– ¿Es nueva? -preguntó Bess.
Mientras se cerraba la cremallera, Michael respondió:
– Sí.
– ¿Has apestado el armario con esa cosa?
Michael soltó una carcajada.
– Nada de lo que hago te parece bien. La observación fue hecha con el mejor humor, y ambos echaron a reír.
Michael tendió la mano hacia el pomo de la puerta, se detuvo y dio media vuelta.
– No creo que debamos darnos un beso de despedida, ¿verdad?
Bess se cruzó de brazos con expresión divertida y se apoyó contra la baranda de la escalera.
– No; no creo que debamos.
– Sí… supongo que tienes razón.
La miró con semblante reflexivo antes de abrir la puerta.
– Buenas noches, Bess. Si cambias de opinión, avísame. Esta vida de soltero hace que un hombre se sienta inquieto de vez en cuando.
Si ella hubiera tenido en las manos la ensaladera de cristal que les habían regalado para su boda, se la habría arrojado a la cabeza.
– ¡Gracias, Curran! -exclamó en el momento en que se cerraba la puerta.
Capítulo 13
Tras la última nevada de marzo, las ventiscas tardías azotaron Minnesota con furia, seguidas por el aguanieve de los días grises de principios de abril. En los árboles, las yemas estaban hinchadas y sólo esperaban la aparición del sol para crecer. Poco a poco los lagos recuperaban el nivel normal de agua, perdido durante los dos últimos años de sequía, y los patos regresaban. Michael Curran estaba junto a la ventana de su oficina, en el sexto piso del edificio St. Paul, y observaba el vuelo de una bandada en perfecto triángulo que preparaba sus alas para posarse sobre el Misisipi. Una ráfaga de viento apartó un poco de la formación al líder y a algunos de sus seguidores, antes de que corrigieran el curso y desaparecieran detrás de uno de los edificios más bajos.
Por supuesto, había llamado a Bess dos veces en el último mes para invitarla a salir, pero ella había dicho que no lo consideraba sensato. En sus momentos más cuerdos, aprobaba esa actitud. Sin embargo, pensaba mucho en ella.
Su secretaria, Nina, asomó la cabeza en la oficina.
– Ha telefoneado el señor Stringer para anunciar que no regresará antes de la reunión de esta noche, pero que lo verá allí.
Stringer era el arquitecto de la firma.
Michael dio media vuelta.
– Gracias, Nina.
Su secretaria pesaba setenta y cinco kilos, tenía cuarenta y ocho años, una nariz muy grande y usaba unas gafas con unos cristales tan gruesos que él le decía en broma que incendiaría el lugar si alguna vez se le ocurría dejarlos al sol encima de algunos papeles. Llevaba el cabello teñido de negro azabache y las uñas pintadas de rojo. La artritis había empezado a deformarle los dedos. Entró en la oficina, hurgó en la tierra del helecho que estaba junto al escritorio y comprobó que estaba bastante húmeda.
– Bueno, entonces me voy. Buena suerte en la reunión.
– Gracias, buenas noches.
– Buenas noches.
Cuando se fue, se hizo el silencio. Michael se sentó a la mesa de dibujo, examinó los planos de Jim Stringer y se preguntó si alguna vez se llevaría a cabo su proyecto. Cuatro años atrás había comprado una parcela en la esquina de Victoria y Grand, una zona donde residían ejecutivos acomodados y se alzaban mansiones victorianas que se habían puesto de moda durante la última década. Victoria y Grand, conocidas como Victoria Crossing, tenían, hacia finales de los setenta, tres edificios vacíos que habían pertenecido a una concesionaria de automóviles. La Compañía de la Opera de Minnesota había alquilado cerca de allí una vieja casa para su gabinete de ensayos.
Con el tiempo, Grand había sido redescubierta, remodelada, revitalizada. Había recuperado su sabor de principios de siglo con las farolas victorianas de la calle, las fachadas de ladrillo rojo, los tiestos de flores. Había además tres centros comerciales en el cruce principal, así como una amplia variedad de tiendas que se extendían a lo largo de Grand Avenue.
Y un aparcamiento desocupado, propiedad de Michael Curran.
Victoria Crossing lo tenía todo: ambiente y una bien ganada reputación como una de las principales zonas comerciales de St. Paul. Hasta allí llegaban autocares que vomitaban docenas de turistas. Las mujeres compraban en los comercios y se reunían en restaurantes para comer. Los estudiantes de la vecina Escuela de Derecho William Mitchell habían descubierto sus selectas librerías. Los hombres de negocios del centro de la ciudad y los parlamentarios celebraban almuerzos allí. Los lugareños caminaban hasta Victoria Crossing empujando cochecitos de bebé. ¡Cochecitos de bebé, nada menos! Michael había visitado el lugar el último verano y había visto a dos madres jóvenes que paseaban dos cochecitos tipo calesa antigua. En Navidad, en las tiendas se oían villancicos, se servían bebidas y había siempre un Santa Claus. En junio se organizaba un desfile, las bandas de música tocaban en las calles y se colocaban puestos de comida exótica. Con estas actividades conseguían atraer a trescientas mil personas por año.
Y toda esa gente necesitaba espacio para aparcar sus vehículos.
Michael se acodó sobre el tablero de dibujo, miró los planos de ejecución corregidos, incluida la ampliación de una rampa, y recordó las protestas que había oído el mes anterior durante la reunión de la Asociación de Ciudadanos.
«¡Las calles no nos pertenecen!», habían exclamado los propietarios de las casas aledañas, cuyas avenidas estaban siempre llenas de coches.
«¡La gente no puede comprar si no tiene dónde estacionar!», se habían quejado los comerciantes.
Y así hasta que la sesión terminó en tablas.
Entonces se aplazó la reunión del comité, y Michael había contratado a una empresa de relaciones públicas para que se encargara de difundir que pretendían integrar el edificio a los alrededores; que los resultados del análisis de mercado y demográfico indicaban con toda claridad que la zona podía soportar más negocios; que los estudios habían demostrado que el aparcamiento alojaría más automóviles que el descampado existente, y que Michael, como promotor del proyecto, quedaría como copropietario del edificio, con lo cual impondría su interés por la estética, no sólo ahora sino también en el futuro. Se habían distribuido casi doscientas cartas con esta declaración de intenciones a los propietarios de negocios y las casas particulares de las inmediaciones.
Esa noche analizarían de nuevo la situación y comprobarían si algunos habían cambiado de opinión.
La reunión se celebraba en el salón comedor de una escuela primaria que olía a sobras de goulash húngaro. Jim Stringer estaba allí, junto con Peter Olson, el gerente de proyectos de la empresa de construcciones Welty-Norton, que había sido designada para erigir el edificio.
El director de urbanismo de la ciudad de St. Paul abrió la sesión y cedió la palabra a Michael, que se puso en pie y fijó la mirada en una mujer madura sentada en la segunda fila.
– La carta con el plano del edificio propuesto que ustedes recibieron el mes pasado la envié yo. Este es mi arquitecto, Jim Stringer, que será copropietario del edificio y éste es Pete Olson, el gerente de proyectos de Welty-Norton. Queremos informarles de que ya hemos realizado perforaciones en la parcela para asegurarnos de que el terreno es adecuado, por lo que, tarde o temprano, les guste o no, se acabará construyendo sobre él. Ahora bien, ustedes pueden esperar que aparezca algún tramposo que edifique hoy y desaparezca mañana, o pueden seguir con Jim y conmigo. Él ideó el proyecto, yo lo dirigiré, y los dos seremos sus propietarios. ¿Creen ustedes que seríamos capaces de levantar un centro comercial construido con materiales de mala calidad o que chocara con la estética de Victoria Crossing? Queremos mantener el ambiente que se ha preservado con tanto cuidado en la zona porque, después de todo, es eso lo que hace prosperar a Victoria Crossing. Jim contestará todas las preguntas relativas al diseño del edificio, y Pete Olson las referentes a la construcción. Tras la última reunión, hemos decidido disminuir la cantidad de metros cuadrados del edificio comercial y aumentar la superficie para aparcamiento. Jim les mostrará los nuevos planos. Ésta es nuestra propuesta, y estamos dispuestos a llegar a un acuerdo, pero ustedes también tienen que ceder un poco.
Alguien se levantó para hablar.
– Yo vivo en el bloque de apartamentos contiguo. Con el nuevo edificio, perderé las vistas de que disfruto ahora.
– ¿Qué clase de comercios habrá allí? -preguntó otro-. Si aprobamos la construcción, aumentará la competencia.
– El ruido y el desorden de la construcción perjudicarán las ventas -protestó un tercero.
– Habrá más aparcamientos -intervino otro-, pero las nuevas tiendas atraerán más clientes, lo que significa más coches en las calles laterales.
La discusión prosiguió. La mayoría de los lugareños estaban exaltados, hasta que, al cabo de unos cuarenta y cinco minutos, se levantó una mujer de la fila del fondo.
– Me llamo Sylvia Radway y soy propietaria de Cooks of Crocus Hill, la escuela de cocina y la tienda de menaje que está justo enfrente de esa parcela. Asistí a la primera reunión y no intervine. Recibí la carta del señor Curran y he reflexionado sobre lo que en ella se exponía. Esta noche he escuchado con atención todas las opiniones que se han expresado y considero que algunos de ustedes están equivocados. El señor Curran tiene razón. Ese terreno es demasiado valioso, y su ubicación demasiado codiciada. A mí me gusta el aspecto del edificio que se ha propuesto, y creo que una media docena de tiendas elegantes beneficiará a todos los comercios de los alrededores. Por otro lado, no he oído a nadie admitir que, cuando nos mudamos a Grand Avenue, todos sabíamos que era una calle comercial. Propongo que aceptemos la construcción del edificio, porque revalorizará nuestras propiedades.
Cuando Sylvia Radway se sentó, hubo unos minutos de silencio, seguido de murmullos.
Una vez terminada la reunión, los congregados todavía no habían votado, pero las objeciones se habían moderado de manera evidente.
Michael se encontró con la señorita Radway en el vestíbulo de la escuela.
– Señorita Radway -llamó.
Ella se dio la vuelta, se detuvo y esperó a que se acercara. Tenía unos cincuenta y cinco años, hermosos cabellos ondulados de un blanco plateado, rostro redondo y atractivo, con pocas arrugas. Su expresión era risueña.
Michael le tendió la mano.
– Señorita Radway, quiero darle las gracias por sus palabras.
Se estrecharon la mano.
– Sólo he expresado mi parecer -repuso ella con una sonrisa.
– Creo que su discurso ha hecho reconsiderar su postura a los demás.
– Hay personas que se niegan a aceptar los cambios, sin importarles en qué consisten.
– A mí me lo va a decir. Debo tratar con ellos en mis negocios. Bueno, gracias otra vez y, si hay algo que pueda hacer por usted…
– Si se le ocurre tomar lecciones de cocina -declaró ella-, asegúrese de que sea en Cooks of Crocus Hill.
De camino a casa, Michael pensó en ella, en la sorpresa que le había producido verla ponerse en pie y hablar a favor de él. Hay mucha gente buena en el mundo, reflexionó. Sonrió al recordar el comentario sobre las lecciones de cocina. Dudaba de que algún día decidiera tomarlas, pero la próxima vez que pasara por Victoria Crossing entraría en su negocio y compraría algo para demostrarle su aprecio.
La ocasión se presentó una semana después. Había quedado para comer con un socio de una oficina de agrimensores en el Café Latte, que estaba frente a Cooks of Crocus Hill. Después del almuerzo se dirigió al local. Era agradable, con dos niveles conectados por una escalera, ventana orientada al sur y suelo de madera. En el interior se exponían muebles de formica de líneas puras, modernas, en azul y blanco, y había un olor exquisito a café, té y especias exóticas. En los anaqueles se exhibía todo lo que necesitaba un buen cocinero: espátulas, fuentes para soufflé, sartenes, delantales, molinillos de nuez moscada, libros de cocina y muchas cosas más. Se acercó al mostrador, detrás del cual Sylvia Radway leía un papel con unas gafas muy pequeñas.
– Hola -saludó.
Ella levantó la mirada y sonrió.
– ¡Vaya, mira quién está aquí! ¿Ha venido para matricularse en el curso de cocina, señor Curran?
Michael se rascó la cabeza.
– No exactamente.
Ella levantó un frasco del mostrador y leyó la etiqueta.
– ¿Hojas de helecho a la vinagreta?
Michael soltó una carcajada.
– Bromea… -dijo.
Ella le tendió el frasco.
– Hojas de helecho a la vinagreta -confirmó Michael-. ¿Cree usted que hay gente que come esto?
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