– Eso es ridículo.

– ¿Lo es? Vosotros erais amigos de los dos. Yo tenía miedo de que pensarais que buscaba vuestra compasión y, en cierto modo, es probable que así hubiera sido.

– Supongo que tienes razón, pero te echamos de menos y nos hubiera gustado ayudaros.

– A mí me sucedió más o menos lo mismo -intervino Michael-. Temía que creyerais que quería que os pusierais de mi parte, de modo que opté por alejarme.

Don, que había permanecido en silencio, se inclinó y dejó su copa sobre la mesa.

– ¿Puedo hablar con toda franqueza?

Todos se volvieron hacia él.

– Por supuesto -contestó Michael.

– ¿Queréis saber qué sentí yo cuando os separasteis? Pues bien, me sentí traicionado. Sabíamos que teníais vuestras diferencias, pero nunca dejasteis entrever que fueran tan graves. De pronto un día nos llamasteis y nos dijisteis: «Estamos tramitando el divorcio.» Por muy egoísta que pueda sonar ahora, debo reconocer que experimenté una furia tremenda porque de repente vosotros disolvíais una amistad que había durado muchos años. Lo cierto es que nunca culpé a ninguno de vuestra ruptura. Tanto Barb como yo sufríamos por vosotros, y es probable que en esos días estuviéramos más cerca de vosotros que ninguna otra persona. Como quiera que sea, cuando nos anunciasteis que os divorciabais fue como si os divorciarais de nosotros.

Bess puso una mano sobre la de Don.

– Oh… Don…

Después de haberse sincerado se mostraba avergonzado.

– Sé que parezco un cerdo egoísta.

– No; no lo eres.

– Es muy posible que nunca hubiera dicho esto de no haber bebido algunas copas de más.

– Creo que es bueno que hablemos con franqueza -intervino Michael-. Siempre lo hicimos; por eso éramos tan buenos amigos.

– En realidad nunca se me ocurrió considerar nuestra separación desde el punto de vista que has planteado -afirmó Bess-. Supongo que yo habría sentido lo mismo si Barb y tu os hubierais divorciado.

– Ya sé que habéis dicho que no salís juntos… Pero ¿hay alguna posibilidad de que volváis a uniros? -inquirió Barb con cautela-. Si consideráis indiscreta la pregunta decidme que me calle.

Se hizo el silencio. Al cabo Bess dijo con tono amable:

– Cállate, Barb.


Randy y Maryann habían bailado durante toda la noche. Apenas habían hablado, pero no habían dejado de intercambiar miradas. Cuando terminó la segunda tanda de bailes, ella se abanicó con la mano mientras él se aflojaba la corbata y se desabrochaba el botón del cuello.

– Hace mucho calor aquí -dijo Randy-. ¿Quieres que salgamos para tomar un poco de aire fresco?

– Buena idea.

Abandonaron el salón de baile, bajaron por la magnífica escalera y recogieron sus abrigos en el guardarropa.

Fuera brillaban las estrellas. De los campos de labranza les llegaba el olor de la tierra fértil en deshielo. Se oía el gorgoteo de los torrentes formados por la nieve derretida que bajaban hacia la campiña. El aire estaba cargado de humedad, que volvía resbaladizo el suelo del mirador.

Randy tomó a Maryann del brazo y la condujo hacia el extremo opuesto, desde donde contemplaron el camino para los coches y los arbustos, de los que emanaba una fragancia acre.

No se te ocurra decir «joder», pensó Randy.

Soltó a Maryann del brazo y apoyó la espalda contra una columna estriada.

– Eres un buen bailarín -afirmó ella.

– Tú también.

– Oh, no. Soy bastante discreta, pero una bailarina discreta luce mucho más cuando tiene como pareja a alguien muy bueno.

– Tal vez eres tú quien me hace parecer bueno.

– No; no lo creo. Debes de haber heredado esa habilidad de tus padres. Bailan muy bien.

– Sí; supongo que sí.

– Además, tú eres batería, de modo que es lógico; tanto un músico como un bailarín poseen un buen sentido del ritmo.

– En realidad no suelo bailar.

– Yo tampoco.

– ¿Quizás porque estudias demasiado para obtener las notas más altas?

– A ti eso no te gusta, ¿verdad?

Randy se encogió de hombros.

– ¿Por qué? -insistió Maryann.

– Me asusta.

– ¡Te asusta! ¿A ti?

– No te sorprendas tanto. Hay cosas que asustan a los muchachos.

– ¿Por qué tendrían que asustarte mis calificaciones?

– No es sólo eso, sino más bien la clase de chica que eres.

– ¿Qué clase de chica soy?

– Santurrona. Eres miembro del grupo de la parroquia. No suelo relacionarme con chicas como tú.

– ¿Con qué clase de chicas te relacionas?

Randy rió entre dientes y desvió la vista.

– No te gustará saberlo.

– No, supongo que no.

Permanecieron un rato en silencio, mirando el camino en forma de herradura. La luna era tan delgada y blanca como el pétalo de una margarita, y las sombras de los árboles caían como encaje negro sobre los prados. Randy se volvió hacia ella y sus miradas se encontraron.

– Un tipo como yo no intenta conquistar a una chica como tú.

– ¿Ni siquiera si ella quiere?

La señorita Maryann Padgett, con su decoroso abrigo azul marino, sus elegantes zapatos y las manos sobre la balaustrada, esperaba la respuesta. Randy apartó la espalda de la columna y se acercó a ella, sin tocarla. Maryann se volvió hacia él.

– He pensado mucho en ti desde que te conocí -admitió él.

– ¿Sí?

– Sí.

– Bueno ¿entonces…?

Las palabras de Maryann encerraban una invitación que él se aprestó a aceptar. Inclinó la cabeza y la besó como acostumbraba hacer cuando estaba en séptimo curso; sólo en los labios. Ella le puso las manos sobre los hombros pero guardó la distancia. Randy la abrazó con cautela y dejó que ella eligiera cuánto debían aproximarse sus cuerpos. Eligió cerca, pero no demasiado. Él le ofreció la lengua, y ella aceptó con timidez. Randy saboreó la fragancia que emanaba de su boca; fresca, sin rastros de alcohol ni tabaco. Randy notó que le invadía una gran dulzura y recordó las emociones inocentes de los primeros besos, mientras cobraba conciencia de que lo que deseaba de esa chica era más de lo que merecía o, tal vez, más de lo que debía atreverse a soñar.

Alzó la cabeza y se mantuvo cerca de ella.

– Menuda locura, ¿eh? Tú y yo, Lisa y Mark -comentó Randy con una sonrisa.

– Sí, desde luego.

– Me gustaría haber traído mi coche; así podría llevarte a casa.

– Yo he venido en el mío. Tal vez pueda acompañarte yo a ti.

– ¿Es una invitación?

– Sí.

– Entonces, acepto.

Maryann hizo ademán de apartarse, pero él la detuvo.

– Otra cosa más.

– ¿Qué?

– ¿Te apetece salir conmigo el sábado? Podríamos ir al cine o a cualquier otro lado.

– Déjame pensarlo.

– De acuerdo.

Ahora fue él quien intentó apartarse, pero ella le retuvo la mano.

– Ya lo he pensado -dijo sonriente-. Sí.

– ¿Sí?

– Sí. Con el permiso de mis padres, claro está.

– Por supuesto. Entonces ¿qué te parece si bailamos un poco más? -agregó.

Volvieron al salón, donde la banda empezaba a tocar Good lovin’. Los padres de Randy estaban en la pista y disfrutaban como en los viejos tiempos en compañía de los Maholic, la abuela Stella y su acompañante, que había resultado un tipo muy agradable. Era evidente que Stella y el viejo dandi se divertían. Randy y Maryann no dudaron en unirse al grupo.

Cuando terminó la pieza, Randy oyó la voz de Lisa por los amplificadores, se dio la vuelta y quedó sorprendido al verla sobre el escenario con un micrófono en la mano.

– ¡Atención! -Cuando se hizo el silencio, añadió-: Esta es una noche especial para mí, de modo que puedo pedir lo que quiera. Pues bien, quiero a mi hermanito aquí arriba… Randy, ¿dónde estás? -Con la mano sobre los ojos escrutó el salón-. Randy, sube aquí, por favor.

Randy recibió algunos codazos cordiales mientras el pánico se desataba dentro de él. ¡Ostras, no! ¡No sin haberme colocado primero!, pensó. Sin embargo todo el mundo lo miraba y no había manera de escabullirse para fumar un canuto a escondidas.

– Muchos de vosotros no sabéis que mi hermanito es uno de los mejores percusionistas de los alrededores. De hecho es el mejor. Jay, ¿te importa que Randy toque una pieza con vosotros? -preguntó al guitarrista principal antes de dirigirse de nuevo a la concurrencia-. Lo he oído golpear los tambores en su dormitorio desde que sólo tenía tres meses…, bueno, es posible que al principio lo que oyera fueran sus talones contra la pared junto a su cuna… Apenas ha actuado en público y es un poco tímido, de modo que, después de que lo encadenen y lo traigan hasta aquí, apoyadle, ¿de acuerdo?

Randy se sentía turbado mientras un grupo de muchachos de su misma edad que los habían rodeado a él y a Maryann lo alentaban a subir al escenario.

– ¡Vamos Randy, hazlo!

– ¡Sí hombre, ve a golpear esos tambores!

Maryann lo tomó de la mano.

– Adelante, Randy, por favor…

Con las manos sudorosas, se quitó la chaqueta del esmoquin y se la entregó.

– De acuerdo, pero no te escapes.

El percusionista se levantó de su asiento y permaneció de pie mientras Randy subía al escenario. Mantuvieron una breve charla sobre los palos y Randy escogió un par. Se sentó a horcajadas en el banco giratorio, dio unos golpes rápidos al bombo, hizo una escala desde las flotas altas a las bajas en los cinco tambores, comprobó la altura de los platillos y se dirigió al guitarrista principal.

– ¿Qué tal George Michael? ¿Conocéis Faith?

– ¡Sí! Estupendo. Adelante, muchachos.

Randy les dio el tono y arrancó con los golpes enérgicos y sincopados de la canción.

En la pista de baile, Michael se olvidó de seguir el compás mientras bailaba con Bess, que le propinó un ligero codazo. Él hizo un vano intento por seguir el ritmo que imponía la batería. Michael se meneaba con aire ausente mientras observaba, extasiado, cómo su hijo se zambullía en la música, concentraba su atención de un tambor a otro, del címbalo al tambor, inclinado, estirado, haciendo girar un palillo hasta dibujar un trazo borroso en el aire. En algún momento los demás músicos se interrumpieron para dejar que Randy tocara un solo.

La mayoría había parado de bailar y observaba al grupo con entusiasmo al tiempo que batía palmas. Los que seguían bailando lo hacían de cara al escenario.

– Es bueno, ¿no crees? -dijo Bess a Michael.

– ¡Dios mío! ¿Cuándo aprendió a tocar así?

– Empezó cuando tenía trece años. Es lo único que le interesa.

– ¿Qué diablos hace trabajando en el almacén?

– Tiene miedo.

– ¿De qué? ¿Del éxito?

– Es posible, pero lo más probable es que tema el fracaso.

– ¿Se ha presentado a alguna prueba?

– No, que yo sepa.

– Tiene que hacerlo, Bess. Anímale.

– Anímale tú.

El solo de batería terminó, y la banda interpretó los últimos acordes mientras, en la pista, Michael y Bess bailaban. Se produjo un aplauso atronador cuando Randy golpeó los platillos por última vez y acabó la pieza. Apoyó las manos sobre los muslos y sonrió con timidez.

El batería de la banda volvió al escenario y le estrechó la mano.

– Muy bien, Randy. ¿Con quién tocas?

– No toco.

El batería quedó perplejo, lo miró de hito en hito y se sentó a horcajadas en su asiento.

– Tienes que conseguirte un representante, tío.

– Gracias. Tal vez lo haga.

Maryann lo esperaba sonriente. Le ayudó a ponerse la chaqueta, luego le cogió del brazo y apoyó el pecho contra él.

– Hasta te pareces a George Michael -comentó con una sonrisa de orgullo-. Supongo que tus amigas ya te lo habrán dicho.

– Ojalá supiera cantar como él…

– Tú no necesitas cantar. Tocas la batería de maravilla. Eres muy bueno, Randy.

La aprobación de Maryann le satisfizo más que la ovación que había recibido.

– Gracias.

Randy se preguntó si sentiría lo mismo si llevara tocando veinticinco años… como Watts con los Stones… ¡el entusiasmo, el júbilo, la satisfacción!

De repente apareció su madre, que lo besó en la mejilla.

– Suena mucho mejor aquí que en tu habitación.

Su padre también se acercó. Le dio unas palmadas en la espalda y le estrechó la mano al tiempo que sonreía con orgullo.

– Tienes que dejar el almacén, Randy. Eres demasiado bueno y no debes malgastar tu talento.

Randy sabía que, si se movía hacia su padre, se encontraría en sus brazos y su felicidad sería absoluta. Sin embargo, ¿cómo podía hacer eso en presencia de Maryann, su madre, la mitad de los invitados y Lisa, que se aproximaba sonriente de la mano de Mark?

Cuando todos cuantos le conocían y algunos a quienes no había visto en la vida le hubieron felicitado, Randy pensó que necesitaba fumar un poco de hierba para celebrar su éxito. ¡Caramba, sería grandioso!