ojos oscuros. Nunca le habían gustado los muchachos que llevaban el pelo largo, pero debía reconocer que Randy era muy atractivo. Nunca le había gustado la piel atezada, pero la de Randy era preciosa. Nunca había salido con muchachos rebeldes, pero él representaba un elemento de riesgo que le seducía, como suele sucederles a todas las chicas buenas al menos una vez en su vida.
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