Se detuvo delante de él con una sonrisa.

– Hola.

– Hola.

Randy tenía los labios carnosos, bien delineados. De los pocos chicos a quienes había besado, ninguno poseía una boca tan sensual. Le gustaba la manera en que sus labios quedaban entreabiertos mientras la miraba, así como el débil rubor que teñía sus mejillas, sus largas y espesas pestañas, que enmarcaban unos ojos castaño oscuro que parecían incapaces de mirar hacia otro lado.

– Me han ordenado que te ponga el ramillete en la solapa.

– Está bien.

Sacó el alfiler con cabeza de perla rosada y deslizó los dedos por debajo de la solapa izquierda. Estaban tan cerca que Maryann aspiró la fragancia de su loción de afeitar y de la brillantina, así como el olor a tela nueva del esmoquin.

– Maryann…

Ella levantó la vista, con la punta de los dedos todavía junto al corazón de Randy.

– Lamento mucho lo que pasó anoche.

¿El corazón de Randy latía tan deprisa como el suyo?

– Yo también lo lamento. -La muchacha se concentró de nuevo en colocar el ramillete.

– Ninguna chica me había exigido jamás que cuidara mi vocabulario.

– Tal vez debí haber sido un poco más discreta.

– No. Tenías razón; trataré de refrenar mi lengua hoy.

Cuando hubo terminado, Maryann retrocedió un paso. Mientras lo miraba, lo imaginó con palillos de tambor en las manos, bandas elásticas en las muñecas y un pañuelo atado alrededor de la frente para absorber la transpiración mientras tocaba la batería con movimientos frenéticos. Aun así se le aparecía apuesto y atractivo. El amor que el joven le inspiraba la hizo estremecer.

Hoy, de manera excepcional, voy a transgredir mis propias reglas, decidió.


Bess también había cogido un ramillete de la caja y salió al vestíbulo en busca de Michael. Al acercarse a él pensó que algunas cosas nunca cambiaban. Los hombres y las mujeres estaban hechos para vivir juntos y, a pesar del movimiento feminista, había tareas que siempre serían más apropiadas para un sexo que para el otro. En el día de Acción de Gracias, los hombres trinchaban los pavos y, en las bodas, las mujeres prendían los ramilletes.

– ¿Michael?

Él se aproximó tras interrumpir su conversación con Jake Padgett, y Bess experimentó una sensación de frescura frente a su poco común elegancia. Lo mismo solía ocurrirle años atrás, cuando eran novios. Tan pronto como Michael posó la vista sobre ella, se avivaron las chispas.

– Tengo un ramillete para tu solapa.

– ¿Te molestaría prendérmelo? -pidió él.

– En absoluto.

Mientras se lo colocaba, Bess recordó las muchas veces en que le había retirado un hilo de la americana o abrochado un botón del cuello, al tiempo que percibía el olor de su colonia inglesa y el calor que emanaba de su cuerpo.

– Dime, Bess…

Ella alzó la mirada, pero enseguida volvió a fijarla en el terco alfiler que se negaba a traspasar la envoltura del ramillete.

– ¿Te sientes lo bastante vieja para tener una hija a punto de casarse?

El alfiler se clavó por fin, y el ramillete quedó asegurado. Bess corrigió el ángulo, alisó la solapa y miró a Michael a los ojos.

– No.

– Te recuerdo que tenemos cuarenta años.

– No; yo tengo cuarenta años, y tú, cuarenta y tres -corrigió ella.

– ¡Qué cruel eres! -repuso él con una sonrisa.

Bess retrocedió un paso.

– Supongo que habrás notado que Lisa ha escogido los mismos colores que nosotros usamos en nuestra boda.

– Tal vez es pura coincidencia.

– En absoluto, y eso no es todo; Lisa llevó las fotografías de nuestra boda al florista para que le preparara un ramo idéntico al mío.

– ¿En serio?

Bess asintió con la cabeza.

– Esta chica se toma muy en serio su papel de casamentera -afirmó Michael.

– Tengo que admitir que me emocioné al verlo.

– ¿Ah, sí? -Sin dejar de sonreír, Michael se agachó para mirarla a los ojos.

– Sí, y no te burles de mí. Lisa está radiante, y si consigues mirarla sin que se te empañen los ojos, te pagaré diez dólares -retó Bess.

– Acepto la apuesta, y si…

Alguien los interrumpió.

– ¿Es éste el tipo que en los últimos seis años me ha enviado postales en el día de la Madre?

Era Stella, con su brillante vestido plateado, que se aproximaba a Michael con los brazos abiertos.

– ¡Stella! -exclamó él-. ¡Mi bella dama!

Se abrazaron con verdadero afecto.

– Oh, Michael -murmuró contra su mejilla-, eres un espectáculo para la vista. -Retrocedió sin soltarle las manos y lo observó-. ¡Cielos! ¡Cada día estás más atractivo.

Michael rió y le apretó las manos entre las suyas, más grandes y oscuras. Después chasqueó la lengua y miró los delicados escarpines de seda.

– Tú también, pero ¿es éste un atuendo adecuado para una abuela?

Stella levantó un pie.

– Tacones altos ortopédicos, si esto te hace sentir mejor -declaró con una sonrisa pícara-. Venid conmigo; quiero presentaros a mi pretendiente.

Acababan de estrechar la mano de Gil Harwood cuando la novia apareció en todo su esplendor. Apenas entró en el vestíbulo, tanto Michael como Bess perdieron contacto con todo lo que no fuese ella. Cuando Lisa empezó a caminar hacia ellos, Michael buscó la mano de Bess y la apretó con fuerza.

– ¡Oh, Dios mío! -murmuró Michael.

Lisa era preciosa, una síntesis de su madre y su padre, y mientras avanzaba hacia ellos ambos tomaron conciencia de cómo la naturaleza había amalgamado en su rostro y en su figura los mejores rasgos de los dos; de lo feliz que era por iniciar una nueva vida con su prometido; de que llevaba en su vientre a su primer nieto; pero sobre todo se percataron del cuidado con que había recreado los detalles de su propia boda.

La seda del vestido crujía igual que cuando lo lució Bess.

El velo era muy semejante al de su madre, y el ramo, idéntico.

Cuando llegó a ellos, posó una mano en el hombro de cada uno.

– Mamá, papá… ¡soy tan feliz!

– Nosotros también -repuso Bess.

– Estás hermosísima, cariño -observó Michael.

– Así es -confirmó Randy, que se acercó en ese instante.

El fotógrafo los interrumpió.

– ¡Por favor! Colóquense todos a la puerta de la iglesia. ¡Vamos retrasados!

Cuando Lisa se alejó con Randy y todos se situaron ante el pórtico del templo, Michael miró a Bess.

– A pesar de que me lo has advertido, he sufrido una verdadera conmoción. Por un segundo he pensado que eras tú.

– Lo sé. Resulta desconcertante, ¿verdad?

Durante la hora siguiente, mientras el fotógrafo realizaba su trabajo, Michael y Bess permanecieron juntos, bien delante de la cámara u observando a quienes pasaban, mientras rememoraban escenas de su propia boda.

– Ahora los miembros de la familia de la novia -indicó el fotógrafo-. Sólo los parientes directos, por favor.

Michael vaciló antes de que Lisa avanzara hacia él.

– Tú también, papá. Ven aquí.

Instantes después, allí estaban… Michael, Bess, Lisa y Randy, en la escalinata de St. Mary, la iglesia donde Michael y Bess se habían casado, donde Lisa y Randy habían sido bautizados, confirmados y habían recibido la primera comunión, la misma a la que habían acudido como una familia unida durante todos aquellos años felices.

– Por favor, los padres colóquense en el peldaño superior, y los hermanos, delante -indicó el fotógrafo-. Córrete un poco más a la izquierda -ordenó a Randy antes de dirigirse a Michael-. Y usted ponga la mano sobre su hombro.

Michael obedeció y le dio un brinco el corazón al tocarlo otra vez, después de tantos años.

– Muy bien. Ahora júntense un poco más.

El fotógrafo miró a través del objetivo mientras la familia aguardaba.

Lisa pensó: ¡Por favor, que esto salga bien!

Bess pensó: ¡Date prisa o me echaré a llorar!

Randy pensó: Es agradable sentir la mano de papá.

Michael pensó: Me gustaría quedarme así para siempre.

Capítulo 11

Minutos después, mientras los invitados se arremolinaban en el vestíbulo y la novia y su madre se hacían fotografiar en la salita con el espejo, Michael distinguió a dos conocidos que se aproximaban.

– ¡Barb y Don! -exclamó con una enorme sonrisa.

Abrazó a la pareja, que habían sido padrino y dama de honor de su boda y unos amigos excelentes antes de que se divorciara de Bess. Luego, por alguna razón se había sentido fuera de lugar e indigno y se había alejado de ellos. Hacía más de cinco años que no los veía. Al abrazar a Barb se emocionó, y el apretón de manos con Don no le bastó, por lo que lo estrechó en un fuerte abrazo que fue correspondido.

– Te hemos echado de menos -le susurró Don al oído.

Apretó con tanta fuerza a Michael que casi le cortó la respiración.

– Yo también os he extrañado… a los dos.

Las palabras estaban impregnadas de pesar por los años perdidos y de placer por el reencuentro.

– ¿Qué ocurrió? ¿Cómo es que no hemos vuelto a saber de ti?

– Ya sabes lo que sucede… Caramba, no lo sé…

– Bueno, esta separación debe terminar.

No hubo tiempo para más, pues enseguida se acercaron a Michael antiguos vecinos, tías y tíos de las dos partes, algunos compañeros de Lisa de la escuela secundaria, y Joan, la hermana de Bess, y su esposo, Clark, que habían viajado en avión desde Denver.

Minutos más tarde los invitados se sentaron en los bancos, y las voces se acallaron. La novia se preparaba para hacer su entrada. Mientras Maryann estiraba la cola del vestido de Lisa, Michael murmuró a Bess:

– Don y Barb están aquí.

La sorpresa y la alegría iluminaron el rostro de Bess, quien echó un vistazo a los presentes sin lograr localizarlos. Pronto empezaría la ceremonia. Los sacristanes extendieron la alfombra blanca en el pasillo. El sacerdote y los acólitos esperaban en el altar. El órgano comenzó a sonar, y los acordes de Lohengrin llenaron la nave. Bess y Michael, que flanqueaban a Lisa, observaron cómo Randy se dirigía a la nave central con Maryann cogida de su brazo.

Cuando les llegó el turno, avanzaron despacio por la blanca alfombra, embargados por la emoción. A Bess le flaqueaban las rodillas, Michael temblaba por dentro. No reconocieron ninguno de los rostros que se volvían para mirarlos. Lisa se situó junto al novio, y ellos permanecieron a su lado a la espera de que se formulara la pregunta tradicional.

– ¿Quién entrega a esta mujer?

– Su madre y yo -respondió Michael.

Entonces se encaminó con Bess hacia la primera fila de bancos, donde tomaron asiento.

En un día cargado de emociones intensas, esa hora fue la peor. El padre Moore sonrió a los novios y comenzó a hablar.

– Conozco a Lisa desde la noche en que llegó a este mundo. La bauticé cuando tenía dos semanas de vida, le impartí la primera comunión a los siete años y la confirmé cuando tenía doce. De manera que considero muy adecuado que sea yo quien conduzca hoy esta ceremonia. -El padre Moore hizo una pausa mientras miraba a los congregados-. Conozco a muchos de los que han venido hoy para ser testigos de estos votos. -A continuación posó la vista en los novios-. Yo os doy la bienvenida en nombre de Lisa y Mark y os agradezco que estéis aquí. Con vuestra presencia, no sólo honráis a esta joven pareja que se apresta a embarcarse en una vida de amor y fidelidad, sino que también expresáis vuestra fe en la institución del matrimonio y la familia, en la tradición, enriquecida por el tiempo, de un hombre y una mujer que se prometen fidelidad y amor hasta que la muerte los separe.

Mientras el sacerdote proseguía, Michael y Bess lo escuchaban con suma atención. El párroco contó la historia de un hombre rico que, en ocasión de su boda, sintió un deseo tan intenso de demostrar el amor que profesaba a su novia que adquirió cien mil gusanos de seda y, en la víspera de la ceremonia, los soltó en una alameda de moreras. En las horas previas al amanecer, los árboles estaban entrelazados como resultado del esforzado trabajo de las hilanderas nocturnas y, antes de que el rocío se secara sobre las fibras de seda, el novio ordenó esparcir polvo de oro sobre la arboleda. Allí, en esa glorieta dorada, con la cual el hombre rico pretendía manifestar su amor, él y su prometida pronunciaron los votos mientras el sol sonreía sobre el horizonte e iluminaba el lugar en un resplandeciente despliegue de magnificencia.

El sacerdote se dirigió entonces a la pareja nupcial.

– Un regalo adecuado, sin duda, éste que el hombre rico ofreció a su flamante desposada, pero el oro más precioso que un esposo puede dar a su esposa, y una esposa a su esposo, no es el que se esparce sobre fibras de seda, ni el comprado en una joyería, ni el que se luce en la mano. Es el amor y la fidelidad que se brindan mientras envejecen juntos.