– ¡Oh, esto sí es gracioso! ¡Tú no esperas nada de mí! -A continuación adoptó un tono acusador para preguntar-: ¿Cuándo fue la última vez que viste a Randy?

– A Randy le da igual verme.

– No te he preguntado eso. ¿Cuándo fue la última vez que hiciste un esfuerzo por verlo? Es tu hijo, Michael.

– Si Randy quiere verme, me llamará.

– Randy no te llamaría ni aunque regalaras entradas para un concierto de los Rolling Stones, lo sabes muy bien, pero eso no es excusa para que no le hagas caso. Te necesita, aunque no sea consciente de ello, de modo que deberías intentar hablar con él.

– ¿Todavía trabaja en el almacén?

– Cuando tiene ganas.

– ¿Sigue fumando marihuana?

– Creo que sí, pero se cuida de no hacerlo en casa. Le he advertido que si alguna vez vuelvo a olerla, lo echo a la calle.

– Tal vez deberías hacerlo. Así quizá se enderezaría.

– O tal vez no. Es mi hijo, lo quiero e intento hacerle entrar en razón; si lo abandono, ¿qué esperanzas tendrá? Lo cierto es que nunca ha tenido a su padre a su lado.

Michael extendió los brazos sin soltar la copa.

– ¿Qué quieres que haga, Bess? Le he ofrecido dinero para que se matricule en la universidad o, si lo prefiere, en la escuela de comercio, pero no quiere estudiar. ¿Qué esperas que haga? ¿Qué le pida que venga a vivir conmigo? ¿Un cabeza hueca que va a trabajar cuando le viene en gana?

– Espero que lo llames, lo invites a cenar, lo lleves de caza, tengas una buena relación con él, le hagas ver que todavía tiene un padre que lo ama y se preocupa por él. Sin embargo te es más cómodo desentenderte y dejar que me ocupe yo de él, ¿verdad, Michael? Como cuando eran chicos y tú te escapabas con las escopetas, las cañas de pescar y tu…, ¡tu amante! Bien, ya no sé cómo ayudarle. Nuestro hijo es un desastre, Michael, y temo por su futuro, pero no puedo encarrilarlo sola.

Se miraron fijamente a los ojos, conscientes de que su divorcio había sido un golpe del que Randy aún no se había recuperado. Hasta los trece años había sido un chico feliz, un buen estudiante, siempre dispuesto a ayudar en la casa, un adolescente alegre que invitaba a sus amigos a comer y a ver partidos de fútbol. Cuando le anunciaron que iban a divorciarse, cambió de pronto; se volvió huraño, poco comunicativo y cada vez más irresponsable, tanto en la escuela como en el hogar. Dejó de llevar a sus compañeros a casa y con el tiempo hizo nuevos amigos que llevaban peinados extraños, cazadoras del ejército y un pendiente. Se quedaba en la cama escuchando música rap con los auriculares y regresaba a casa a las dos de la madrugada con las pupilas dilatadas. Le ofendían los consejos que le daban los profesores, se fugaba cuando Bess le reprendía y finalizó los estudios en la escuela secundaria con la media más baja permitida.

No, sin duda el matrimonio no había sido el único fracaso de sus vidas.

– Para tu información, te diré que le he telefoneado -explicó Michael-. Me llamó hijo de puta y colgó. -Se inclinó y, con los codos apoyados sobre las rodillas, trazó círculos en el aire con la copa que sostenía en la mano-. Ya sé que se ha echado a perder, Bess, y que nosotros somos los culpables.

Miró a Bess por encima del hombro. En el estéreo sonaba Lyin’ eyes.

– Nosotros no, Michael; tú. Randy no ha superado que abandonaras a tu familia por una mujer.

– ¡Eso es! Echame a mí la culpa de todo, como solías hacer. ¿Qué hay de ti, que descuidaste a tu familia para estudiar en la universidad?

– Todavía me envidias por eso, ¿verdad, Michael? Te cuesta asimilar que me he convertido en una diseñadora de interiores y he triunfado en mi profesión.

Michael dejó la copa de pronto, se puso en pie y la señaló con el índice desde el otro extremo de la mesa auxiliar.

– Obtuviste la custodia de los chicos porque así lo deseabas, pero ¿qué pasó después? Estabas tan ocupada que nunca te quedabas en casa para atenderlos.

– ¿Cómo lo sabes? ¡Nunca te has acercado a ellos!

– ¡Porque no me habrías permitido entrar en esa maldita casa! -exclamó Michael-. ¡Mi casa! ¡La casa que pagué, amueblé, pinté y quise tanto como tú! No me reproches que no los visitara, cuando eras tú la que se negaba a hablar conmigo y con ello diste a nuestro hijo un ejemplo que se apresuró a imitar. Yo estaba dispuesto a llegar a un entendimiento por el bien de los chicos, pero no; tú querías darme una lección. Deseabas hacerte cargo de los niños, lavarles el cerebro y convencerles de que yo era el único responsable del fracaso de nuestro matrimonio. No se te ocurra negarlo, porque hablé con Lisa y me contó algunas de las barbaridades que le dijiste.

– ¿Cómo cuáles?

– Por ejemplo, que nos divorciamos porque yo tenía una aventura con Darla.

– ¿No fue así?

Michael levantó las manos y alzó la vista al techo.

– ¡Dios, Bess, quítate la venda de los ojos! Nuestra relación no funcionaba antes de que yo conociera a Darla, y tú lo sabes.

– Si nuestro matrimonio comenzó a ir mal fue porque…

Se abrió la puerta del apartamento. Bess se interrumpió y lanzó a Michael una mirada fugaz. Ella tenía las mejillas encendidas de cólera; él, los labios apretados en una mueca severa. Bess se levantó y adoptó una actitud cordial mientras su ex esposo se abrochaba el botón de la americana y volvía a tomar la copa de la mesa. Segundos después Lisa entró en el salón seguida del joven que aparecía en la foto que había sobre el piano.

Si Picasso hubiera pintado la escena, podría haberla titulado Naturaleza muerta con cuatro adultos y cólera. Las palabras de la disputa aún resonaban en el aire.

– Hola, mamá; hola, papá -saludó Lisa.

Abrazó primero a su padre, quien la besó en la mejilla. Era casi tan alta como él, tenía el cabello oscuro, un rostro bonito y unos hermosos ojos castaños. Después estrechó a Bess.

– No te abracé cuando llegaste, mamá. Me alegro de que hayas podido venir. -Se separó de su madre y agregó-: ¿Os acordáis de Mark Padgett?

– Señor y señora Curran -los saludó Mark antes de estrecharles la mano.

Tenía el rostro lustroso, y los cabellos castaños y ondulados. Poseía la fuerza de un culturista, y ambos lo notaron cuando les apretó la mano.

– Mark cenará con nosotros. Espero que hayas dado la vuelta al lomo, mamá.

Lisa se encaminó deprisa hacia la cocina, se acercó al fregadero, abrió el grifo del agua caliente y empezó a llenar una cacerola. Bess entró tras de ella y la obligó a dar media vuelta.

– ¿Qué crees que estás haciendo? -masculló. El sonido del agua corriente y de la canción Desperado casi tapó su voz.

– Voy a hervir fideos para acompañar la carne.

Lisa colocó la olla en el fogón y lo encendió.

– No te hagas la tonta conmigo, Lisa. Estoy tan furiosa que sería capaz de arrojar el lomo al cubo de la basura y a ti detrás de él. ¡En la nevera… -añadió mientras señalaba el electrodoméstico con el dedo- hay un bote entero de crema de leche! ¡Has organizado todo esto para reunirnos!

Lisa empujó el brazo de su madre como si pasara por un torniquete y abrió la puerta del frigorífico. Sacó el envase de crema y dobló la pestaña para abrirlo.

– Así es. ¿Cómo ha ido? -preguntó con buen humor.

– ¡Lisa Curran, me entran ganas de echarte el bote entero sobre la cabeza!

– No me importa, mamá. Alguien tiene que hacerte entrar en razón.

– Tu padre y yo no tenemos veinte años, de modo que no necesitamos que nos conciertes una cita.

Lisa dejó el cartón de crema y se volvió hacia su madre.

– ¡No es verdad! -murmuró furiosa-. Tú tienes cuarenta años, pero actúas como una criatura. Durante seis años te has negado a estar en la misma habitación que papá, a tratarlo de manera civilizada, aunque fuera por el bien de tus hijos. He decidido poner fin a eso, aunque tenga que humillarte. Esta es una noche importante para mí, y sólo te pido que te comportes como una adulta.

Bess se ruborizó y miró fijamente a Lisa, que sacó de la alacena un paquete de fideos y se lo tendió.

– ¿Te importaría agregarlos al agua mientras yo acabo de preparar el lomo? Después regresaremos al comedor para reunirnos con los hombres y nos comportaremos como personas educadas.

Cuando entraron en el comedor, advirtieron que los dos hombres, sentados en el sofá, habían hecho lo posible para aligerar la tensión. Lisa cogió de la mesita auxiliar la fuente con el queso.

– Papá, Mark, ¿os apetece un poco?

Bess colocó una silla al fondo de la habitación, donde la alfombra se juntaba con el suelo de vinilo de la cocina, y se sentó. Estaba indignada y avergonzada por la reprimenda que le había echado su hija. Mark y Michael untaron de queso una galletita y la comieron. Lisa acercó la fuente a su madre.

– ¿Mamá? -ofreció con voz dulce.

– No, gracias -contestó Bess con acritud.

– Veo que vosotros ya os habéis preparado una copa -comentó Lisa a sus padres con tono afable-. ¿Quieres tomar algo, Mark?

– No, esperaré.

– Mamá, ¿te sirvo otra copa?

Bess se limitó a negar con la cabeza.

Lisa se sentó en el único lugar libre, entre los dos hombres. Cruzó las piernas, se dio una palmada en las rodillas y balanceó los pies mientras desplazaba la mirada de Michael a Bess.

– Bueno, no os veía desde Navidad. ¿Hay alguna novedad? -preguntó con desenfado.

De alguna manera se las ingeniaron para capear los siguientes quince minutos. Bess, que trataba de perder los cinco kilos que le sobraban, rechazó el aperitivo, pero se condujo con corrección, como le había pedido su hija, mientras intentaba esquivar la mirada de Michael. Una vez él la obligó a sostenérsela mientras hundía los dientes, parejos y blancos, en una galletita. «Al menos deberías tratar de hacer un esfuerzo por Lisa», parecía exhortarla. Ella desvió la vista al tiempo que pensaba que ojalá mordiera una roca y se rompiera sus perfectos incisivos.

Se sentaron para cenar a las siete y cuarto, tal como Lisa indicó; su madre y su padre el uno frente al otro, de manera que no podían evitar mirarse por encima de la mesa iluminada por las velas y su antigua vajilla de porcelana azul y blanca.

Al retirar los cuatro platos de ensalada, Lisa se dirigió a Mark.

– Por favor, abre la botella de Perrier mientras yo traigo la comida caliente. Mamá, papá, ¿preferís Perrier o vino?

– Vino -contestaron los dos al mismo tiempo.

La pareja mayor permaneció sentada, mientras la más joven disponía las botellas de agua y vino, rodajas de limón, la panera, los fideos, el lomo y las verduras cocidas. Cuando todo estuvo en su lugar, Lisa tomó asiento y Mark sirvió las bebidas.

Cuando éste se hubo sentado, Lisa exclamó:

– ¡Feliz Año Nuevo a todos! Brindemos porque la próxima década sea más feliz.

Las copas entrechocaron en todas las combinaciones, con excepción de una. Después de una llamativa pausa, Michael y Bess hicieron sonar un último chin con el borde de sus antiguas copas de cristal, regalo de boda de algún amigo o familiar. Él inclinó la cabeza en silencio mientras ella se maldecía por haberse alborotado el pelo en un arranque de ira una hora antes y haberse manchado la blusa al mediodía, así como por no haberse detenido unos minutos en su casa para retocarse el maquillaje. Bess todavía lo odiaba, pero ese odio nacía del orgullo, que estaba herido en ese momento.

Michael la había abandonado por una mujer diez años más joven y con cinco kilos menos de peso, que sin duda nunca se presentaría en sociedad con el cabello revuelto y rastros de comida en su atuendo.

Lisa empezó a pasar las fuentes para que se sirvieran, y el salón se llenó con el sonido de las cucharas al golpear el cristal.

– Hum… Lomo Strogonoff… -comentó Michael complacido mientras se llenaba el plato.

– Receta de mamá… -recordó Lisa-. También he preparado tu budín favorito de maíz. Mamá me enseñó a cocinarlo. Ten cuidado, está muy caliente.

Michael puso la fuente al lado de su plato y se sirvió una ración generosa.

– Supuse que, como vives solo otra vez, apreciarías una buena comida casera. Mamá, pásame la pimienta, por favor.

Mientras lo hacía, Bess se encontró con la mirada de Michael. Ambos se sentían muy incómodos con las maquinaciones tan evidentes de Lisa. Era la primera vez que estaban de acuerdo en algo desde que había empezado esa desafortunada reunión.

Michael probó la comida.

– Te has convertido en una cocinera excelente, Lisa -comentó.

– Desde luego que sí -intervino Mark-. Les sorprendería saber cuántas chicas no saben ni siquiera freír un huevo. Cuando descubrí lo bien que se le da cocinar, le dije a mi madre: «Creo que he encontrado a la mujer de mis sueños.»

Todos rieron, excepto Bess, que quedó desconcertada y tomó un trago de vino rosado. Recordó que, cuando volvió a la universidad, Michael le había criticado que descuidara las tareas domésticas, entre ellas la cocina. Bess había argumentado: «¿Y tú? ¿Por qué no puedes colaborar en las labores de la casa?» Sin embargo Michael se había obstinado en no querer aprender. Fue una de las numerosas pequeñas cuñas que, de manera insidiosa, abrieron un abismo entre ellos.