– No creo que pueda quedarme, mamá.

Ella lo miró con severidad.

– ¿Por qué?

– Tengo que encontrarme con unos colegas.

– ¿Qué «colegas» pueden ser más importantes que tu hermana en su fin de semana nupcial?

– Mamá, me quedaría si pudiera, pero…

– ¡Tú te quedas, señorito! ¡Llama a tus colegas para decirles que ya os veréis otro día!

Randy descargó el puño sobre el mostrador.

– ¡Maldita sea! ¿Por qué tienes que elegir este día para actuar como un dictador?

– En primer lugar, deja de maldecir; segundo, deja de dar puñetazos al mostrador, y tercero, ¡crece de una vez! Eres el padrino de Lisa y Mark y como tal tienes una serie de obligaciones sociales que debes cumplir. Abrir los regalos es tan importante como el banquete de anoche, Lisa esperará que estés aquí.

– A ella no le importará -exclamó con tono burlón-. Ni siquiera me echará de menos.

– ¡No te echará de menos porque estarás aquí!

– ¿A qué viene todo esto, mamá? ¿Acaso te dijo el viejo que debías ser más dura conmigo?

Bess arrojó un trozo de coliflor cruda en una fuente honda de agua, que le salpicó la manga.

– Ya estoy harta de oír tus inteligentes observaciones sobre tu padre, jovencito. Se está esforzando por hacer las paces contigo y, si me aconsejara que me mostrara más dura contigo, haría bien. Ahora quiero que vayas a tu habitación, te quites esa cazadora de cuero y te pongas una camisa más o menos. Cuando lleguen los invitados, me gustaría que los atendieras, si no es mucha molestia… -concluyó con sorna antes de reanudar su tarea.

Randy se dirigió a su dormitorio y Bess se quedó delante del fregadero, con la cara encendida de furia y el pulso acelerado.

¡Quien dijera que educar a los hijos resultaba más fácil a medida que crecían era un maldito mentiroso! ¿Debía reprenderle? ¿Debía darle órdenes? Randy era un adulto, de modo que merecía ser tratado como tal. Sin embargo vivía con ella, sin compartir los gastos de la casa. Tenía diecinueve años, edad en que la mayoría de los muchachos asistía a la universidad, pagaba un alquiler o hacía ambas cosas. Por tanto, ella tenía derecho a exigirle ciertas cosas, pero ¿por qué precisamente ese día, treinta minutos antes que recibieran invitados?

Se secó las manos y se encaminó hacia la habitación de Randy, donde el estéreo sonaba a bajo volumen. Él estaba de espaldas a la puerta, ante la barra de metal que sostenía su ropa. Mientras se quitaba la camisa, Bess se acercó y le tocó el hombro. Randy se quedó quieto, con las muñecas todavía dentro de las mangas vueltas del revés.

– Perdóname por haberte gritado. Por favor, quédate en casa esta tarde. Fue maravilloso verte tocar anoche la batería. ¡Papá y yo nos sentimos muy orgullosos de ti!

Lo abrazó, le dio un beso en la espalda y se marchó. Randy permaneció inmóvil, con el mentón pegado al pecho y la camisa colgada de una muñeca.


Cuando sonó el timbre por primera vez, Randy, vestido con una camisa de algodón y unos pantalones bien planchados, abrió la puerta. Eran la tía Joan, el tío Clark y la abuela Dorner, a quien el muchacho abrazó con sincero cariño.

– Anoche tocaste muy bien la batería -comentó Stella mientras le entregaba su abrigo. Luego se dirigió a la cocina y preguntó si podía ayudar.

Lisa y Mark fueron los siguientes en llegar, seguidos de Michael. Pronto acudieron los Padgett, que descendieron en masa de los coches. A Randy le dio un vuelco el corazón cuando tomó el abrigo de Maryann; ella le trató como si fuera un portero contratado para realizar tal labor. Se desprendió de la prenda con rapidez para evitar que él intentara ayudarla a quitársela y la tocara. A continuación dio media vuelta y continuó charlando con su madre mientras se dirigían a la sala de estar, donde la chimenea estaba encendida y la comida dispuesta sobre la mesa del comedor contiguo.

Durante toda la tarde Randy permaneció ajeno a la celebración. Se sentía como un intruso en su propia casa. A cierta distancia de los demás, observaba y oía los «¡Ohhh!» de admiración de los invitados cuando se abrían los regalos, contemplaba a Maryann, que en ningún momento le dirigió siquiera un vistazo, y a sus padres, que se cuidaron de permanecer lejos uno del otro, pero cuyas miradas se encontraban de vez en cuando.

¡Malditas bodas!, pensó. Si consisten en esto, nunca me casaré. Todos se vuelven locos, hacen cosas que no harían ni por mil dólares en un día normal. ¡Mierda!

Cuando los envoltorios amontonados de los obsequios tomaron la forma de una montaña, todos empezaron a acusar el cansancio acumulado durante tres días de actividad. Michael pidió a Lisa que tocara The homecoming en el piano, y ella lo complació. La mitad de los invitados se fue, la otra mitad se retiró al salón, mientras algunas mujeres guardaban los presentes en sus cajas y las apilaban.

La música terminó y el grupo de invitados se redujo más. Randy abordó a Maryann cuando se disponía a marcharse.

– ¿Puedo hablar un minuto contigo?

La joven fijó la vista en la correa de su bolso, que comenzó a retorcer antes de echársela sobre el hombro al tiempo que negaba con la cabeza.

– No; no me apetece.

– Maryann, por favor. Ven conmigo al salón. Será sólo un minuto.

Le tiró de la manga con suavidad y ella lo siguió a regañadientes, con la vista baja. Caía la tarde. La habitación estaba a oscuras en el extremo oeste, donde no había ninguna luz encendida. Al otro lado, la lámpara sobre el piano formaba un pequeño charco de luz. Randy condujo a Maryann a un rincón, lejos de las miradas de curiosidad de los invitados que se iban, y se detuvo junto a un sillón tapizado a juego con el diván.

– Maryann, lamento mucho lo que ocurrió anoche -manifestó Randy.

Ella pasó el pulgar por el ribete del respaldo del sillón.

– Lo que pasó anoche fue un error, ¿de acuerdo? En primer lugar, nunca debí haber salido al mirador contigo.

– Pero lo hiciste.

Maryann alzó por fin la vista hacia él con expresión acusadora.

– Tienes talento, Randy, y es evidente que te has criado en un hogar lleno de amor, a pesar de que tus padres estén divorciados. ¡Mira todo esto! -extendió un brazo y señaló todo el salón-. Míralos a ellos, que han ofrecido una imagen de apoyo a lo largo de esta boda. Sé de ti mucho más de lo que imaginas… Por Lisa. ¿Contra qué te rebelas?

Esperó un instante y, como él no respondió, agregó:

– No quiero verte, Randy, de manera que, por favor, no me llames ni me busques.

Tras estas palabras se alejó para unirse a sus padres, que se dirigían a la puerta. Randy se sentó en el diván y clavó la mirada en las estanterías del rincón opuesto, donde la oscuridad era tal que no podía distinguir el lomo de los libros.

Todos ayudaban a cargar los regalos en la furgoneta de Mark, que cuando hubieron terminado se dispuso a marcharse con Lisa. Randy oyó la voz de su hermana.

– ¿Dónde está Randy? No me he despedido de él.

Permaneció oculto en el salón y aguardó unos minutos, hasta que ella desistió y se fue sin decirle adiós.

Oyó la voz de la abuela Dorner.

– Joan y yo te ayudaremos a limpiar todo esto, Bess.

Y la de su padre.

– Yo la ayudaré, Stella.

– De acuerdo, Michael -repuso Stella-. La verdad es que te lo agradezco, porque pronto empezará en la tele mi programa favorito y no me gustaría perdérmelo.

Randy oyó las frases de despedida y el aire frío entró en el salón. Unos minutos después la puerta se cerró por última vez y aguzó el oído.

– No tenías necesidad de quedarte -decía su madre.

– Me apetecía.

– ¿Debo ofrecerte un galardón por brindarme tu ayuda? -preguntó Bess en son de broma.

– Como tú misma dijiste, también es hija mía. ¿Qué quieres que haga?

– Lleva los platos a la cocina y luego quema los papeles de envolver en la chimenea.

Randy percibió el ruido de los platos al entrechocar y pasos que iban de la cocina al comedor. El agua corría, se abrió la puerta del lavavajillas, luego la de la nevera.

– ¿Qué hago con el mantel? -exclamó Michael.

– Sacúdelo y mételo en el cesto de la ropa sucia.

La puerta corredera de vidrio se deslizó al abrirse y, pocos segundos después, al cerrarse. Siguieron otros sonidos… Michael silbaba, pisadas, el grifo, el sonido de la mampara de la chimenea al abrirse, crujido de papeles y el crepitar de las llamas. De la cocina llegaba el tintineo de la cristalería.

– ¡Bess la alfombra está muy sucia! Hay trozos de papel por todas partes. ¿Paso el aspirador?

– Si quieres…

– ¿Lo guardas donde siempre?

– Sí.

Randy oyó los pasos de su padre mientras se dirigía al armario del fondo y abría la puerta. Pocos segundos después percibió el gemido del aspirador. Aprovechó que sus padres estaban ocupados y había mucho ruido en el lugar para escabullirse a su dormitorio. Se puso los auriculares y se tendió en la cama de agua con la intención de reflexionar sobre qué debía hacer con su vida.

Michael terminó de pasar el aspirador, lo guardó en el armario, entró en el salón para apagar la lámpara del piano y regresó al comedor.

– ¿Qué hacemos con la mesa? ¿Quieres que la pliegue?

Bess salió de la cocina secándose las manos con un trapo.

– Sí, por favor.

Ella se acercó para ayudarle.

– Es la misma mesa de siempre -observó Michael.

– Es demasiado buena para que me deshaga de ella.

– Me alegro de que la conserves. Siempre me ha gustado.

Michael levantó una hoja de la mesa, que casi rozó la araña del techo.

– ¡Oh, oh… qué suerte! -murmuró mientras esperaba que él apoyara la hoja contra la pared.

– La suerte no tiene nada que ver. He sido cuidadoso.

Michael sonreía satisfecho mientras juntaban las tablas de la mesa.

– ¡Ah, sí, seguro! -exclamó Bess- ¿Quién era el que rompía las bombillas de la araña por lo menos una vez al año?

– Creo recordar que tú misma rompiste un par.

Bess se dirigió otra vez hacia la cocina con una sonrisa en los labios.

Michael apagó la luz del comedor y se reunió con Bess, que estaba junto al fregadero. Observó que se había quitado los zapatos. A él siempre le había gustado la apariencia de libertad que ofrecían los pies de una mujer enfundados sólo en unas medias. Cogió un paño y empezó a secar una ensaladera.

– Es agradable estar otra vez aquí -murmuró-, como si nunca me hubiese ido.

– No te hagas ilusiones.

– Es sólo un comentario inocente, Bess. ¿No puedo hacer un comentario inocente?

– Depende…

Escurrió una bayeta y restregó con fuerza el mostrador mientras él le miraba la coleta, que se bamboleaba con cada movimiento que hacía.

– ¿De qué? -preguntó Michael.

– De lo que pasara la noche anterior.

– Ah, eso…

Bess se dio la vuelta y él clavó la mirada en la ensaladera que estaba secando.

– La gente hace cosas estúpidas en las bodas -comentó mientras se disponía a limpiar la cocina.

– Sí, lo sé.

De pronto Michael observó con atención el recipiente que tenía en la mano.

– Oye, Bess, ¿esta ensaladera no era un regalo de nuestra boda?

Bess enjuagaba la bayeta en el fregadero.

– Sí, de Jerry y Holly Shipman.

– Jerry y HolIy… -repitió él con la vista fija en la pieza-. Hace años que no los veo. ¿Todavía quedas con ellos de vez en cuando?

– Creo que ahora viven en Sacramento. La última vez que supe de ellos habían abierto una guardería.

– ¿Siguen casados?

– Creo que sí. Dame eso, yo lo guardo.

Mientras ella llevaba la ensaladera al comedor a oscuras, él abrió el aparador y colocó las copas. Bess regresó, limpió los grifos y, después de colgar el paño, se vertió un poco de crema para las manos en las palmas. Los dos se volvieron al mismo tiempo y se apoyaron contra los armarios.

– Todavía te gusta todo lo que huele a rosas -observó él.

Bess se frotó las manos en silencio hasta que desapareció todo vestigio de crema. Separados por un breve espacio, ambos se miraron mientras el lavavajillas interpretaba su música.

– Gracias por ayudarme -dijo Bess.

– Te lo mereces.

– Si hubieras hecho esto hace seis años, tal vez todo habría sido diferente.

– Las personas cambian, Bess.

– No, Michael. Me asusta demasiado pensar en ello.

– De acuerdo.

Él se retiró del armario y tendió las manos.

– Ni una palabra más -declaró-. Ha sido muy divertido y he disfrutado mucho. ¿Cuándo llegarán mis muebles?

Se dirigió hacia la puerta, y ella lo siguió.

– Pronto. Te llamaré en cuanto sepa algo.

– Bien.

Michael sacó del armario del vestíbulo su chaqueta, una prenda acolchada de cuero marrón con mangas raglán que olía a penicilina.